Feliz - Isabel Marina

                                      
 Sergio cerró al fin la puerta de su piso de alquiler. Ya estaban todas las cajas arriba, en un gran montón que ocupaba la mitad de la sala. Miró a su alrededor. Casi estaba oscureciendo y encendió la luz. Las bombillas peladas le causaron una sensación de sordidez, de extrañeza y abandono. Los muebles eran viejos, y estaban gastados. La prisa por mudarse le había hecho escoger ese piso, y su estado de ánimo parecía reflejarse en aquel ambiente de cortinas raídas y frío suelo de baldosa de sabe Dios cuántos años de antigüedad.
Sergio se sentó en el desvencijado sofá y miró a su alrededor. En esto habían acabado diez años de matrimonio. No podía apartar de su cabeza las últimas palabras que le había dirigido ella: “No tengo claros mis sentimientos. Es mejor que te vayas un tiempo”.
Y eso era justo lo que había hecho, de forma callada y silenciosa, sin un reproche. Sergio recordó aquella frialdad de los últimos meses, ese distanciamiento que no había podido comprender, ese ir perdiéndose poco a poco la comunicación, esas faltas de ganas de hacer el amor. Todo eran señales, y no había sabido interpretarlas, hasta que un amigo le había dicho que la habían visto con un hombre besándose en la Castellana. Luego se lo había confesado ella, mirando al suelo. Había otra persona. Le conocía desde hacía unos meses, un compañero de trabajo. Poco a poco, según explicó, había ido surgiendo una amistad entre ellos y creía estar enamorándose. Sergio no pudo responder siquiera. Y cuando ella salió de la habitación se quedó mirando a la pared. Le estallaba la cabeza. De repente, se sintió vencido.
En dos semanas había encontrado el piso, con lo difícil que era encontrar un piso en Madrid. Pero la verdad es que le daba igual donde meterse, y había elegido el más barato. Una habitación pintada de azul y una sala con cocina americana. Sobre las desiertas paredes, una lámina de los anteriores inquilinos, que decía: “Sé feliz”
Sergio se acostó con el móvil encendido, esperando, como desde hacía días le ocurría a todas horas, una llamada de Marta, un “quiero hablar contigo”. Ya sabía que eso era no tener dignidad, pero le daba igual. Se durmió oyendo los maullidos de un gato. Será de algún vecino, pensó.
Una semana después, Sergio había colocado ya el contenido de las cajas en los frágiles muebles del piso. Llegaba cansado, ya de noche, después del trabajo, en una empresa de informática, y tras cenar cualquier cosa, se sentaba frente a ese cartelito que decía “Sé feliz”, que a ratos le enfurecía. Cómo iba a ser feliz si la persona que más quería le había dejado de amar, cómo. Estaba en un estado de shock, haciéndose miles de preguntas. Cómo había podido enamorarse de otro. Por qué simplemente le había dicho que se fuera un tiempo y no había preferido pedirle el divorcio. Y como siempre con el móvil encendido, se dormía escuchando los maullidos del gato. Los amigos le llamaban, preocupados por él, incluso su hermana se presentaba en casa con cualquier excusa: Sergio, le decía, tienes que salir, ven a casa a comer con nosotros el sábado. Pero no tenía ganas.
Una tarde, al volver del trabajo, en el portal de su casa, vio un gato blanco y gris, que le miraba y ladeaba la cabeza. El gato se le acercó y Sergio le acarició. Tal vez era el gato que maullaba por las noches, pensó. Cuando cerró la puerta, el gato se le quedó mirando y rozó con sus patitas la puerta. Tal vez se haya perdido, pensó, y lo cogió en sus brazos. No sabía por qué, pero le producía ternura aquel ser desvalido. Se encontró con una vecina que salía del ascensor y le preguntó: ¿Sabe usted si este gato es de algún vecino? No, le dijo.
Miró al gato que se recostaba contra su cuello, zalamero. Y antes de haberlo pensado siquiera lo subió a su casa y se sentó con él en el sofá. El gato se acurrucó entre sus piernas. Sergio elevó la mirada a la pared y volvió a leer una vez más el cartel: “Sé feliz”.
