Ayer decidí que voy a ser
feliz de nuevo. Sí, fue ayer, justo antes de dormirme, y hoy me he
levantado como si fuera otra persona, a tal vez la persona que un día
fui. Sé que la felicidad completa no existe, que la vida se compone
de momentos que se deslizan uno tras otro, caprichosos, cambiantes,
juguetones, atreviéndose a jugar con nuestro ánimo con impúdico
descaro. Tal vez por eso no debiera utilizar la palabra felicidad,
tal vez sea mejor decir, tranquilidad, sosiego... no sé. Lo que
tengo claro es que necesito liberarme de los fantasmas del pasado y
eso es lo que voy a hacer desde ya.
Tuve,sin embargo, un infancia
feliz, con mayúsculas, a pesar de que no conocí a mi madre, que nos
abandonó a papá y a mí cuando yo era apenas un bebé que
necesitaba de ella para sobrevivir. Mi padre siempre me enseñó a no
guardarle rencor por su ausencia. Ella era así, me contaba, un
espíritu libre que no soportaba las ataduras. Necesitaba respirar y
se fue, no sabemos a dónde, ni siquiera, a estas alturas, sabemos si
sigue viva o no. Ahora ya no importa. Mi padre suplió todas las
carencia que su abandono podía haber provocado. Él me dedicaba
todo su tiempo, todo el que le dejaba libre su trabajo como
funcionario de correos. Juntos solíamos pasar las tardes en el
parque, en el campo, o en las abiertas playas del norte, en las que
yo chapoteaba en la orilla del mar bajo su atenta mirada, o por las
que, ya cuando fui más mayor, solíamos dar largos paseos hablando
de nuestras cosas.
Cuando cumplí los veinte años
a papá se lo llevó un desgraciado accidente de tráfico y me quedé
sola. Hacía unos meses que había conocido a Jacinto, un muchacho
que había llegado a la ciudad para trabajar como mecánico en el
taller de coches que había en el bajo de mi casa. Jacinto era guapo
y educado. Siempre me miraba cuando yo pasaba por delante del taller.
Un día me sonrió y yo, que siempre fui muy soñadora, comencé a
pensar en él y a montarme mi película particular. En mis sueños me
veía a su lado e imaginaba sus besos, sus abrazos y sus palabras de
cariño.
Un sábado por la noche, en la
discoteca a la que solía acudir con mis amigas, le descubrí en
medio de la música, del humo y del jaleo. En cuanto me vio se acercó
y comenzamos a hablar. Pronto nos hicimos novios.
Cuando papá murió yo tuve
que dejar mis estudios en la universidad para ponerme a trabajar y
ganarme la vida. Fue entonces cuando Jacinto me propuso matrimonio.
Me sorprendió su propuesta y al principio dudé. Yo era muy joven y
hacía muy poco que éramos novios. Tampoco me sentía preparada para
dar tan importante paso, más cuando analicé la situación me di
cuenta de que no era tan mala idea. Así, tal vez, yo pudiera
continuar mis estudios y compatibilizarlos con alguna ocupación que
me permitiera contribuir a la economía familiar y no me robara tanto
tiempo con mi trabajo como dependienta en una tienda de ropa. Cuando
se lo propuse a Jacinto me dijo que no era buena idea, que él ganaba
un buen sueldo y que, según le había dicho el dueño del taller, en
cuanto se jubilara el encargado, él ocuparía su puesto, lo cual
conllevaría un aumento considerable en sus emolumentos. Ganaría lo
suficiente para que yo viviera como una reina, sin necesidad de
trabajar y por supuesto, tampoco de estudiar, para qué.
Supongo que esa fue la
primera señal que no supe o no quise ver. En aquel momento pensé
que sus loables intenciones de tratarme como a una reina no eran otra
cosa que nuestra de amor infinito, de la misma manera que pensaba que
cuando se ponía celoso por qué un chico se acercaba a hablarme era
porque estaba muy enamorado y que cuando ponía mala cara si me ponía
una minifalda y me sugería que me cambiara de ropa era porque no
quería que otro hombre se fijara en mí. Me quería, me quería
tanto que se creía mi dueño y cuando finalmente nos casamos se hizo
mi dueño.
La primera bofetada cayó un
tarde en la que llegó del trabajo sumamente enfadado porque
finalmente no lo habían ascendido a jefe de taller. Yo estaba en la
sala leyendo un libro y después de contarme su tragedia, yo le dije
que no se preocupara, que ya vendrían tiempos mejores, que ganaba
realmente un buen sueldo y que si no estaba contento siempre podía
buscarse algo mejor. Luego volví los ojos a mi libro. Entonces él
me lo arrancó de las manos con violencia, rompiendo con igual rabia
las hojas.
-Te estoy contando lo que me
pasa y tu no me hace ni puto caso. Deja ya este libro de mierda. Te
voy quemar todos los libros que tienes en casa. No sirven más que
para meterte ideas estúpidas en la cabeza
Me levanté y me enfrenté a
él.
-Ni se te ocurra tocar mis
libros – le dije.
Por toda respuesta recibí una
bofetada. No podría expresar con palabras lo que sentí, un vacio,
un desasosiego infame y sobre todo el convencimiento de que me había
equivocado. Me juré a mi misma que no me volvería a poner la mano
encima. Pero al día siguiente su perdón que parecía desesperado y
sincero y la confirmación de un embarazo que sospechaba desde hacía
semanas, me hicieron continuar a su lado. Justifiqué la bofetada
accidental como consecuencia de un arrebato y seguí mi vida a su
lado.
No voy a entrar en detalles.
Fue un verdadero infierno. El hijo que esperaba no llegó a nacer por
culpa de una de sus palizas, que se repitieron una y otra vez a lo
largo de estos pocos años que estuve a su lado. No sé por qué le
disculpaba, mi mente se revolvía entre el amor y el odio y por las
noches, cuando me acostaba, lo hacía con la esperanza de que al día
siguiente todo habría cambiado y soñaba que las cosas eran bien
diferentes a la cruda realidad que me había tocado vivir.
Ayer le maté. Después de
mucho pensarlo pensé que era lo mejor. Si lo denunciaba, aunque lo
metieran en la cárcel, cuando saliera iría a por mí. Lo mejor era
terminar de una vez. Ayer le maté cuando me iba a pegar de nuevo. No
lo pensé mucho. Cogí un cuchillo y se lo clavé en el pecho. Allí
quedó en el suelo de la cocina. Yo metí cuatro cosas en una maleta
y huí. Puede que tal vez acaben pillándome, no me importa, creo que
si me encierran seguiré con mis intenciones de ser feliz. Me siento
bien, me siento tan bien que anoche, cuando me metí en la cama de la
pensión en la que recalé, me dije que que todo había terminado. Y
me sentí feliz, tan feliz que me dormí y soñé que estaba soñando
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