Raros - Cristina Muñiz Martín


                                                    


Los llamaban raros. Tenían un piso céntrico, amplio y luminoso y, sin embargo, se trasladaron a un pequeño apartamento situado diez calles más abajo. Vivían allí, pero, todos los días, pasaban por el piso grande cargados de comida y ropa sucia. Allí se duchaban, lavaban la ropa y cocinaban para no manchar su apartamento. Después, se largaban sin preocuparse del desorden y la suciedad que iban dejando a su paso.
La gente y la familia murmuraban: Son raros. Muy raros.
Entrada la noche, sobre la una de la madrugada, de regreso de su deambular diario por los bares de la zona, paraban en el piso grande. La música repetitiva de la canción “Déjame” de Los Secretos, entremezclada con el estruendo producido por las sillas al caer al suelo, los libros y los platos que volaban por el aire buscando un cuerpo donde detenerse, los gritos y los llantos, sacaban a los vecinos de su sueño.
Y todos pensaban: Son raros. Muy raros.
Pasado un tiempo, cesaban la música, los gritos, los lloros y los golpes. La puerta se abría y los dos, como una pareja de recién casados, se dirigían hacia el ascensor con las manos entrelazadas. Ya en la calle, caminaban, tambaleantes, apoyándose uno en el otro, hacia su apartamento, su verdadera casa, su cama de amor.
En el piso grande dejaban los restos de la lucha: la ropa desgarrada o con vómitos, las sillas y los platos rotos, los reproches, las lágrimas, los gritos y el miedo. Atrás dejaban también la canción que escupía las palabras que ellos no sabían o no querían pronunciar. La canción que se habían dedicado mutuamente cuando su amor se volvió tan inestable como sus pasos en la noche.
En el apartamento nuevo, libre de suciedad y malos recuerdos, habían recobrado la calma y la felicidad perdida. Y cuando al despertar, el espejo les mostraba las cicatrices de las batallas nocturnas, ellos las ignoraban como si pertenecieran a un extraño. Se miraban, sonreían y salían a disfrutar de la luz del día, siempre cogidos de la mano, paseando felices su amor recuperado.
Más tarde, en la noche, su cerebro, embriagado nuevamente de alcochol y de sombras, les devolvía la imagen del espejo, haciendo estallar una nueva tormenta que, como todas las anteriores, quedaba abandonada en el piso viejo.
Los llamaban raros.






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