El día había amanecido lluvioso y triste, gris, opaco, haciendo
juego con mi corazón roto y con mi alma despojada de casi todo
sentir. Al mando de mi viejo coche me dirigía al Juzgado, donde
había de entregar las llaves de mi casa, que pasaría a ser
propiedad del banco por impago de las cuotas hipotecarias. No quería
pasar por la vergüenza de un desahucio, no tenía ganas ni fuerzas
para luchar. Admiraba a aquellas personas que habiendo pasado por mi
misma situación se aferraban a su casa hasta el último instante. Yo
no podía, total para qué, había perdido ya demasiadas cosas, una
más tampoco importaba tanto. Así que lo mejor era entregar las
malditas llaves por propia voluntad y con ellas dejar escapar un
trocito más de mi vida.
El semáforo se puso en rojo y paré el coche bruscamente. La voz
de Georges Moustaki cantando canciones en francés de las que yo no
entendía más que apenas alguna frase suelta, me trajo a la memoria,
una vez más, a Carlo. Me gustaba la voz suave de Moustaki, aquellas
melodías que parecían todas tan iguales y sin embargo eran tan
diferentes que podía asociar cada una de ellas a algún momento
especial con el hombre que un día me había amado y que otro día me
había abandonado a mi suerte. Carlo... parecía ya tan lejana su
ausencia....
Carlo había sido mi marido durante más de diez años. En todo ese
tiempo jamás imaginé que llegaría el momento en que me dijera
adiós, pero llegó. Un buen día me dijo que ya no me amaba, que se
había enamorado de otra mujer y que no podía dejar de vivir lo que
ella le ofrecía. Nunca tuve oportunidad de preguntarle qué era eso
tan especial que ella le daba y yo no había podido o no había
sabido regalarle, porque aquella misma noche murió en un desgraciado
accidente de tráfico. Cuando me dieron la noticia no supe llorar,
sólo sentí rabia. Hubiera sido diferente si nunca me hubiera dicho
que no me amaba. Mis lágrimas hubieran sido última consecuencia de
una pena verdadera y mi mente se hubiera quedado con la idea de que
aquel horrible accidente había truncado una vida feliz. Pero Carlo
se fue dejándome hundida en el desencanto y en la miseria más
absoluta. Me vi sola, sin trabajo y sin dinero. Mi vida tranquila y
despreocupada tocó a su fin y de repente comenzaron los problemas.
Descubrí que mi amado Carlo me había dejado por toda herencia,
aparte del innegable desencanto, un montón de deudas, fruto de un
negocio que hacía tiempo no marchaba todo lo bien que yo pensaba y
que, desaparecido Carlo, terminó por hundirse del todo. A partir de
ahí las cosas fueron de mal en peor, y mi caída a los infiernos
culminaba aquel día con la pérdida definitiva de mi casa.
Allí, parada frente a aquel semáforo en rojo, mientras recordaba
los acontecimientos de los últimos dos años, no pude evitar que de
mis ojos brotara una estúpida lágrima que ya no tenía mucho
sentido ante lo inevitable, ante lo evidente, ante lo irremediable.
Me limpié la mejilla con el dorso de mi mano y miré hacia el
vehículo que estaba parado al lado del mío. El conductor, un hombre
de mediana edad de aspecto agradable, tenía sus ojos puestos sobre
mí, supongo que sorprendido ante mi llanto repentino. Me sonrió
imperceptiblemente apenas unos segundos antes de que el color verde
del semáforo nos indicara que teníamos que continuar nuestro
camino.
Cuando llegué al juzgado vestí mi vergüenza de dignidad y mi
pena de indiferencia. Mientras subía las escaleras que conducían a
la oficina y las llaves de mi casa tintineaban en el bolsillo de mi
abrigo, sentía que aquel era el último acto de una función que ya
había durado demasiado tiempo. Puede que hubiera perdido casi todo,
pero también era cierto que por fin me iba a liberar de unas
ataduras que me habían hecho ya excesivo daño y por primera vez en
muchos meses pensé que comenzar de cero seguramente no sería tan
terrible como había pensado.
Me acerqué a la mesa que estaba más cerca de la puerta. Un
muchacho trabajaba concentrado entre un montón de papeles. Dije mi
nombre y el motivo de mi visita. Cuando por fin levantó la cabeza
reconocí en él al hombre que me miraba desde su coche cuando el
semáforo se puso en rojo. Supe que el también me había reconocido
y me dio vergüenza que aquel desconocido me hubiera visto llorar.
Escribió algo en un papel que después me dio a firmar. Lo firmé
sin leerlo, al fin y al cabo me daban lo mismo aquellos tecnicismos
judiciales de los que no iba a entender nada, como las canciones en
francés de Moustaki. Luego saqué las llaves de mi casa del bolsillo
de mi abrigo y se las di al muchacho.
-¿Sabes? - me dijo – a veces pensamos que la vida nos dice que
no cuando lo que nos pide es simplemente que esperemos. El semáforo
siempre termina poniéndose verde. ¿Te apetece un café?
Acepté un inocente café que acabó convirtiendo a aquel hombre en
el motor de mi vida, en mi consuelo, en la fuerza que me ayudó a
seguir y a ver ahora, desde la distancia, que todo ha merecido la
pena.
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