Ayer hizo mucho
calor y sin embargo Duna apareció helada. Fue un mal presagio y
aunque intenté no darle mucha importancia no fui capaz. Venía de
jugar con sus amigas en el lago, tenía hambre y quería la merienda.
Le hice un bocadillo de chocolate negro sin reparar mucho en ella,
hasta que se lo entregué y me di cuenta de que estaba empapada.
Pensé que se había atrevido a bañarse contraviniendo mis órdenes
pero me equivoqué, estaba sudando, pero no era un sudor normal, era
un sudor extraño que mojaba su piel volviéndola fría y pálida.
Le pregunté si se encontraba bien y de malos modos me contestó que
sí, que me dejara de tantas monsergas y la dejase ir de una vez, que
sus amigas la estaban esperando. La dejé ir, al fin y al cabo
parecía estar perfectamente, pero comencé a cavilar en lo ocurrido
a mi padre diez años atrás y en lo que le había dicho aquel médico
que en aquel momento todos tomamos como chiflado.
A papá le pasó
lo mismo que a Duna. Una noche regresó del trabajo y venía frío
como el témpano, a pesar de estar en pleno julio y bajo una ola de
calor de las que hacen historia. Mi madre se dio cuenta cuando le
rozó de manera casual y él, sin embargo, decía no notar nada
extraño y sentirse bien de salud. Aquellos episodios de frío sin
sentido se fueron repitiendo durante todo el verano de manera
intermitente, sobre todo cuando la climatología era calurosa en
extremo, y mi madre comenzó a preocuparse, más que papá, pues él
decía que eran imaginaciones suyas, que no estaba frío ni nada y
ante la insistencia de mi madre en ir al médico él contestaba con
rotundas negativas. No le pasaba nada y no iba a hacer el ridículo
yendo al médico estando estupendamente.
Con la llegada del
invierno la temperatura corporal de mi padre se normalizó y con el
paso de los meses aquellos episodios de frío inusual fueron cayendo
en el olvido, hasta que llegó de nuevo el verano y volvieron a
repetirse y esta vez de forma mucho más intensa, tanto que una
tarde, cuando regresó a casa de trabajar en el campo y se descalzó
en el patio para lavarse, tanto mi madre como él se percataron de
que los dedos de sus pies presentaban evidentes signos de
congelación. Los tenía endurecidos y de un alarmante color azulado.
Mamá lo acusó de haber estado en el río y metido los pies en el
agua durante demasiado tiempo, cosa que él negó rotundamente, venía
del campo, de la tierra, de recoger tomates y lechugas y por supuesto
tampoco encontraba explicación a lo que le ocurría, si él ni
siquiera tenía frío. Metió los pies en una tina con agua bien
caliente y al cabo de un rato volvieron a la normalidad, pero después
de una semana el asunto volvió a repetirse y entonces mi madre se
puso en sus trece y ordenó, de la forma en que suele ordenar ella
las cosas, sin derecho a réplica, que había que ir al médico.
Comenzó entonces
un trágico peregrinar por doctores que no encontraban explicación a
aquello. No tenía sentido que el cuerpo de mi padre presentara
claros síntomas de congelación con el verano tórrido que estaba
haciendo. Los remedios que le daban hacían efecto en el momento pero
nada más y, ahora sí, mi padre comenzó a notar que le fallaban las
fuerzas. Hasta que dieron con aquel doctor alemán de nombre
impronunciable que se interesó por el caso de papá. Nunca supimos
cómo se había enterado del problema, pero un día se presentó en
casa diciendo que él sí sabía lo que le ocurría a papá, aunque
desgraciadamente todavía no tenía la solución para ello. Al
principio todos nos mostramos reticentes. Aquel hombre llegado de tan
lejos tenía una apariencia extraña y jamás quiso decirnos cómo se
había enterado de la enfermedad de mi padre, pero finalmente,
dándonos cuenta de que era nuestra única tabla de salvación,
decidimos escucharle. Y lo que nos contó fue ciertamente
sorprendente. Nos habló del cambio climático, ese que no existe y
todos se empeñan en pensar y hacer pensar al pueblo llano que sí,
que existe y que acabará por exterminar a la humanidad del planeta.
