Los
padres de Sara le habían prometido el año anterior que al cumplir
quince años podría ir a las fiestas del pueblo con la única
compañía de sus amigas. Ese día había llegado y la niña al
despertar tenía una ilusión inmensa. Se levantó de un salto a
mirar por la ventana, acto seguido, su alegría se desvaneció. El
hombre del tiempo había fallado de nuevo y lo que creía que sería
una tarde emocionante y divertida se había convertido en una tarde
de lluvia aburrida. El aburrimiento duró poco. Unas voces la sacaron
de su letargo, eran sus amigas al otro lado del muro que bajo
sus paraguas la venían a buscar. Sara sonrió, cogió su
impermeable, su paraguas y se fue entre risas con ellas. Llegaron a
la plaza y le enseñaron a Sara el calimocho que tenían escondido.
Bebían, se reían, bailaban, gritaban y entonces Sara se desmayó.
“Cuando se tienen quince años, no importa la lluvia la cosa es
divertirse”. Le dijo una de las niñas al padre de Sara. Y él
asombrado abrió la boca para decir algo, la miró de arriba abajo y
se contuvo las ganas de darle una bofetada, luego se fue a saber de
su hija en el mostrador de urgencias.
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