Es
Navidad y, como en los últimos años, mi padre y mi tío han ido a
la residencia a buscar a mi abuelo para la comida.
El
abuelo ya hace tiempo que no puede caminar y apenas tiene fuerzas en
los brazos, y en cuanto oigamos el motor del coche detenerse ante la
puerta, mi madre y mis tías saldrán corriendo, y entonces serán
cinco personas sacando al abuelo y trasladándolo a la silla de
ruedas, todos ellos con torpeza por la falta de costumbre.
El
cuerpo del abuelo está muy ajado y lleno de dolores, pero su mente y
su personalidad son las de siempre, así que pasará un rato incómodo
sintiéndose inútil entre los brazos de sus hijos.
Y cada año me parece imposible que,
mientras yo me doy cuenta, ellos sean incapaces de notarlo y actuar
de otra forma.
Al
final conseguirán entrar en casa y, para entonces, el abuelo estará
de muy mal humor, acentuado también por el hambre, ya que cualquier
otro día a estas horas ya casi estaría a punto de merendar.
Nos
sentaremos alrededor de la mesa y antes del segundo plato, como
mucho, mi abuelo se habrá dormido con la cabeza colgando hacia
delante, y ojalá sueñe con nadar en la playa, que tanto le ha
gustado siempre.
Aunque
a veces he sospechado que finge; y así se evade de la conversación
y de la celebración con esta familia que tanto le queremos, pero
sólo una vez al año.
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