Sergio
se sentó en el desvencijado sofá y miró a su alrededor. En esto
habían acabado diez años de matrimonio. No podía apartar de su
cabeza las últimas palabras que le había dirigido ella: “No tengo
claros mis sentimientos. Es mejor que te vayas un tiempo”.
Y
eso era justo lo que había hecho, de forma callada y silenciosa, sin
un reproche. Sergio recordó aquella frialdad de los últimos meses,
ese distanciamiento que no había podido comprender, ese ir
perdiéndose poco a poco la comunicación, esas faltas de ganas de
hacer el amor. Todo eran señales, y no había sabido
interpretarlas, hasta que un amigo le había dicho que la habían
visto con un hombre besándose en la Castellana. Luego se lo había
confesado ella, mirando al suelo. Había otra persona. Le conocía
desde hacía unos meses, un compañero de trabajo. Poco a poco, según
explicó, había ido surgiendo una amistad entre ellos y creía estar
enamorándose. Sergio no pudo responder siquiera. Y cuando ella
salió de la habitación se quedó mirando a la pared. Le estallaba
la cabeza. De repente, se sintió vencido.
En
dos semanas había encontrado el piso, con lo difícil que era
encontrar un piso en Madrid. Pero la verdad es que le daba igual
donde meterse, y había elegido el más barato. Una habitación
pintada de azul y una sala con cocina americana. Sobre las desiertas
paredes, una lámina de los anteriores inquilinos, que decía: “Sé
feliz”
Sergio
se acostó con el móvil encendido, esperando, como desde hacía días
le ocurría a todas horas, una llamada de Marta, un “quiero hablar
contigo”. Ya sabía que eso era no tener dignidad, pero le daba
igual. Se durmió oyendo los maullidos de un gato. Será de algún
vecino, pensó.
Una
semana después, Sergio había colocado ya el contenido de las cajas
en los frágiles muebles del piso. Llegaba cansado, ya de noche,
después del trabajo, en una empresa de informática, y tras cenar
cualquier cosa, se sentaba frente a ese cartelito que decía “Sé
feliz”, que a ratos le enfurecía. Cómo iba a ser feliz si la
persona que más quería le había dejado de amar, cómo. Estaba en
un estado de shock, haciéndose miles de preguntas. Cómo había
podido enamorarse de otro. Por qué simplemente le había dicho que
se fuera un tiempo y no había preferido pedirle el divorcio. Y como
siempre con el móvil encendido, se dormía escuchando los maullidos
del gato. Los amigos le llamaban, preocupados por él, incluso su
hermana se presentaba en casa con cualquier excusa: Sergio, le decía,
tienes que salir, ven a casa a comer con nosotros el sábado. Pero no
tenía ganas.
Una
tarde, al volver del trabajo, en el portal de su casa, vio un gato
blanco y gris, que le miraba y ladeaba la cabeza. El gato se le
acercó y Sergio le acarició. Tal vez era el gato que maullaba por
las noches, pensó. Cuando cerró la puerta, el gato se le quedó
mirando y rozó con sus patitas la puerta. Tal vez se haya perdido,
pensó, y lo cogió en sus brazos. No sabía por qué, pero le
producía ternura aquel ser desvalido. Se encontró con una vecina
que salía del ascensor y le preguntó: ¿Sabe usted si este gato es
de algún vecino? No, le dijo.
Miró
al gato que se recostaba contra su cuello, zalamero. Y antes de
haberlo pensado siquiera lo subió a su casa y se sentó con él en
el sofá. El gato se acurrucó entre sus piernas. Sergio elevó la
mirada a la pared y volvió a leer una vez más el cartel: “Sé
feliz”.
Cuatro
semanas después, el gato, al que bautizó con sorna “Feliz”
dormía en su cama y se sentaba siempre a su lado en el sofá. En
realidad, se comportaba como un perro. Le seguía a todas partes y
buscaba constantemente su atención.
