La vi saltar desde la ventana.
No sé si fue un poder divino lo que
me hizo mirar hacia arriba antes de cruzar la calle, y allí la vi:
sentada en el alfeizar de la ventana con las piernas colgando por la
fachada del edificio.
No fue realmente un salto. Tal como
estaba, le bastó con un leve empujón de sus manos para dejarse
caer, mirándome, porque aunque a esa distancia era imposible
distinguir sus rasgos, sentí sus ojos sobre mí.
Y yo me quedé mirando la ventana,
abierta y grotesca, tan distinta a sus gemelas, todas cerradas, la
mayoría sin luz, dejando fuera la noche y el frío.
¿Acababa ella de salir por la
ventana? ¿O ya llevaba un rato allí, reuniendo valor o esperando el
momento adecuado? Quizás no quería estar sola esos últimos
instantes. Quizás necesitaba esa última mirada.
El ruido de su cuerpo contra la
acera no fue nada espectacular, incluso decepcionante desde un punto
de vista narrativo, pero me hizo dejar de mirar la ventana y mirarla
a ella, tendida boca abajo, piernas y brazos en una posición
imposible.
Yo me quedé inmóvil, convirtiendo
mi trocito de acera en una isla y la carretera que había enmedio en
una muralla que pudiera dejarme aislado de lo que acababa de pasar.
Salió alguien del bar, único sitio
con vida visible a aquellas horas. Y me imagino que los teléfonos
empezaron a disparar en todas direcciones porque en unos instantes su
cuerpo muerto estaba rodeado de gente, algunos en pijama.
Y empezaron a escucharse las
sirenas. Al principio lejanas, pero rápidamente llenaron la calle de
ruido y luces. Una ambulancia, dos coches de la policía.
Y yo aún sin moverme, como un
espectador extraño, hasta que alguien miró hacia mi lado de la
calle y me reconoció.
Han pasado varios años. Y aún hay
noches que se me hacen muy largas. Noches en las que el sueño no
viene ni ayudado por el whisky. Y en esas noches eternas, en la
soledad de mi cama, lo que me atormenta no es esa última mirada, ni
su cuerpo sin vida en el suelo. No es el recuerdo de las extrañas
conversaciones con policías y psicólogos. No es el atronador sonido
de las sirenas, que no podia dejar de escuchar los primeros días.
La voz que mi mente no puede acallar
es mi propia voz, cuando aquella mañana, mientras ella lloraba en
silencio, yo le gritaba: déjame, ya no tiene sentido.
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