Ayer hizo mucho calor, sin embargo, Duna apareció helada dentro de su caseta.
Estaba muerta.
Nos habíamos olvidado de ella con el ajetreo de la fiesta después de la mudanza. Todos andando de acá para allá, transportando muebles, libros, cachivaches varios...
A nadie se le ocurrió que podría tener hambre. O sed. O frío. O, simplemente, que estaba allí. Y que era una más de la familia.
Papá la había llevado en uno de los primeros viajes con el camión de mudanzas a la casa nueva. Había montado su caseta en una esquina del jardín. Y allí se había quedado varias noches, casi al raso.
Cuando Teté fue a llevarle algo de comer y la descubrió, inmóvil, pegó un grito que nos paralizó, deteniendo las risas y las celebraciones por el estreno de nuestra nueva casa.
Todos nos miramos, buscando a quién culpar. Entre lágrimas intentamos disimular. Duna era de todos y nadie se había acordado de ella.
Por fin se habían cumplido nuestros sueños: teníamos una casa enorme, muchas habitaciones, una para cada uno de los cuatro hermanos, despacho para papá, un jardín inmenso, piscina, garaje para los coches de papá y mamá, un montón de espacio para todos. También para Duna.
Pero ahora, sin ella, tardaríamos en hacernos a la idea de que todo ese sitio que ahora teníamos no era un hogar.
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