No me dejó - Marian Muñoz




Últimos coletazos del verano antes de comenzar un nuevo curso en el Instituto, el más importante y definitivo. Diariamente nos acercábamos para ver si habían salido las listas de los libros, los horarios y el material que necesitábamos para las clases. Nuestro último año, luego, iba a ser nuestro pase a la edad adulta, donde elegiríamos qué hacer en el futuro, si seguir estudiando o trabajar.
Todas las mañanas Paqui y yo subíamos la cuesta que nos llevaba al Centro y vuelta a su casa, donde impepinablemente escuchábamos la canción de los Secretos, Déjame. Ella cantando a grito pelado mientras bailaba y gesticulaba sin parar. No me disgustaba la canción, aunque yo era más de Julio Iglesias y Camilo Sesto, pero allí estaba ella con su…:
Déjame, no juegues más conmigo,
esta vez, en serio te lo digo
tuviste una oportunidad,
y la dejaste escapar…”

Había discutido con su novio, una buena riña, y se habían dejado. Era una manera de aliviar su sufrimiento, lo entendía como amiga, pero día tras día, mañana tras mañana, me harté y acabé odiando la dichosa canción.
Comenzado el curso, por las tardes, nos juntábamos a estudiar en su casa o en la mía, pero pronto tuve que abandonarla, porque seguía cantando…:
Déjame, no vuelvas a mi lado,
una vez, estuve equivocado,
pero ahora todo eso pasó,
no queda nada de ese amor…”

No era capaz de concentrarme con los deberes. Aquella temporada en mi casa no paraba de haber broncas, por lo que mis libros y yo acabamos en la biblioteca para tener un poco de silencio y poder estudiar.
Mis compañeras de clase dudaban si estudiar Medicina, Derecho, Filosofía o Biología, yo aún no tenía claro qué quería hacer, hasta que un día nos llevaron de excursión a la Universidad. Hicieron una presentación de las carreras que impartían, nos enseñaron las aulas donde daban las clases, la biblioteca y el Departamento de Historia, con algunos incunables, retratos de personajes históricos y fotos de los trabajos que los de arqueología realizaban por el verano.
Eso sí que me interesó.
Empecé a buscar información acerca de ese tema y cuanto más leía, más incitaba mi curiosidad, decidí hacerme arqueóloga.
Cuando lo conté en casa fue la hecatombe.
Mi hermano Ángel trabajaba de bedel en un banco, mi hermano Fran era aprendiz de fontanero, y yo estaba destinada a ser secretaria, pues cuando me arreglaba era muy mona y daba el tipo.
El disgusto fue tremendo, ¡quería morirme!, no me dejaban elegir. Por último mi madre alegó que la matrícula de la Universidad costaba mucho y ellos no podían pagarla.
No me quedé con el no, comencé a cavilar cómo podía conseguir dinero para costear los gastos de la Universidad.
En mis ratos libres de clase trabajé en la frutería de Doña Purita, una vieja adorable con reuma, y que vio el cielo abierto cuando le ofrecí mis servicios por un módico precio más las propinas. Pero con eso no me bastaba, así que camelé a mi abuela para que me hiciera un préstamo, el cual devolvería en cuanto comenzara a trabajar. Y por último y más costoso, empecé a estudiar como una posesa para sacar buenas notas y poder tener acceso a una beca.
Saqué el curso con buenos resultados, me presenté al examen de acceso a la Universidad, y lo bordé, ahora sólo quedaba convencer al carca de mi padre para que me diera permiso, a pesar de que no tendría que poner un duro de su bolsillo.
Me costó lo mío pero lo conseguí, estudié historia y me especialicé en arqueología, mientras tanto trabajaba en la tienda de Doña Purita, daba clases de recuperación a niños y además apretaba bien los codos para que siguieran dándome la deseada beca para poder pagarme los estudios.
Así sobreviví hasta llegar al último curso en que solicité beca para trabajar en un asentamiento arqueológico. Mi primera opción era en Italia, cerca de Pompeya, pero esa excavación estaba muy cotizada, así que me tocó ir a Egipto. Cuando di la noticia en casa se pusieron como locos, no querían que fuera ni bien ni mal.
¿Qué iba a hacer yo entre aquellas gentes que no eran cristianas?
Me daba igual, quería ir y me fui.
Iban a ser dos años, muy duros, seguro, pero me hacía ilusión, y aquel curso comencé a estudiar inglés, francés y algo de árabe, para poder defenderme en el día a día de aquel lejano país.
Llegué allí, me instalé y coincidí en la excavación con estudiantes de otras nacionalidades. El primer año fue muy duro, el calor, la barrera del idioma, las costumbres y la comida, resultaba todo tan distinto que lo pasé bastante mal. El ambiente de trabajo era bueno, pero las miradas que percibíamos, mi compañera Nadine y yo, por parte de los obreros egipcios, eran muy incomodas. El Arqueólogo Jefe y el Supervisor del Gobierno eran personas muy amables con las que llegué a aprender mucho y me ayudaron en mi tesis doctoral.
Los trabajos los realizábamos en el desierto, sobre la arena, malamente tapados con lonas que no impedían traspasar el calor infernal que hacía allí. Mis compañeros estaban siempre con el casette encendido y los auriculares puestos escuchando su música favorita para poder evadirse un poco de las condiciones tan duras que padecíamos, pero a mi lo que me gustaba era el sonido de la brocha esparciendo la arena hacia los lados para finalmente recogerla en un cubo que era sacado al exterior. Cuando el sonido era distinto es que allí había algo más, la alegría de localizar un trozo de vasija o de cuero, o el éxito de tropezar con algo más importante, me resarcía de los agobios pasados.
Un buen día el Arqueólogo Jefe y el Supervisor tuvieron que acudir a una reunión en la capital, dejándonos solos en la excavación. Estaba algo intranquila porque temía que los obreros, sin los jefes, pudieran sobrepasarse y tanto Nadine como yo parecíamos objeto de sus deseos. Los chicos habían llevado un radio casette de pilas y tras sintonizar una radio extranjera, disfrutamos de la música mientras trabajábamos.
Al principio me molestaba un poco y no me dejaba oír bien el sonido de mi brocha, pero de repente oí las notas de los primeros acordes de una canción.
Mi subconsciente la reconoció al instante, y como si fuera un muelle, me levanté y comencé a bailar, gesticular y berrear aquella canción, igual que mi amiga Paqui unos años atrás.

