Cincuenta
años juntos, María. Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? La mayoría
de los matrimonios no consiguen verlo, y, sin embargo, nosotros sí.
Déjame darte un beso, María.
Aún recuerdo cuando nos conocimos, en el baile de la boda de tu
primo. En cuanto te vi, supe que te quería sólo para mí. Y nos
casamos enseguida, a pesar de la oposición de tus padres, que no
estaban muy convencidos. La verdad es que éramos muy pobres, no
teníamos nada para empezar una vida, tan distinto a los chicos de
ahora, que se casan hasta con los muebles puestos. Nosotros tuvimos
que meternos en aquel cuarto que tenía moho en las paredes, con
cuatro trastos y un jergón. ¿Recuerdas el frío que hacía? Yo
trabajaba día y noche para labrar nuestro futuro, de campesino, de
peón, en todo lo que salía. Y tú limpiabas en la casa de la
familia más rica del pueblo y criabas a sus hijos. Cuántos años
fregaste de rodillas, María. Eso no me gustaba. Para ganar el dinero
pensaba que debía estar sólo yo, pero la verdad es que no nos
llegaba. Y eso que tú siempre fuiste tan apañada, que con cuatro
patatas y poco más hacías unos guisos estupendos.
Pronto
vino el primer hijo, Francisco. ¡Qué alegría nos dio su
nacimiento! Un varoncito. La señora te dejaba llevarlo al trabajo,
la verdad es que era una buena persona, y Paquito se crió jugando
con los hijos de ellos. Por eso igual nos salió tan rebelde, le
sabía a poco lo que le podían dar sus padres. Yo creo que comparaba
la casa de los señores con la nuestra, y eso que ya habíamos
logrado comprarnos el piso a plazos, pero, claro, es que no había
color. Yo creo que Paquito siempre tuvo otras aspiraciones, que
pasar tanto tiempo en la casona le trastornó un poco el magín.
Son
nuestras bodas de oro, María, y es un motivo para estar contentos.
Voy a echarme a tu lado un rato. Ya te dije que este verano iremos a
París. Por fin podrás conocer esa ciudad que te tenía sorbido el
seso. Pasear por la orilla del Sena, ver la torre Eiffel, que tú
admirabas tanto. Iremos pronto, pronto.
Pero
déjame que recuerde un poco más. Tres años después de Paquito,
nació Sonia, que nos traía locos con sus bailes y sus gritos. Yo
la subía sobre mis hombros, la llevaba a ver los campos y le decía:
¿Ves? Es hermosa esta tierra de Dios. Porque siempre hemos creído
mucho en Dios los dos, ¿verdad, María? ¿Cuántas veces nos ha
ayudado? Cuando Paquito cayó enfermo con aquellas fiebres, a los
doce años, y los médicos decían que se nos iba, cuántas noches
pasamos rezando y al final se curó. Por eso fuimos de rodillas hasta
la ermita para agradecérselo al Señor.
Tengo
que decírtelo, María. El día más feliz de mi vida fue cuando pude
retirarte de trabajar en la casona. Ya nuestra situación había
mejorado, y con que me deslomara yo era suficiente. Y entonces te
dedicaste en cuerpo y alma a los hijos. Los llevabas siempre tan
arreglados, con telas baratas les hacías una ropa preciosa, porque
siempre se te dieron bien las labores. Y luego les dabas tan buenos
consejos. Pobres pero honrados, decías. “Hijos, uno tiene que
poder echarse a dormir con la conciencia tranquila. No hay que hacer
mal a nadie”. Yo no tenía tiempo porque llegaba muy tarde a casa
de la faena, y fuiste tú, María, la que les llevó por el buen
camino. Lograste enderezar a Paquito cuando se metía en problemas,
de jovencillo, con los liantes del pueblo. Cuando empezó a jugar las
cuatro alhajas que tenías a las cartas y te diste cuenta, hablaste
con el cura, don Marcelino, y no sé qué le diría que dejó de
hacerlo. De todo eso yo me enteré después. Tú decías que los
hijos eran cosa tuya, que yo con trabajar para pagar las letras del
piso y alimentaros ya hacía bastante.
Siempre
tuviste paciencia, María, y eres la mujer más buena que he
conocido. Sé que a veces llegaba del trabajo de mal humor,
reventado, y en casa encontraba paz. Me hiciste la vida muy fácil,
María, y por eso hoy, que son nuestras bodas de oro, te prometo que
te llevaré a París pronto, muy pronto, que para eso tenemos unos
dineros en el banco, para disfrutarlos, ahora que estoy jubilado.
“Papá”,
dijo una voz de repente, “tenemos que irnos”.
El
anciano contestó: “Ya voy. Déjame que estoy hablando con tu
madre”.
Ya
está aquí Sonia, esta hija tuya, María, que parece un
correcaminos, siempre metiendo prisa. Como la que tuvo por casarse
con Damián, y eso que tratamos de evitarlo, pues no llevaba buen
camino el chaval. Tuve que ponerme muy serio con él, ¿recuerdas? Y
decirle las verdades a la cara. Que si quería casarse con nuestra
hija tenía que ponerse a trabajar en serio, y dejar de deambular de
un trabajo a otro, como si no hallara donde poner el huevo. Y lo
hizo, vaya si lo hizo, que pasó en pocos años de empleado de
churrería a tener una propia. Lo importante es que quería de verdad
a Sonia y se convirtió en un hombre formal. Hoy, ya ves, los nietos
corretean por nuestro piso y nos dan pellizcos. Se les quiere tanto
como a los hijos, ¿verdad, María?
Paquito
es el que nos trae un poco preocupados. Lleva con la novia ya quince
años, y no acaba de decidir el casorio. Y eso que trabajan los dos y
no tienen problemas. Pero nuestro hijo dice que él tiene otras
ideas, que el matrimonio no es para él. Y mientras tanto la pobre
chica, que más buena no puede ser, esperando a que se decida. Un día
me voy a poner firme con él, que si no la quiere de verdad la deje,
pero que no la ande mareando y haciéndola perder el tiempo.
Y
así hemos pasado la vida, María, siempre juntos en lo bueno y en lo
malo. Ahora que los chicos están criados, sólo nos queda disfrutar
de las cuatro perras que hemos ganado.
-Papá,
van a cerrar, tenemos que irnos.
Era
Sonia, que sollozaba y pasaba el brazo por la espalda de su padre.
“Venga, papá, otro día sigues hablando con mamá”.
El
anciano la miró con los ojos perdidos, y respondió: “Está bien,
hija, pero mañana quiero volver. No me gusta dejar sola a tu madre”.
Lentamente,
el hombre se inclinó sobre la lápida en la que podía leerse:
“María Jiménez Pérez, fallecida el 2 de septiembre de 1996”,
besó el nombre de su esposa y susurró: “Hoy son nuestras bodas de
oro, María, y te juro que en verano iremos a París”.
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