(*) Variaciones sobre un cuadro de Hopper
Soy el aire que enmudece cuando se acerca a los árboles que rodean la piscina, soy el aire que está quieto, como en un espacio congelado, alrededor de las toallas y los juegos infantiles.
Soy el sol que se cuela entre las copas de los árboles una tarde de agosto, cuando el calor ya empieza a descender y se presiente el fin del verano.
Soy esa atmósfera densa que rodea las paredes de cristal del balneario, donde parejas que ya no recuerdan que se aman sustituyen una caricia cansada por la compañía del agua caliente, ahora que están a las puertas de la vejez.
Soy esas hamacas que se han quedado vacías alrededor del jacuzzi, los ladridos del perro que ha quedado fuera del supermercado, atado, esperando a su dueño.
Cae la noche y en el restaurante se encuentran más solitarios. Parejas y grupos que se miran a hurtadillas. En realidad, nadie conoce a nadie, aunque lo disimulen, y están juntos por precaución, para no sentirse tan solos. Pero la soledad no es posible taparla, como no se puede tapar el óxido y la falta de mantenimiento del balneario venido a menos.
Soy esa llama que se apaga al final del pasillo, donde viajeros minuciosos cuentan las entradas a los museos de las ciudades que han visitado durante sus vidas y las guardan en una caja que queda para siempre debajo de la cama.
La turista irlandesa pasea a su perro en un coche de niño. El perro está muy viejo y apenas puede andar. Ya sabemos que puede parecer patético, pero la turista sabe la verdad: que por mucho que se engañe, lo único que tiene es este perro que está tan viejo. Hay que reunir coraje para eso, para llevar a tu perro viejo y casi ciego en un carrito de niño y que no te importe lo que piensen los demás.
El hombre que lee el periódico la mira de reojo y se enciende la admiración en su pecho. Al menos ella no disimula. Él no tiene más remedio que sumergirse en el periódico, en las fugaces noticias de hoy, que arden como en una pira continua, cuando en realidad querría estar leyendo versos.
En una de las mesas hay una familia. Uno de los hijos es extraño, el raro, tiene una sensibilidad enfermiza y todos lo saben. Él mira a su padre y siente pena, una pena muy grande, porque trabaja demasiado y cree que puede hacerles felices con este viaje, con los toboganes en la piscina y las visitas a los parques temáticos de alrededor.
Por la noche se enciende la máquina de la felicidad. Eso nunca falla. Los animadores se enfundan sus plumas y sus vestidos de lentejuelas y bailan para los turistas. Un grupo de ellos imita sus gestos, y todos acuden a la playa privada del hotel para seguir bailando una danza donde cada movimiento está milimetrado. Allí se sacan muchas fotos para demostrar después a sus allegados que han sido felices.
El chico que hace las pizzas bebe para olvidar, y también canta y se ríe de los turistas, aunque los ame tiernamente.
También hay sexo por encargo. Y sexo por soledad, como el de la joven austriaca que mira a la española e intenta besarla. No entiende que un beso como ese solo es materia para el olvido, en definitiva, algo tan triste que da pena hasta ponerlo en práctica. O más bien algo tan cansado y desprovisto de belleza y autenticidad que da lástima y pereza. Así que la española, aunque se siente atraída por la turista, decide no besarla. Mira insistentemente el piano de cola del bar-club. Sueña con un artista que venga a tocarlo, un negro guapísimo como el protagonista de sus sueños, un hombre sensible que se enamorará de ella y la hará feliz. La española se avergüenza de sus sueños, y no lo confesaría ni ante un potro de tortura.
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