Déjame, ya no tiene sentido,
es mejor que sigas tu camino,
que yo el mío seguiré,
por eso ahora déjame…”

“No hay nada que ahora ya, puedas hacer
porque a tu lado yo,
no volveré, no volveré…”

En aquella radio se había colado un vestigio de mi pasado, de mi casa, y el subidón de adrenalina me animó para el resto de días que allí me quedaban, también a mis compañeros, porque tras el susto que se llevaron al verme reaccionar de aquella manera, me secundaron, y sin entender palabra de la letra, comenzaron a bailarla.
Los obreros egipcios pensaron al principio que habíamos caído en la maldición de la momia que andábamos buscando y se alejaron de nosotros.
A partir de aquel día, en el autobús que nos llevaba de vuelta al hotel, siempre cantábamos esa canción, mis compañeros con acento guiri y yo animándoles con los mismos movimientos que había visto tantas veces hacer a Paqui.
¡Qué recuerdos!
Ya han pasado unos cuantos años, tantos que el próximo me jubilaré en mi puesto de Supervisora del British Musseum de Londres.
He seguido en contacto con Egipto al visitar las excavaciones que patrocina el museo y veo como año tras año cambian los estudiantes, pero la ilusión por descubrir vestigios del pasado sigue estando intacta a pesar del cambio generacional.
No penséis que porque soy mayor y me voy a jubilar pronto me siento vieja o alicaída, ¡que va! Cuando veo acercar la tristeza, me cojo mi Iphone5 con los cascos, me doy un garbeo por la Sección Egipcia del museo, conecto la canción de los Secretos y me pongo a bailar y cantar delante de las momias, testigos mudos de mi actuación, bueno y Andrew el guarda de seguridad del museo.

Déjame, ya no tiene sentido,
es mejor que sigas tu camino,
que yo el mío seguiré,
por eso ahora déjame…”

“Tuviste una oportunidad
y la dejaste escapar...”

Para vuestra curiosidad os diré que mi amiga Paqui se reconcilió con su novio, y actualmente son felices padres y abuelos.





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