Los
llamaban raros. Tenían un piso céntrico, amplio y luminoso y, sin
embargo, se trasladaron a un pequeño apartamento situado diez
calles más abajo. Vivían allí, pero, todos los días, pasaban por
el piso grande cargados de comida y ropa sucia. Allí se duchaban,
lavaban la ropa y cocinaban para no manchar su apartamento.
Después, se largaban sin preocuparse del desorden y la suciedad que
iban dejando a su paso.
La
gente y la familia murmuraban: Son raros. Muy raros.
Entrada
la noche, sobre la una de la madrugada, de regreso de su deambular
diario por los bares de la zona, paraban en el piso grande. La música
repetitiva de la canción “Déjame” de Los Secretos,
entremezclada con el estruendo producido por las sillas al caer al
suelo, los libros y los platos que volaban por el aire buscando un
cuerpo donde detenerse, los gritos y los llantos, sacaban a los
vecinos de su sueño.
Y
todos pensaban: Son raros. Muy raros.
Pasado
un tiempo, cesaban la música, los gritos, los lloros y los golpes.
La puerta se abría y los dos, como una pareja de recién casados, se
dirigían hacia el ascensor con las manos entrelazadas. Ya en la
calle, caminaban, tambaleantes, apoyándose uno en el otro, hacia su
apartamento, su verdadera casa, su cama de amor.
En
el piso grande dejaban los restos de la lucha: la ropa desgarrada o
con vómitos, las sillas y los platos rotos, los reproches, las
lágrimas, los gritos y el miedo. Atrás dejaban también la canción
que escupía las palabras que ellos no sabían o no querían
pronunciar. La canción que se habían dedicado mutuamente cuando su
amor se volvió tan inestable como sus pasos en la noche.
En
el apartamento nuevo, libre de suciedad y malos recuerdos, habían
recobrado la calma y la felicidad perdida. Y cuando al despertar, el
espejo les mostraba las cicatrices de las batallas nocturnas, ellos
las ignoraban como si pertenecieran a un extraño. Se miraban,
sonreían y salían a disfrutar de la luz del día, siempre cogidos
de la mano, paseando felices su amor recuperado.
Más
tarde, en la noche, su cerebro, embriagado nuevamente de alcochol y
de sombras, les devolvía la imagen del espejo, haciendo estallar una
nueva tormenta que, como todas las anteriores, quedaba abandonada en
el piso viejo.
Los
llamaban raros.
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