-Nada de lo que
los científicos cuentan es cierto – nos explicó – no hay cambio
climático tal y como ellos lo exponen, los desajustes del clima se
deben únicamente a las evoluciones normales de la atmósfera. Como
ustedes sabrán hace millones de años ya hubo una era glacial que
terminó hace doce mil años y habrá más no se sabe cuando, pero la
habrá y no tendrá nada que ver con el hombre, se lo aseguro yo,
sino con la naturaleza, única y exclusivamente. Sin embargo lo que a
este hombre le ocurre sí se debe.... a la desaparición de la capa
de ozono. Hay personas que absorben este gas y se hacen muy
permeables a él. Ésta, y no otra, es la causa de su desaparición.
Les traspasa la piel y las mucosas y los va congelando poco a poco,
hasta que se les solidifica la sangre y llega la muerte. Sé que es
difícil de entender, de hecho les estoy planteando la situación sin
ninguna explicación científica pues no la comprenderían, pero es
la verdad, la única realidad que existe y que nadie quiere creer.
Por suerte la mayoría de los humanos no absorbemos ozono, de lo
contrario ya no estaríamos vivos. Según mis cálculos hay solo
ciento siete personas en el mundo con esta característica. La
mayoría de ellas ni se enteran. Suelen morir jóvenes, después de
haber sufrido algún episodio como los de su padre, pero por causas
aparentemente lógicas, una cáncer, una infarto, una muerte
súbita... Y hay algunas que llegando a cierta edad tienen la
capacidad de absorber tal cantidad de gas que mueren congeladas por
dentro. Y siento decirles que eso es lo que le está ocurriendo a su
esposo y padre. Desgraciadamente no tengo la solución y debo seguir
investigando. Hagan lo que quieran, pero yo no le llevaría a ningún
médico más, es inútil.
¿Pretendía
aquel medicucho del tres al cuarto que dejáramos morir a mi padre?
Mama lo echó de casa con cajas destempladas. Todos en la familia
estaban de acuerdo de que era un impostor y que oscuras intenciones
lo había traído a nosotros, todos menos yo, que secretamente busqué
al científico y quise saber más.
Aquella misma
noche lo encontré la única pensión que había en el pueblo y le
dije que yo sí le creía y que me gustaría que me explicara un poco
más sobre aquella extraña enfermedad.
-No le puedo
explicar mucho más. A su padre le quedan a lo sumo tres o cuatro
meses de vida, seguramente se dormirá y no volverá a despertar. Le
recomiendo que insistan para que le hagan la autopsia, así podrán
comprobar que yo tengo razón. Ah, y una cosa más, desgraciadamente
también he podido comprobar que siempre hay varios casos en la misma
familia. Es posible que usted, sus hermanos o sus descendientes
corran la misma suerte.
Mi padre falleció
seis semanas más tarde. Efectivamente se durmió una noche y no
despertó jamás. No tuve que insistir para que le hicieran la
autopsia, al tratarse de una muerte repentina era protocolario. El
forense no podía dar crédito cuando efectivamente comprobó que su
sangre estaba congelada. Durante una temporada no se habló de otra
cosa en el pueblo, lo cual no es de extrañar. Mi familia comprendió
que el médico alemán estaba en lo cierto, pero ninguno dijimos nada
al respecto y poco a poco el episodio fue quedando en el olvido de
todos. Fue como si la muerte de mi padre hubiese sido una muerte
normal, nunca más nadie habló de aquel frío extraño que lo había
llevado a la tumba. Creo que solo yo fui incapaz de olvidar. Y ayer
mi niña con ese frío....
*
Dos semanas
después Duna falleció de un desgraciado accidente. Jugaba junto al
lago con sus amigas y se cayó al agua. No sabía nadar y las otras
niñas nada pudieron hacer por su vida. Cuando llegó la ayuda la
pequeña ya se había muerto. Su madre, en medio de la desesperación,
de nuevo quiso saber más y antes de meter a su hija en el ataúd le
hizo un corte en su muñeca. La sangre estaba congelada. El alma de
la mujer también.
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