“Precisamente hoy, ocho de
septiembre de 1920, cumplo treinta años…” garabateó en su viejo
diario y lo dejó así en puntos suspensivos para continuarlo
después, cuando ya se fuese a acostar y tuviese muchas cosas
interesantes que contar, o por lo menos graciosas.
La joven vestía un luto
riguroso, prácticamente desde toda su juventud; primero se murió su
hermano, en el hundimiento del Titánic y en pocos años le siguió
su padre por vocación. Siempre amenazaba con quitarse la vida y un
día lo hizo, mientras limpiaba su escopeta de cazador, un nefasto
accidente, (eso dicen). Al año murió su madre, de pena, quiero
decir que estas catastróficas casualidades son de pena, la señora
madre se murió de un atropello. Sí. Todos accidentalmente. Estas
cosas pasan, desgraciadamente.
El luto no impedía reunirse
una vez a la semana con sus tres amigas, en su casa.
La primera en llegar era Flor,
una mujer muy hermosa, pero muy alta para su época, no había
encontrado ningún muchacho que la pretendiese, todos eran más
bajitos que ella y cuando se acercaban para sacarla a bailar y ella
se ponía en pie, le besaban la mano y se iban. Las otras dos eran
hermanas; llegaban juntas y casi siempre peleándose por el camino,
porque no se entendían al hablar ya que no se escuchaban. Ernestina
las llegaba a calmar, tanto a Berta como a su hermana Olvido. Berta,
la más mayor de las cuatro, llevaba el rosario en las manos, se
santiguaba muy frecuentemente, ésta manía la tenía ya por nervios
y cuando iba al salón de baile, lo hacía por desearse suerte, pero
gracias a esa manía los muchachos pasaban de largo. Con sus amigas
descubrió que una copita de chinchón le hace ver las cosas
distintas, y cuando se traga su segunda copa del “quita penas”
entonces la vida cambia, es más feliz. Olvido en la primera copa ya
se moría de risa y no se acordaba cuantos novios la llevaron a la
orilla del río. Pero no perdía la esperanza de recordarlos.
Comenzaba a enumerarlos y a describir los preliminares de cada uno. A
los quince años, un panadero que le acariciaba las piernas como si
amasase pan, un tendero que le introdujo dos dedos como rebuscando
cambio en la máquina registradora, un tratante que le azotaba las
nalgas como a una res, y así sucesivamente con un ingeniero de
caminos, un conductor de tranvía y… empieza a llorar porque a
sus veintiocho años no recuerda a qué se dedican los demás;
mientras Berta, su hermana, le lanza una mirada de desaprobación
cuando realmente le tiene envidia, ya que no sólo ha perdido la
virginidad hace años, es que ha estado con tantos que puede hacer
comparaciones. Flor sólo sonreía y gritaba “más chinchón”.
Las tres mujeres jóvenes,
pero solteronas para la época, rezaban el rosario al principio,
pidiendo perdón por divertirse. Seguidamente sacaban unas cartas de
baraja española, unos cigarrillos y el chinchón. Ponían una
gramola y empezaba la juerga, las risas, los cotilleos. Nadie de la
villa sabía cómo eran en realidad, cómo pensaban, para ellos eran
unas solteronas beatas, criticonas, muy simples y nada más.
Nadie turbaba sus jueves por
la tarde, hasta que ocurrió. Se oyen tres aldabonazos en la puerta.
Las cuatro mujeres que estaban reunidas en la sala de la planta de
arriba se sobresaltan, se miran entre sí, sorprendidas. Ernestina
baja a abrir mientras es espiada por las atentas miradas de sus
amigas.
No era ningún hombre
peligroso, tan sólo el nuevo maestro que venía a buscar las llaves
de la escuela, que por norma, custodiaba la joven solterona.
Terminada la presentación y recogida la llave, el maestro se despide
y procede a irse, pero se vuelve y le dice. “No conozco más que al
alcalde y me ha dicho que usted dispondría de habitación para
alquilarme”.
En principio a la dueña de la
casa le molestó bastante oír que el alcalde la había recomendado,
siempre la despreció y prohibió que se su hijo se casase con ella.
De aceptar al inquilino estaría en boca de todo el pueblo y hasta
ahora era impoluta de puertas para afuera, claro. Sus amigas en
susurros le pedían que lo aceptase y ella antes que nada quiso saber
si vendría su familia, y él le respondió lo que las cuatro querían
oír.
Ernestina decide aceptar al
huésped, así pues, todos contentos.
De nuevo las cuatro mujeres
reunidas y sentadas alrededor de la mesa camilla, se miran, beben
otra copa de chinchón y se distribuyen tareas para preparar la
habitación del maestro. Las amigas de la anfitriona intentan
tranquilizarla diciendo que nadie murmurará sobre ella, que ellas se
encargan. Pero los jueves deberán seguir existiendo como hasta
entonces.
