Cuando tenía ocho años me encantaba ser bióloga, recoger bichos del campo y examinarlos. Una mañana de reyes me regalaron un microscopio. Yo estaba loca de contenta. Arrancaba un pelo a mi hermano por sorpresa y él me propinaba una torta, pero yo había conseguido mi propósito. Mirar el pelo por aquel aparato. Recogía una lombriz y la observaba en aquél microscopio de juguete. Llegó el día de volver a clase y faltaba Victoria. ¿Por qué no vino? Todas empezaron a decir chismes sobre ella, que si tenía sarampión, que si sus padres se habían separado... Pero la más poética de las críticas es que en la cabeza de Victoria se había instalado un piojo. Yo me lo imaginaba viviendo a sus anchas, chupando sangre por una pajita mientras miraba la tele desde la cabeza de Viki. Pero sólo podía imaginar, nunca había visto uno y quería observarlo más de cerca con mis nuevos lentes, pero mamá me dijo en aquella ocasión: “¡tú estas loca! ¡esos bichos son difíciles de quitar y se pasan fácilmente, de eso nada!”, así que me tuve que conformar con verlos en los dibujos que traía el diccionario. Luego opté por buscar ácaros en mi cama.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario