París era un sueño - Esperanza Tirado


                                    


Me siento en los cafés del Barrio Latino a desayunar. Cada vez escojo uno diferente, intentando captar la esencia de esta ciudad cosmopolita y luminosa.
Paseo por sus amplios bulevares, por los Campos Elíseos, recorro los puentes sobre el Sena como una más. No como turista, ya hace tiempo que dejé de sentirme extraña. Sino como toda una parisina que disfruta y aprovecha cada momento y cada rincón que esta ciudad ofrece.
Para mí, Paris era un sueño, algo inalcanzable que veía en las revistas de moda donde chicas vestidas a la última posaban delante de magníficos monumentos.
Soñaba con vestir esa ropa, con ser como ellas. Delgaditas y de ojos grandes, con el pelo cortado a lo garçón, y las imaginaba susurrando ‘Mon Amour’ al oído de sus amantes, mucho mayores que ellas. No soy Jean Seberg precisamente, pero mis ensoñaciones me llevaban a verme corriendo por las calles parisinas de la mano de un atractivo joven, mi Belmondo particular.
Cuando crecí y los sueños de adolescente quedaron atrás, otros sueños ocuparon mi tiempo. Quería pintar, o mejor, ser pintada, como las chicas descocadas que Toulouse-Lautrec inmortalizara en sus cuadros. O como las etéreas bailarinas de Degas. También quería bailar como ellas, y deslizarme con las puntas de los pies a todas partes. Cosa totalmente imposible, jamás fui a clase de ballet, ni aprendí ningún otro baile. Ni siquiera sé moverme al compás de la música.
Mis dotes de pintora quedaron diluidas como los restos de pintura de un pincel sucio en aguarrás. No tenía talentos especiales. O eso pensaba mientras decidía por dónde encauzaría mis estudios universitarios.
Me gustaban los idiomas. Así que empecé con el inglés, se me daba bien. Era divertido comparar palabras en mi idioma materno y en el nuevo. Mezclaba frases, inventaba historias...
Después seguí con el francés, todo un mundo. Me sentí perdida con esas tildes diacríticas, esos morritos... Todo me sonaba igual. Todos se llamaban Fransuás y comían croasans.
Hubiera abandonado de no ser por aquel profesor por el que me volví loca. Pensaba en él a todas horas, deseando que llegara el momento de ir a clase. Qué ojos, qué boca, que cuerpo, qué charme... No sé cómo pude aprender algo si sólo lo tenía a él en la cabeza. ¡¡Sacré Bleu!!
También él pensaba en mí. Aunque solo como alumna; algo aventajada, es cierto, pero alumna al fin y al cabo. Gracias a esos pensamientos, y a alguna gestión administrativa, obtuve una Beca Erasmus para estudiar Literatura Francesa en París durante nueve meses.
Soñé que él vendría conmigo y viviríamos como los artistas bohemios, en una buhardilla destartalada. Yo estudiaría en La Sorbona por el día y sería su musa por las noches, mientras él escribiría ensayos y novelas en el café de la esquina. Pero él no era Jean Paul Sartre y yo, ni de lejos, su Simone de Beauvoir.
Pasado el efecto del sueño, la realidad tomó ventaja, aterricé y, en un visto y no visto, me vi rodeada de franceses.
Mis estudios no me llevaron a La Sorbona sino a la Universidad Pierre y Marie Curie, la Paris 6 como allí la conocían sus estudiantes, donde aprendí casi todo sobre literatura francesa. Estudié a sus autores y me enamoré de sus personajes, trágicos, románticos, tan complejos y llenos de matices.
Soñé -de nuevo mis sueños- ser una dama medieval cortejada por un romántico caballero, una Ginebra enamorada de su Lancelot, o que algún elegante cortesano me deseara en secreto, enviándome literarias misivas; no me importaban ni su nariz ni su altura, solo sus letras. Sentada en los cafés con mis compañeros de clase, nos inventábamos historias sobre las vidas de los parroquianos, como si fueran personajes prestados de las novelas de Patrick Modiano.
Esperé, como los personajes de Beckett esperaban a Godot, a un amor maravilloso e ideal que me acompañara. Mientras, seguía estudiando y descubriendo rincones singulares que me enamoraron más que cualquier hombre, real o inventado.
Todos los sábados por la mañana paseaba por las orillas del Sena y compraba flores para decorar mi habitación de estudiante. Pasaba horas deambulando entre las cajas verdes de los buquinistas, mordisqueando deliciosos brioches, rebuscando, intercambiando, revendiendo,... Disfrutando de la magia y el olor de aquellos viejos libros y cartelones antiguos que me transportaban a la picante época del cabaret.
Paris era mi sueño romántico, casi un amor cortés, un extraordinario ‘¡Oh La la!’ que me hacía ver la vida en rosa, y me mantenía llena de energía.
Pero nada es eterno y aquellos fantásticos nueve meses parisinos pasaron; la beca se terminó, tuve que decir ‘au revoir’ y regresé a España.
Fueron tres meses algo monótonos y grises, a pesar del sol y la alegría que siempre trae el verano. Ansiaba regresar a aquella vida bulliciosa, siempre cambiante, donde ningún momento era aburrido.
Durante mi estancia había tejido una red de contactos y amistades que me iban manteniendo al día de las novedades en la Ciudad del Sena.
Pero en mis momentos más bajos la tristeza me despertaba con un amargo ‘buenos días’, e ideas funestas cruzaban mi mente:
‘No regresaré jamás.’
‘Aquello fue un sueño y ya se acabó.’
‘No habrá otra oportunidad así.’
A punto de darlo todo por perdido un buen día una carta llegó a mi buzón. Mi sueño regresaba para hacerse más grande.
¡¡Un trabajo!!
¡¡En la Editorial Gallimard nada menos!!
¡¡Regresaba a París!!
Volvería a caminar bajo su cielo, desde el que siempre parecía sonar una canción de amor.
Me sentí fuerte y poderosa, como la Torre Eiffel.
Quizás exageraba. Pero mi sueño salía de la zona de fantasía adolescente y empezaba a encauzarse dentro de una realidad adulta palpable.
Fueron buenos tiempos de independencia y madurez. Conseguí que mi rudimentario francés empezara a sonar fluido, casi como el de un nativo.
A veces echaba de menos mi casa – ¡Ay, esa eterna dualidad del expatriado!– en una ciudad de provincias donde todo estaba tan cerca. En esos momentos de soledad me sentía de nuevo una niña perdida, buscando el abrazo y la comida reconfortantes de su madre.
Los baches del frío invierno parisino pasaron. Y las nuevas tecnologías ayudaron a mitigar esa nostalgia en la que me perdía a veces, en esta gran isla tricolor.
Y aquí sigo, viviendo, trabajando, y aprendiendo a cocinar siguiendo los pasos de los grandes gourmets. Enamorada del espíritu de París, de su energía y su libertad, mientras llega o no un amor corpóreo y humano. Y conociendo otras peculiaridades parisinas que ¡Mon Dieu! siempre tienen ese toque chic que las hacen fascinantes.
Sí, París era un sueño. Mi gran sueño. Aunque ahora algunos intenten convertirlo en una pesadilla

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