Ayer Dorothy la tuerta pasó a mejor vida. Al parecer Julián el
tabernero se la encontró muerta cuando se acercó a llevarle su
ración de comida diaria. Hoy el periódico local se hacía eco de
tan luctuoso suceso, cosa que no es de extrañar. Dorothy la tuerta
había sido toda una institución en el vecindario, y no precisamente
porque hubiera sido una glamurosa dama de la alta sociedad.
Apareció por el pueblo muchos años atrás, una calurosa y húmeda
tarde de verano, cuando el sol calentaba las piedras y el polvo del
camino se arremolinaba al pie de las casas y de los troncos de los
escasos árboles que arropaban las calles. Llamaban la atención sus
vestimentas de colores llamativos y el parche que ocultaba su ojo
derecho cual si fuera un pirata. Parecía, efectivamente, que fuera
la corsaria que abanderara la mayor flota de barcos de filibusteros,
tal era el desparpajo del que hacía gala con sus andares.
Arrastraba tras de sí una vieja maleta en la que parecía acarrear
su vida entera y de semejante guisa recaló en la tasca de Julián,
atestada a aquellas horas de parroquianos que mataban sus horas
muertas jugando al dominó o a las cartas y emborrachándose hasta
casi perder el sentido. El silencio se hizo cuando Dorothy penetró
en el local, pues no estaba bien visto que las mujeres visitaran
lugares tan inoportunos como prohibidos para el sexo femenino, mas
ella obvió aquel detalle sin importancia y con el descaro que la
caracterizó a lo largo de su vida se dirigió al tabernero.
-Ponme una ginebra que estoy muerta de sed.
Julián,una vez recuperado del asombro inicial, le sirvió la ginebra
y miró cómo ella se la tomaba de un trago sin apenas inmutarse.
Después aquella extraña fémina le hizo una pregunta que a todos
les pareció sin mucho sentido.
-Y dime tabernero ¿hay muchos jóvenes casaderos en el pueblo?
Don Servando, el cura-párroco, sintiendo que aquel momento era
perfecto para recuperar un alma descarriada, como sin duda era la de
aquella desvergonzada, pretendió tomar las riendas de las
conversación.
-No creo que eso sea de su incumbencia – le contestó - ¿Acaso
quiere convertirse en la amante de todos ellos?
Dorothy se acercó al hombre sonriendo. Cuando le tuvo en frente
apoyó su mano en la cadera y ladeó la cabeza antes de replicarle.
-Usted ocúpese de sus santos y de sus oraciones, que el placer que
tengo guardado aquí – dijo señalándose la entrepierna – le
está a usted vedado.
Días después por todo el pueblo se había corrido la voz de su
llegada. Nadie sabía quién era, pero todos tenían una ligera
sospecha de lo que pretendía llevar a cabo en aquel recóndito lugar
del mundo. Efectivamente, Dorothy ocupó la casa de la cañada, un
viejo caserón abandonado cerca del cauce seco del río y poco a poco
lo fue adecentando ayudada por otras mujeres desconocidas que fueron
apareciendo tal y como había hecho ella, de forma repentina y
sorpresiva.
Una noche las luces de neón se encendieron y el club “El gato
negro” comenzó su actividad. Era una casa de alterne peculiar,
pues sólo admitía a caballeros solteros con el loable fin de
prepararlos para que supieran hacer felices a sus futuras esposas. Al
menos esa fue la explicación que dio Dorothy el día que la
acorralaron en la plaza del pueblo, asediada por los que estaban en
contra de su indecente trabajo.
-Y que sepáis que me da absolutamente lo mismo que os guste o no lo
que mis chicas y yo practicamos. No me pienso marchar de este pueblo.
Quien desee entrar en mi burdel que lo haga y quien no, que no lo
haga, yo no obligo a nadie. Y vosotros, viejas beatas – dijo
dirigiéndose a un grupo de mujeres que parecían llevar las riendas
de aquel juicio popular – podéis estar tranquilas. Vuestros
maridos jamás pondrán pié en mi local y vuestras hijas y nueras me
darán las gracias por lo felices que las harán sus propios esposos
cuando los tengan.
Escandalizadas, aquellas señoras decentes la dejaron por imposible y
se fueron olvidando de ella poco a poco, mientras que las jóvenes
recién desposadas le agradecían en silencio las enseñanzas
impartidas a aquellos que se convertían en sus maridos, los cuales,
sin excepción, las transportaban noche tras noche hasta unos mundos
de goce cuya existencia jamás llegaron a sospechar.
Un mal día un grupo de fanáticos religiosos se hizo con el poder.
Cambiaron leyes y costumbres y sumieron al pueblo en el aburrimiento
y en la desidia. Cerraron todos los burdeles del país, pues
prohibieron el sexo libre bajo pena de muerte. Las chicas del
prostíbulo de Dorothy huyeron antes de que le tocara el turno a su
antro, dejando a la pobre mujer desamparada y sola, viviendo de la
caridad de Julián y de unos pocos que se apiadaron de su desgracia.
Ayer el tabernero la encontró muerta. Dicen que le destapó el ojo
y que no era tuerta. Su parche no había sido más que otro signo de
rebeldía, o tal vez de coquetería, vayan ustedes a saber.
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