Ayer
hizo mucho calor y sin embargo Duna apareció helada. Todos la
miramos sorprendidos cuando la vimos llegar a la plaza principal del
pueblo. Su esbelto cuerpo adolescente parecía haberse transmutado en
el de una vieja prematura. El cabello, antes largo y dorado, se
deslizaba por su espalda como una cascada de hielo. Un tono gris
glacial vestía sus ojos. Las estrías de los meses invernales
adornaban sus labios. Era un hermoso y cálido atardecer de verano
pero, en cuanto apareció Duna, todas las personas que nos
encontrábamos en la plaza comenzarmos a sentir frío, aunque lo más
sorprendente fue la desaparición súbita del sol, tal como si un
mago lo hubiera ocultado tras un pañuelo. El cielo se tornó oscuro,
adornado tan solo por la luna más bonita que había visto en mi
vida. Una luna llena, blanca y brillante. Una luna extraña.
Cesaron
todas las conversaciones, las risas de los niños, los gritos de
júbilo adolescente, los cuchicheos de las ancianas...Se produjo un
silencio denso y perturbador. Nos lanzábamos unos a otros miradas
interrogativas sin saber qué hacer o qué pensar. Luego, nuestras
miradas se desvíaban hacia Duna y hacía la Luna. Era una sensación
desconocida, como si estuviera sucediendo algo sobrenatural.
Duna
permanecía impasible y helada en el centro de la plaza, poblada de
terrazas repletas de vecinos y veraneantes. No era del pueblo, estaba
pasando las vacaciones con la familia de su amiga Ana que la miraba
desconcertada. Habían disfrutado del día en la piscina y Duna solo
se había ausentado unos minutos para ir a buscar el móvil a casa.
La madre de Ana se levantó y se acercó a ella. La tocó con una
mano e instintivamente la retiró como si se acabara de quemar con
un hierro candente <<Está fría como un témpano de hielo>>
dijo en una especie de susurro que no tardó en convertirse en un
grito agudo de dolor. Miró su mano. Estaba rígida, congelada, como
si hubiera pasado horas introducida en la nieve. El médico del
pueblo corrió hacia ella y acompañados por el marido se perdieron
camino del ambulatorio.
Los
demás quedamos allí, completamente paralizados. Estuvimos así un
tiempo, no sabría decir cuánto. Lo que pasó a continuación nos
hizo reaccionar. Sentimos como las mesas, las sillas, el suelo, las
casas... se iban congelando lentamente. Los niños comenzaron a
llorar y los viejos a rezar. Los padres cogieron a sus hijos pequeños
en brazos, los adolescentes buscaron a sus padres, las familias
dispersas se fueron reuniendo.
No
fuimos pocos los que, por una especie de instinto, nos lanzamos a los
coches para escapar del pueblo. Tarea inútil. Estábamos rodeados
por una muralla de gruesas paredes de nieve helada. Nadie comprendía
nada y cundió el pánico. Los teléfonos móviles, congelados, no
funcionaban, tampoco los fijos ni los ordenadores. Decidimos unir
nuestras fuerzas para escapar de allí, pero el esfuerzo conjunto de
todo el pueblo no consiguió ni siquiera resquebrajar la muralla de
nieve. No podíamos salir y no podíamos comunicarnos con el
exterior. Estábamos atrapados.
En
lo alto, la luna, con una especie de mueca burlesca, parecía reírse
de nosotros. Duna seguía plantada en el centro de la plaza, callada
y helada. A su alrededor no había nada ni nadie. El frío se seguía
apoderando del pueblo. En las casas no había suficiente ropa de
abrigo y tuvieron que abrirse armarios y arcones antiguos para buscar
mantas y gruesas chaquetas de lana. Por la noche, el olor invernal de
sopas y potajes invadió las cocinas. Las calefacciones no
funcionaban por lo que nos repartimos por las pcas casas que aún
conservaban la cocina de carbón o de leña. Tiramos los colchones en
el suelo y nos acurrucamos unos contra otros bajo abultadas y
pesadas capas de mantas. Aún así pasamos la noche tiritando.
Hoy,
al amanecer, el frío ya era insoportable. Los niños no paraban de
llorar mientras los mayores sujetábamos las lágrimas por dignidad
y vergüenza. Todos temblábamos de miedo y de frío. Preparamos
desayunos calientes y después, sin que nadie diera orden alguna, nos
reunimos en la plaza. Duna seguía allí, impasible, como un gélido
árbol navideño. La luna continuaba en lo alto, con su cara redonda,
blanca y brillante. Parecía no haberse enterado de que se había
acabado su turno y debía de dar paso al sol. Las horas avanzaban y
los dorados rayos no aparecían. Algunos adultos comenzaron a liberar
su llanto y sus gritos sin ningún tipo de pudor mientras los niños
lloraban con desconsuelo. No sabíamos qué hacer hasta que, de
pronto, alguien comenzó a cantar. Los demás lo seguimos. No
recuerdo la canción, pero en aquel momento reconocí la letra y la
música, pese a no haberla oído en mi vida y a no recordar ya nada
de ella. El cántico, en una lengua desconocida y extraña, nos unió
a todos en un amplío círculo alrededor de Duna. Ella también
reaccionó al oír la misteriosa melodía. Con suavidad, como si
temiera quebrar su menudo cuerpo, se tendió en el suelo. El círculo
se fue cerrando sobre ella. Después, el río de sangre corrió
lentamente sobre la capa de hielo, disolviéndola, como disolvió las
murallas, el frío y el miedo. La luna dio paso a un sol espléndido
que calentó la tierra y los corazones asustados. Sobre el empedrado,
un cuerpo adolescente con una cabellera larga y dorada. Los ojos,
abiertos, sin asombro. Los labios sin un asomo de súplica.
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