Creo que me ha
llegado la hora de abandonar mi virginidad.
Sí, ya sé que es difícil de
creer que yo con sesenta años todavía conserve mi preciada flor,
pero es que siempre fui una persona muy religiosa y ya se sabe, el
sexto dice que no hay que cometer actos impuros, y los mandamientos
siempre intenté cumplirlos a rajatabla, como buena católica. Es
verdad que algún momento de debilidad tuve, al fin y al cabo soy
humana y como humana soy imperfecta y pecadora. Claro que siempre
confesaba mis faltas con don Gervasio, el sacerdote, que era muy
comprensivo y sobre todo muy guapo, guapísimo, que no se yo por qué
desperdició su vida siendo cura. Pero qué tonterías digo, si al
fin y al cabo también la he desperdiciado yo no disfrutando de
ciertos placeres mundanos. Bueno en realidad disfrutar sí que
disfruté, desde una noche en que a causa de unos dolores de
espalada me tuve que colocar un cojín entre las piernas y con el
roce en salva sea la parte descubrí un mundo de felicidad
indescriptible. Y otro día con el chorrito de la ducha... en fin, no
voy a dar detalles escabrosos, pero de vez en cuando me daban unos
extraños sofocos que nada tenían que ver con la menopausia y yo me
aliviaba como podía. Sí, después me confesaba con don Gervasio,
aunque arrepentida, arrepentida... la verdad es que no estaba. El
caso es que me harté de tanta mojigatería y lo que confesé a don
Gervasio hace dos meses fue que estaba perdidamente enamorada de él.
Y resultó que el amor era mutuo. Ahora estamos preparando nuestra
boda, por la Iglesia, por supuesto y si Dios no lo remedia, que
espero que no lo remedie, diré adiós a mi virginidad para siempre,
que ya era hora.
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