No es oro todo lo que reluce - Cristina Muñiz Martín



                                         
   


Tengo la seguridad de que todo va a cambiar. Pero con este ruido no consigo oír ni mis propios pensamientos ¡Menudo atasco! Llevo dos horas parada en esta autopista y solo pudo pensar en los ojos azules del conductor, al que espero volver a ver pronto. Pero no sé…el autobús apenas lo utilizo y a saber dónde vive o qué sitios frecuenta. Y mirándolo bien ¿por qué esperar? No, no tengo por qué esperar. Debo pasar a la acción y debo hacerlo ya.
Esas eran mis cavilaciones un atardecer de febrero, dentro del autobús que me llevaba a casa. Aunque no podía razonar con claridad, por el ruido de las obras en la autopista, origen del atasco, y por esos ojos azules que me estaban volviendo loca, logré elaborar un plan. Si cualquier de vosotras pudiera ver al conductor…Estaba el tío de coge pan y moja. Ojos azules de mirada penetrante, pelo con un estudiado deje descuidado y todo ello acompañado de un cuerpo de escándalo. Lo comparé con “mi Rasputín” y me entraron ganas de llorar. Y pensar que un día estuve enamorada de él. De “mi Rasputín” digo. Lo que tiene la juventud, que hasta te vuelve ciega. Y mira que me lo decía mi madre: pero hija, con lo mona que eres y coges un novio tan feo y desastrado. No pegáis ni con cola”. Y fue decirme eso mi madre, que yo ya lo sabía, y encapricharme más de él. Y así acabé, casada con Rasputín, no Rasputín el ruso ese de la época zarista, claro está, si no con Rasputín el de Sabugo, llamado así por sus amigos desde la adolescencia por el poder que ejercía sobre las mujeres. Era feo, no lo discuto, pero tenía un no sé qué en la mirada. Sus ojos se clavaban en los tuyos y acababas tonta perdida, como me pasó a mí. Aunque, no sé si afortunada o desgraciadamente, al poco tiempo de casarnos ya me miraba y como que me daba igual.
Bueno, creo que me estoy enrollado mucho con el hombre con el que estoy casada. Vamos a dar marcha atrás. Estaba hablando del conductor del autobús. Me armé de valor y al llegar a la última parada, cinco después de la mía, me hice la remolona hasta que no quedó nadie. Y hablé con mi conductor de ojos azules. Al final, la cosa salió bien y como terminaba su turno, acabamos en la habitación de un hotel. Me contó que estaba casado con su particular “Lucrecia Borgia”, una mujer más mala que la sarna, que diría mi abuela. Además le ponía los cuernos continuamente, igual con hombres que con mujeres, mientras que con él ya no quería acostarse. A mí eso me descolocó. Esa mujer además de mala era rematadamente tonta ¡por favor! ¿No querer acostarse con ese monumento de hombre teniéndolo en casa, a tiro de mano? ¡Quién pudiera! No, lo que yo digo, que Dios da dientes a quien no sabe comer. El caso es que entre confesión y confesión, sin darnos cuenta, pasaron dos horas. Dos horas en las que no me tocó ni un pelo. Yo estaba deseando que se tirase encima de mí como un poseso, que me arrancara la ropa a mordiscos, que me dijera palabras un poco…bueno, ya me entendéis. Pues nada de nada. Y viéndolo así tan apocado, me dio corte y pasé las dos horas sentada sobre la cama como una colegiada asustada. “Tengo que volver a casa con la fiera, ya es demasiado tarde” dijo de repente, mirando el reloj. Yo también tenía que volver a casa, desandando los tres quilómetros de más que había avanzado con el autobús. Nos despedimos citándonos para el jueves, el día que mejor nos venía a los dos. Pasé los días contando las horas, los minutos, los segundos y las décimas de segundo. Esa semana en mi casa comimos pasta con tomate, pasta con tomate y pasta con tomate, aprovechando la ausencia de mi marido y el gusto de mis hijos por la pasta. Con el dinero ahorrado en comida compré un conjunto de ropa interior de quitar el hipo.
