Paseaba por la calle pletórica de
satisfacción, la camiseta rosa palo
que acababa de comprarse en la boutique le sentaba de maravilla, era muy
cómoda, aunque incomodo fue el momento de pagarla, costaba cara, su diseño era
de marca, pero le resaltaba tanto su figura que daba el dinero por bien
empleado.
Sus amigas le alababan el buen
gusto y la originalidad de la prenda y ella estaba encantada.
Regresó a casa feliz y ufana,
apenas estaba cansada de la jornada, y con la autoestima tan alta dudaba de
poder dormir esa noche.
Llegó el momento de cambiarse de
ropa y ponerse el traje de noche, el camisón, se quitó su camiseta con mucho
cuidado de no estirarla ni mancharla con nada, la dobló con todo el mimo del
mundo y ¡Aaaaajjjjj! En su espalda se veía la mancha de una mano, una mano de niño.
¿Pero cómo?
¿Pero cómo?
¿Quién habrá tenido la mala idea de estropeármela?
¡Cuanta envidia hay por el mundo!
¿Y ahora como la quito yo?
Dudando de qué detergente o
producto de limpieza usar, cayó en la cuenta de que la terrible mano en la espalda se la había puesto
su sobrino Daniel por la mañana, cuando le fue a buscar al recreo para llevarlo
al dentista.
El caso es que sus amigas le
habían alabado la camiseta después
de aquello, así que había tenido éxito por la mano, no por sí misma,
¡Vaya decepción! Ha gustado porque estaba manchada.
¡Vaya decepción! Ha gustado porque estaba manchada.
¿Qué hago ahora, la lavo o dejo la mano durante unos días?
Menudo dilema tenía Merche, pero no os voy a desvelar lo que hizo,
prefiero que la veáis por la calle y opinéis si le ha quedado bien.
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