Déjame - Clara Conde

                                     






La vi saltar desde la ventana.
No sé si fue un poder divino lo que me hizo mirar hacia arriba antes de cruzar la calle, y allí la vi: sentada en el alfeizar de la ventana con las piernas colgando por la fachada del edificio.
No fue realmente un salto. Tal como estaba, le bastó con un leve empujón de sus manos para dejarse caer, mirándome, porque aunque a esa distancia era imposible distinguir sus rasgos, sentí sus ojos sobre mí.
Y yo me quedé mirando la ventana, abierta y grotesca, tan distinta a sus gemelas, todas cerradas, la mayoría sin luz, dejando fuera la noche y el frío.
¿Acababa ella de salir por la ventana? ¿O ya llevaba un rato allí, reuniendo valor o esperando el momento adecuado? Quizás no quería estar sola esos últimos instantes. Quizás necesitaba esa última mirada.
El ruido de su cuerpo contra la acera no fue nada espectacular, incluso decepcionante desde un punto de vista narrativo, pero me hizo dejar de mirar la ventana y mirarla a ella, tendida boca abajo, piernas y brazos en una posición imposible.
Yo me quedé inmóvil, convirtiendo mi trocito de acera en una isla y la carretera que había enmedio en una muralla que pudiera dejarme aislado de lo que acababa de pasar.
Salió alguien del bar, único sitio con vida visible a aquellas horas. Y me imagino que los teléfonos empezaron a disparar en todas direcciones porque en unos instantes su cuerpo muerto estaba rodeado de gente, algunos en pijama.
Y empezaron a escucharse las sirenas. Al principio lejanas, pero rápidamente llenaron la calle de ruido y luces. Una ambulancia, dos coches de la policía.
Y yo aún sin moverme, como un espectador extraño, hasta que alguien miró hacia mi lado de la calle y me reconoció.
Han pasado varios años. Y aún hay noches que se me hacen muy largas. Noches en las que el sueño no viene ni ayudado por el whisky. Y en esas noches eternas, en la soledad de mi cama, lo que me atormenta no es esa última mirada, ni su cuerpo sin vida en el suelo. No es el recuerdo de las extrañas conversaciones con policías y psicólogos. No es el atronador sonido de las sirenas, que no podia dejar de escuchar los primeros días.
La voz que mi mente no puede acallar es mi propia voz, cuando aquella mañana, mientras ella lloraba en silencio, yo le gritaba: déjame, ya no tiene sentido.








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