A la hora volvió el maestro y
las amigas se despidieron.
Ernestina le dio unas normas
que él aceptó. Una de las cuales era que los jueves por la tarde
debía estar fuera de casa tres horas. El pueblo murmuraba, y aunque
sus tres amigas se encargaban de acallar las críticas, había un
habiente enrarecido en las reuniones que no le gustaban nada.
Y en ese tiempo ocurrían
cosas que antes no se hubiera imaginado ninguna. El maestro visitado
por Olvido, que coqueteó y lo acosó por toda el aula, él pegado a
la pared rozando el encerado lateral y borrando con su espalda la
tabla del cuatro. Consiguió un beso bien dado Pero interrumpido por
Ernestina que llegó a traerle al maestro una fiambrera de comida.
Otro día Pasó Flor, a recoger a su sobrino y con la sonrisa amable
del maestro que al ponerse en pie y remover el pelo de Miguelin, se
dio cuenta de que aquella mujer medía dos metros, por lo menos.
Berta se pasó otro día, para averiguar si era creyente.
Manuel, que así se llama el
maestro, es un hombre educado, de aspecto sobrio, con un bigote a la
moda de su época. Puntual en las comidas y en las cenas, tendente a
retirarse a su habitación después de cenar. Pero poco a poco se ve
una atracción entre la patrona y él, un rozar sin querer, unas
miradas furtivas… Así durante un año.
Justo cuando en la gramola
suena un charlestón entra Manuel sorprendiendo las reuniones
clandestinas de las cuatro solteronas. Ernestina corre a interrumpir
la música. Cada una pone una excusa y asume su papel de beata que ya
no es creíble para el profesor. Descubiertas no les queda más
remedio que continuar con la fiesta, bajo las miradas y sonrisas
cómplices de Ernestina y Manuel.
Berta hace sonar el disco,
mientras Olvido se le acerca y le pide fuego para su cigarrillo, lo
saca a bailar y cuando más se le acerca; Flor, aunque tímida, se lo
quita, hasta que él pasando en una de las vueltas al lado de
Ernestina, se ponen a bailar juntos. Berta pone una balada de piano y
clarinete, mientras Manuel y Ernestina se unen más para bailar.
Ernestina mira a Berta que
nunca estuvo con varón y silenciosamente, agarrando la mano de
Manuel y luego la de Berta se los lleva a su alcoba. Regresa
dejándolos allí y hace sonar un disco de Charlestón mientras
Olvido sirve otras tres copas de chinchón.
Después de media hora sale
Berta muy contenta y las amigas se acercan a besarla. Entonces la
siguiente en querer entrar es Olvido y Ernestina la detiene para asir
de la mano a Flor diciéndole al oído “acostados todos somos igual
de altos”. Y la introdujo en su alcoba, volvió y se sirvieron más
líquido embriagador. Olvido y Ernestina tenían mucha curiosidad.
Berta no paraba de santiguarse y decir: “esto lo tengo que
confesar, tengo que confesarlo” y Olvido le dice: “Te recuerdo
que rezamos el rosario precisamente para no contarle éstas cosas al
párroco. “ “¿Al cura no puedo?” y le dice Olvido “¿Estas
tonta? ¿Quieres que se excite el sacerdote a tu costa?” “bueno
pues os lo cuento a vosotras pero sin muchos detalles” “con
todos, con todos los detalles” Le dice Olvido.
Abanicos batiendo, agua en
lugar de anís. Y a la media hora salió Flor a la sala, aun parecía
más bella y flotaba. Olvido se va corriendo a la alcoba y
seguidamente pusieron un disco del charlestón más movido y con más
volumen para no oír a la más voraz de las amigas.
Después de un rato sale
Olvido y deciden irse cada una a su casa. Se cruzan besos en el
aire, se dicen adiós con las manitas alegres y recogen sus rosarios.
Mientras bajan la escalera de la sala para salir a la calle y
regresar a sus respectivas casas van asumiendo su personaje de beatas
a diario.
Ernestina lleva un vaso de
leche caliente y unas galletas a su alcoba. Y Él abre los ojos
cuando la siente dejar el alimento sobre la mesilla, entonces la
agarra por la cintura tirándola sobre él.
- ¿Aún te quedan ganas?
- De ti siempre, (le dice él) Pero no entiendo por qué he tenido que pasar por todo esto para estar contigo.
- (Ernestina le contesta rápida)Las murmuraciones son la antesala de la realidad. Y Para que no haya rumores es mejor compartir secretos.
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