Cuando
llegaba a casa, “Feliz” le estaba esperando y no había más
remedio que jugar y dedicarle tiempo. Era un gato joven, según le
habían dicho en el veterinario, fuerte y muy activo. Poco a poco, se
iba convirtiendo en el rey de la casa, con sus saltos, sus arrumacos,
incluso lametones le daba. Y luego, por las noches, se echaba junto a
él como buscando protección.
Los
días fueron pasando, y poco a poco el dolor por Marta iba cambiando
a una especie de cansancio. Sergio recordaba los episodios felices
con ella, pero también sus cambios de humor y todas las cosas que
había hecho por ella sin estar plenamente convencido, como acudir a
aquella fiesta de snobs. A Marta le gustaba siempre figurar, tal vez
por una falta de autoestima, ser la reina en los saraos sociales. Y
él siempre era “el marido de Marta”. Se sentía siempre un poco
desplazado, con un dolor pequeño en un rincón de su alma al que no
daba importancia, al que no quería dar importancia. Luego estaba la
cuestión del dinero. Marta siempre quería los últimos bolsos, los
últimos zapatos, los más caros. Derrochaba a manos llenas, y aunque
él había intentado hablarlo con ella no atendía a razones.
Llevaban
ya más de un mes juntos Sergio y el gato, jugando por las noches. El
gato salía a buscarle a la puerta y a partir de ahí sólo quería
juerga. Entre el trabajo, y las actividades nocturnas con el gato,
Sergio se olvidaba muchas veces del móvil, de esperar la llamada.
Un
día, decidió quedar con unos amigos, los de siempre, los de toda la
vida, a los que veía muy de vez en cuando porque a Marta no le
gustaban demasiado. La cena fue muy agradable, recordando viejos
tiempos, la juventud y todo lo que habían vivido juntos. De repente,
se dio cuenta de que se estaba riendo con las anécdotas que
relataban, como cuando de adolescentes habían entrado en la vieja
casa abandonada y se habían encontrado con un mendigo.
Sergio
volvió esa noche con la palabra “mendigo” dándole vueltas en su
cabeza. Sí, definitivamente, él había sido un mendigo de Marta,
había estado siempre pendiente de ella, de sus caprichos, de lo que
le apetecía o no le apetecía hacer. Esa noche, por primera vez,
Sergio se enfadó consigo mismo por haberla consentido tanto. Como
cuando se le encaprichó aquel reloj tan caro que hubo que financiar
a plazos. Como cuando ella se enfadaba por cualquier cosa y él
agachaba la cabeza, o no se atrevía a rebatirla, porque siempre
salía ganando.
Poco
a poco, el piso de alquiler se le fue haciendo menos inhóspito.
Incluso había puesto algunas láminas en las paredes, de paisajes
alegres y playas paradisiacas. Un día, se presentaron varios amigos
con comida preparada y botellas de vino, y pasaron una tarde de
risas, con Feliz, que no era un gato nada tímido, remoloneando en
busca cualquier trozo de comida.
Ya
habían pasado tres meses cuando su amigo Carlos le llamó para
verle. Quedaron en una cafetería del centro. Quería hablarle de
Marta, de cómo se encontraba, y contarle algo. Después de muchos
circunloquios, Carlos se atrevió a decírselo. Aquel hombre vivía
con Marta en el piso de los dos. Consideraba que debía estar
enterado.
Sergio
volvió a su casa en un estado de agotamiento físico y moral. Ya
estaba cansado, pensó. Y fueron pasando los días, irremisiblemente,
Del trabajo a casa, a jugar con Feliz, y algún fin de semana con los
amigos. Procuraba no pensar en ella, procuraba entretenerse leyendo,
viendo la tele, dando paseos.
Una
noche, medio dormido en el sofá, con el gato a sus pies, sonó el
teléfono. Era ella. Quería hablar con él. Había esperado tanto
tiempo esa llamada, que Sergio sintió una especie de vacío
interior, de pesadez en todos los músculos. Frente a él, el
cartelito de “Sé feliz”, y el gatito que le miraba
insistentemente.
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