El día había amanecido aderezado por vómitos y diarrea, regalo de los nervios, pues era mi primera infidelidad, aunque había decidido que no sería la última. Necesité tomar varias tilas para encaminarme al hotel y pedir la llave de la habitación previamente reservada. Subí y esperé. Él no tardó en llegar. Creí desmayarme al verlo. Era un ejemplar único, digno de entrar en el Olimpo de los dioses. En la vida había visto a un hombre tan guapo y seductor. Bueno, quizás en la pantalla del cine, pero no en la vida real.
Yo había soñado con ir desnudándonos mutuamente, de manera frenética, mientras nos besábamos con pasión o nos mordíamos las orejas. Pues no. Solo dijo “vamos a la cama” y comenzó a quitarse la ropa. Yo lo miraba mientras lo hacía, admirando cada vez más su cuerpo. Debía pasar muchas horas en el gimnasio, porque sus tabletas de chocolate estaban diciendo a gritos ¡devórame! Cuando quitó los calzoncillos quedé como una tonta mirando para “aquello”. Era menos de la mitad de la mitad de la mitad de la de “mi Rasputín”. Nunca la había visto tan pequeña aunque tampoco había visto muchas, si soy sincera. No quise darle importancia. Él se metió en la cama y me invitó a desnudarme. Me coloqué frente a él y lanzándole una mirada cargada de lascivia, repetí los movimientos voluptuosos ensayados delante del espejo de mi cuarto para despojarme del vestido rojo de la boda de mi prima. Cuando quedó a la vista mi precioso conjunto de seda y encaje en un color rojo sangre, realicé una pose de pavo real mientras mi lengua jugaba con el dedo índice de mi mano derecha, tal como había visto en muchas películas. Pero a él no pareció impactarle, casi se podría decir que ni me miró. “Acaba y ven ya” me dijo con un punto de impaciencia en la voz. Quité el tanga y el sujetador y me metí en la cama. ¡Madre mía! ¡Estaba en la cama, desnuda, con mi conductor de ojos azules! Al acostarme a su lado mi cuerpo temblaba como una de esas máquinas usadas por los obreros para taladrar la tierra. Sin embargo, la ilusión duró poco, pues en apenas un par de minutos, quizás menos, se acabó todo. Mi conductor de autobús resultó ser más soso que unas acelgas cocidas. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo era posible que un ejemplar así se comportara de esa manera? No sé por qué, pero en ese momento me vino a la cabeza esa frase que me molesta tanto en boca de los hombres “limpiar el fusil”. Eso me pareció que había hecho mi conductor, “limpiar su fusil”, porque otra cosa no fue.
Totalmente desilusionada, y ante su silencio, me distraje mirando el techo mientras él parecía quedarse dormitando, quizás para descansar de su titánico esfuerzo. Entonces fue cuando pasó todo. Empezó a tirarse pedos. Sí, sí, pedos. Pero no pedos inodoros o insonoros, ni tan siquiera pedos pequeños de esos que puedes controlar apretando las nalgas. No, qué va, aquello más bien parecía un festival de lanzamiento de torpedos y de bombas fétidas. Me levanté de la cama como un tiro. Él se reincorporó, me miró con sus encantadores ojos azules y dijo: “Lo siento. Siempre me pasa lo mismo. Por eso mi mujer no se quiere acostar conmigo”.
No dije nada. Puse mi mejor vestido sobre mi encantador conjunto de ropa interior, me atusé el pelo con las manos y salí de allí aprisa y corriendo.
Ya han pasado seis meses de aquello, y casi lo había olvidado, pero hoy, al salir de casa he llevado un susto de muerte al tropezar en el portal con el conductor de ojos azules, acompañado, de la que supongo será su Lucrecia Borgia. Al parecer son mis nuevos vecinos. Él, en un descuido de su mujer, me ha guiñado un ojo, como diciendo ya nos vemos. Ella, sin ningún tipo de disimulo, me ha dirigido una mirada perversa, seductora, cargada de oscuros e inconfesables deseos. Y lo peor de todo es que creo que me gustó.

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