Cuatro semanas después, el gato, al que bautizó con sorna “Feliz” dormía en su cama y se sentaba siempre a su lado en el sofá. En realidad, se comportaba como un perro. Le seguía a todas partes y buscaba constantemente su atención.
Cuando llegaba a casa, “Feliz” le estaba esperando y no había más remedio que jugar y dedicarle tiempo. Era un gato joven, según le habían dicho en el veterinario, fuerte y muy activo. Poco a poco, se iba convirtiendo en el rey de la casa, con sus saltos, sus arrumacos, incluso lametones le daba. Y luego, por las noches, se echaba junto a él como buscando protección.
Los días fueron pasando, y poco a poco el dolor por Marta iba cambiando a una especie de cansancio. Sergio recordaba los episodios felices con ella, pero también sus cambios de humor y todas las cosas que había hecho por ella sin estar plenamente convencido, como acudir a aquella fiesta de snobs. A Marta le gustaba siempre figurar, tal vez por una falta de autoestima, ser la reina en los saraos sociales. Y él siempre era “el marido de Marta”. Se sentía siempre un poco desplazado, con un dolor pequeño en un rincón de su alma al que no daba importancia, al que no quería dar importancia. Luego estaba la cuestión del dinero. Marta siempre quería los últimos bolsos, los últimos zapatos, los más caros. Derrochaba a manos llenas, y aunque él había intentado hablarlo con ella no atendía a razones.
Llevaban ya más de un mes juntos Sergio y el gato, jugando por las noches. El gato salía a buscarle a la puerta y a partir de ahí sólo quería juerga. Entre el trabajo, y las actividades nocturnas con el gato, Sergio se olvidaba muchas veces del móvil, de esperar la llamada.
Un día, decidió quedar con unos amigos, los de siempre, los de toda la vida, a los que veía muy de vez en cuando porque a Marta no le gustaban demasiado. La cena fue muy agradable, recordando viejos tiempos, la juventud y todo lo que habían vivido juntos. De repente, se dio cuenta de que se estaba riendo con las anécdotas que relataban, como cuando de adolescentes habían entrado en la vieja casa abandonada y se habían encontrado con un mendigo.
Sergio volvió esa noche con la palabra “mendigo” dándole vueltas en su cabeza. Sí, definitivamente, él había sido un mendigo de Marta, había estado siempre pendiente de ella, de sus caprichos, de lo que le apetecía o no le apetecía hacer. Esa noche, por primera vez, Sergio se enfadó consigo mismo por haberla consentido tanto. Como cuando se le encaprichó aquel reloj tan caro que hubo que financiar a plazos. Como cuando ella se enfadaba por cualquier cosa y él agachaba la cabeza, o no se atrevía a rebatirla, porque siempre salía ganando.
Poco a poco, el piso de alquiler se le fue haciendo menos inhóspito. Incluso había puesto algunas láminas en las paredes, de paisajes alegres y playas paradisiacas. Un día, se presentaron varios amigos con comida preparada y botellas de vino, y pasaron una tarde de risas, con Feliz, que no era un gato nada tímido, remoloneando en busca cualquier trozo de comida.
Ya habían pasado tres meses cuando su amigo Carlos le llamó para verle. Quedaron en una cafetería del centro. Quería hablarle de Marta, de cómo se encontraba, y contarle algo. Después de muchos circunloquios, Carlos se atrevió a decírselo. Aquel hombre vivía con Marta en el piso de los dos. Consideraba que debía estar enterado.
Sergio volvió a su casa en un estado de agotamiento físico y moral. Ya estaba cansado, pensó. Y fueron pasando los días, irremisiblemente, Del trabajo a casa, a jugar con Feliz, y algún fin de semana con los amigos. Procuraba no pensar en ella, procuraba entretenerse leyendo, viendo la tele, dando paseos.
Una noche, medio dormido en el sofá, con el gato a sus pies, sonó el teléfono. Era ella. Quería hablar con él. Había esperado tanto tiempo esa llamada, que Sergio sintió una especie de vacío interior, de pesadez en todos los músculos. Frente a él, el cartelito de “Sé feliz”, y el gatito que le miraba insistentemente.
No lo pensó. Le salió del alma. “Marta. Ya no. Se acabó”.






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