Siempre me trató
como una esclava el muy cabrón. Siempre. Desde el primer día que
pusimos pie en esta casa. Quién lo diría, con lo galante y
romántico que se mostraba cuando éramos novios... todo fachada. En
cuanto pasamos por la vicaría, hala, se acabaron los detalles y las
buenas palabras, en casa, a trabajar, siempre con el estropajo
en la mano, friega que te friega, porque esa era su obsesión,
tenerlo todo como los chorros del oro, que no digo yo que estuviera
mal, a nadie le gusta vivir en medio de la porquería, pero ni tanto
ni tan poco. Y ya no digamos cuando vinieron los hijos, cinco, uno
detrás de otro, que parecía yo una coneja. Y venga, a lavar
pañales, a poner biberones... para que luego salieran todos unos
desagradecidos como su padre, que nunca echaron una mano en casa para
nada. Vivían como si estuvieran en una pensión los muy ladinos Que
vida más perra. Pero como dice el refrán a todo puerco le llega su
San Martín. Tanta borrachera, tantas noches fuera de casa calentando
la cama de a saber qué mujeres de mala vida, tantas comilonas, le
acabaron pasando factura y ahí está, en la caja, pasado ya a mejor
vida, o a peor, porque si tienen razón esos que dicen que uno se
reencarna, él ahora mismo debe de ser una cucaracha. Pero bueno, por
fin se acabó todo. Ya estoy deseando que cierren el tanatorio y
poder dejar de derramar estas falsas lágrimas. Voy a llegar a casa,
relajarme en el sofá, servirme una copita de chinchón
y planificar mi
excursión a Benidorm con el club de jubilados. A ver si allí
encuentro a alguien que me de una alegría al cuerpo. Me ha llegado
la hora de vivir, y la voy a aprovechar, vaya que sí.
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