Sin un asomo de súplica - Cristina Muñiz Martín



                                         



Ayer hizo mucho calor y sin embargo Duna apareció helada. Todos la miramos sorprendidos cuando la vimos llegar a la plaza principal del pueblo. Su esbelto cuerpo adolescente parecía haberse transmutado en el de una vieja prematura. El cabello, antes largo y dorado, se deslizaba por su espalda como una cascada de hielo. Un tono gris glacial vestía sus ojos. Las estrías de los meses invernales adornaban sus labios. Era un hermoso y cálido atardecer de verano pero, en cuanto apareció Duna, todas las personas que nos encontrábamos en la plaza comenzarmos a sentir frío, aunque lo más sorprendente fue la desaparición súbita del sol, tal como si un mago lo hubiera ocultado tras un pañuelo. El cielo se tornó oscuro, adornado tan solo por la luna más bonita que había visto en mi vida. Una luna llena, blanca y brillante. Una luna extraña.
Cesaron todas las conversaciones, las risas de los niños, los gritos de júbilo adolescente, los cuchicheos de las ancianas...Se produjo un silencio denso y perturbador. Nos lanzábamos unos a otros miradas interrogativas sin saber qué hacer o qué pensar. Luego, nuestras miradas se desvíaban hacia Duna y hacía la Luna. Era una sensación desconocida, como si estuviera sucediendo algo sobrenatural.
Duna permanecía impasible y helada en el centro de la plaza, poblada de terrazas repletas de vecinos y veraneantes. No era del pueblo, estaba pasando las vacaciones con la familia de su amiga Ana que la miraba desconcertada. Habían disfrutado del día en la piscina y Duna solo se había ausentado unos minutos para ir a buscar el móvil a casa. La madre de Ana se levantó y se acercó a ella. La tocó con una mano e instintivamente la retiró como si se acabara de quemar con un hierro candente <<Está fría como un témpano de hielo>> dijo en una especie de susurro que no tardó en convertirse en un grito agudo de dolor. Miró su mano. Estaba rígida, congelada, como si hubiera pasado horas introducida en la nieve. El médico del pueblo corrió hacia ella y acompañados por el marido se perdieron camino del ambulatorio.
Los demás quedamos allí, completamente paralizados. Estuvimos así un tiempo, no sabría decir cuánto. Lo que pasó a continuación nos hizo reaccionar. Sentimos como las mesas, las sillas, el suelo, las casas... se iban congelando lentamente. Los niños comenzaron a llorar y los viejos a rezar. Los padres cogieron a sus hijos pequeños en brazos, los adolescentes buscaron a sus padres, las familias dispersas se fueron reuniendo.
No fuimos pocos los que, por una especie de instinto, nos lanzamos a los coches para escapar del pueblo. Tarea inútil. Estábamos rodeados por una muralla de gruesas paredes de nieve helada. Nadie comprendía nada y cundió el pánico. Los teléfonos móviles, congelados, no funcionaban, tampoco los fijos ni los ordenadores. Decidimos unir nuestras fuerzas para escapar de allí, pero el esfuerzo conjunto de todo el pueblo no consiguió ni siquiera resquebrajar la muralla de nieve. No podíamos salir y no podíamos comunicarnos con el exterior. Estábamos atrapados.
En lo alto, la luna, con una especie de mueca burlesca, parecía reírse de nosotros. Duna seguía plantada en el centro de la plaza, callada y helada. A su alrededor no había nada ni nadie. El frío se seguía apoderando del pueblo. En las casas no había suficiente ropa de abrigo y tuvieron que abrirse armarios y arcones antiguos para buscar mantas y gruesas chaquetas de lana. Por la noche, el olor invernal de sopas y potajes invadió las cocinas. Las calefacciones no funcionaban por lo que nos repartimos por las pcas casas que aún conservaban la cocina de carbón o de leña. Tiramos los colchones en el suelo y nos acurrucamos unos contra otros bajo abultadas y pesadas capas de mantas. Aún así pasamos la noche tiritando.
Hoy, al amanecer, el frío ya era insoportable. Los niños no paraban de llorar mientras los mayores sujetábamos las lágrimas por dignidad y vergüenza. Todos temblábamos de miedo y de frío. Preparamos desayunos calientes y después, sin que nadie diera orden alguna, nos reunimos en la plaza. Duna seguía allí, impasible, como un gélido árbol navideño. La luna continuaba en lo alto, con su cara redonda, blanca y brillante. Parecía no haberse enterado de que se había acabado su turno y debía de dar paso al sol. Las horas avanzaban y los dorados rayos no aparecían. Algunos adultos comenzaron a liberar su llanto y sus gritos sin ningún tipo de pudor mientras los niños lloraban con desconsuelo. No sabíamos qué hacer hasta que, de pronto, alguien comenzó a cantar. Los demás lo seguimos. No recuerdo la canción, pero en aquel momento reconocí la letra y la música, pese a no haberla oído en mi vida y a no recordar ya nada de ella. El cántico, en una lengua desconocida y extraña, nos unió a todos en un amplío círculo alrededor de Duna. Ella también reaccionó al oír la misteriosa melodía. Con suavidad, como si temiera quebrar su menudo cuerpo, se tendió en el suelo. El círculo se fue cerrando sobre ella. Después, el río de sangre corrió lentamente sobre la capa de hielo, disolviéndola, como disolvió las murallas, el frío y el miedo. La luna dio paso a un sol espléndido que calentó la tierra y los corazones asustados. Sobre el empedrado, un cuerpo adolescente con una cabellera larga y dorada. Los ojos, abiertos, sin asombro. Los labios sin un asomo de súplica.






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