El primer
recuerdo que tengo de ella se remonta a los primeros años de mi
infancia, cuando acompañaba a mi madre a buscarla al aeropuerto.
Era la hermana mayor de mi abuela y vivía en París. Durante
bastante tiempo yo pensé que París era el aeropuerto, puesto que
ése era el lugar en que la recogíamos y el lugar en que la
dejábamos. Luego supe, por su propia boca, que se trataba de una
ciudad, una ciudad especial, un lugar diferente que guardaba dentro
de sí el enigma de una vida distinta a la imperante en la España
rancia de aquella época.
La tía Clara, o
Claire, como le gustaba que le llamaran, era una mujer alta y
espigada, siempre muy bien peinada y discretamente maquillada, con un
rostro terso en el que apenas una pequeñas arrugas en las comisuras
de los labios o alrededor de sus ojos delataban que no era tan joven
como parecía. Emanaba elegancia en su forma de vestir, casi siempre
con pantalones muy ajustados que apenas le llegaban al tobillo, y
también en su manera de sujetar su eterno cigarrillo que a veces
conectaba a una larga boquilla, incluso en su modo de echar el humo,
colocando los labios de no sé qué manera, en un mueca extraña y
seductora a la vez.
A mi abuela no le
gustaba que la tía Clara fumara, decía que las mujeres decentes no
hacían tales cosas. Yo creo que en el fondo lo que no le gustaba era
la tía Clara en sí. Se le notaba en su manera de hablarle, con un
deje de desprecio que la otra parecía no notar, o que tal vez pasara
por alto para no provocar discusiones, quizá pensara que no merecía
la pena alterase para la corta temporada que iban a pasar juntas.
La tía Clara
murió hace un mes. Su cuerpo fue traído en un avión desde Francia
y la fuimos a buscar al aeropuerto por última vez. Cuando la pequeña
urna que contenía sus cenizas fue introducida en el nicho familiar a
mi abuela se le escapó una lágrima traicionera. Fue el único gesto
de cariño, acaso involuntario, que yo le vi hacia su hermana.
Hace unos días le
pedí que me contara la verdad sobre esa negra historia que la tía
Clara parecía cargar a sus espaldas. Al principio se mostró
reticente, pero después de darle bastante la lata, dándose cuenta
de mi tozudez e insistencia, soltó un suspiro profundo y comenzó su
relato.
-Siempre quiso
ser artista, pero nuestros padres, mucho más mamá que papá, no se
lo permitían. Mamá le decía que las artistas eran todas una putas,
unas mujerzuelas que no se hacían respetar; papá simplemente
alegaba que llegar a ser algo en ese mundo tan complicado no era
fácil y que para quedarse en cantante de medio pelo lo mejor era
que se buscara otra ocupación, o mejor, un marido que le ofreciera
una vida cómoda y sin sobresaltos. Para cantar siempre le quedaba
el coro de la iglesia, animando comuniones, bodas o bautizos. Por
aquel entonces la cortejaba Manolo, el hijo de los señores del Pazo,
un muchacho apuesto al lado del cual mi alocada hermana hubiera
tenido casi todo. Pero Clara no era de las que renunciaban sin más
a sus sueños y cuando vio que era imposible obtener el beneplácito
de nuestros padres, se largó. Nadie sabe de qué manera lo hizo.
Tenía veinte años, todavía no era mayor de edad, pero se arregló
para cruzar la frontera y llegar a París, la ciudad en la que
pensaba triunfar. Su ilusión era ser primera vedette en algún
cabaret parisino, en el Folies Bergere o en el Moulin Rouge,
imagínate, todos pensábamos que no eran más que tonterías,
chifladuras de las suyas, pero nos equivocamos.
Los comienzos
fueron duros. Se fue prácticamente con lo puesto y con un poco de
dinero que había conseguido ahorrar cuando trabajaba de dependienta
en la mercería de la señora Audoxia. Vivía en una pensión de mala
muerte y comía una vez al día para no gastar, mientras intentaba
sin conseguirlo que algún regente de un cabaret tuviera la
deferencia al menos de verla actuar para así poderle demostrar su
talento.
Cierto día se le
ocurrió contarle sus desdichas al hijo de la dueña de la pensión y
éste, muy solícito, se ofreció a ayudarla. Le dijo que conocía a
cierto empresario que a cambio de algunos favores estaría dispuesto
a lanzarla al estrellato. No sé cómo la avispada de mi hermana no
se dio cuenta del engaño, lo cierto es que tal empresario no era más
que el propietario de un burdel que acabó dejándola preñada. No me
preguntes cómo fue la historia, pero tuvo que ser bastante dura
porque no quiso darme detalles, decía que no era necesario y que
además se sentía avergonzada. Estando embarazada conoció a un
pintor de Mont Martre, un bohemio, un buen hombre que no sé si por
amor o por compasión la acogió en su vida. Imagínate el panorama,
una mujer joven, sin dinero, lejos de su país y esperando un hijo...
El pintor fue una tabla de salvación a la que Clara se aferró
porque no le quedaba más remedio, pero nunca le quiso. Él no le
podía dar más que cariño y una vida modesta y eso para Clara nunca
fue suficiente. Para culmen de sus desdichas su hija murió al nacer,
aunque mi hermana siempre pensó que había sido lo mejor, que ella
nunca le hubiera podido dar lo que cualquier niño necesitaba. A mí
me pareció un monstruo cuando la escuché decir semejantes cosas,
una muestra más de su egoísmo, una prueba más que palpable de que
sólo pensaba en ella misma.
Comenzó a actuar
en algunos locales de mala muerte, lugares bohemios a los que acudían
aquellos nuevos intelectuales que con sus charlas y sus ideas
pretendían cambiar el mundo. Y fue allí, en uno de aquellos
tugurios, donde conoció a Antoine. Antoine sí que era un empresario
de la noche parisina, sí que tenía influencias y mucho dinero, y
se enamoró perdidamente de ella, hasta el punto de abandonar a su
esposa y poner todo su mundo de lujo y poderío a los pies de mi
hermana. Ella también le dijo adiós al pintor y comenzó a cumplir
su sueño. Su nuevo amor le hizo tocar el cielo. Actuó en varios
cabarets del París y durante unos años fue una cotizada estrella de
la revista francesa. Comenzó también a llenar el bolsillo.
Un día llegó a
casa un aviso de la oficina de correos. Mi padre acudió intrigado y
cuando regresó traía en su poder un sobre con una considerable
cantidad de dinero y una carta de Clara en la que contaba que estaba
bien y que por fin sus expectativas se iban cumpliendo. Mamá rompió
la carta y el dinero ante la mirada estupefacta de todos los
presentes, su marido y sus tres hijos, incluida yo, mientras renegaba
de su otra hija diciendo que desde el día en que había salido por
aquella puerta ella la consideraba muerta, y que no necesitaba aquel
dinero ganado a saber de qué manera poco honrosa. Nadie se atrevió
a contradecirla, al revés, tanto mis hermanos como yo consideramos
que mamá tenía razón y solo mi padre bajó la cabeza y se retiró
sin mediar palabra.
Clara continuó
enviando dinero de vez en cuando, aunque mamá nunca lo supo. Papá
iba a recogerlo a la oficina de correos y lo escondía en una caja de
latón que guardaba encima de una viga del techo del cobertizo. Un
día me entregó su adorado botín, me dijo que guardara el dinero,
que no hiciera caso a las bobadas de mi madre y una semana después
murió de repente. A partir de entonces fui yo a recoger el dinero
que Clara enviaba puntualmente y lo continué guardando en la caja de
latón, que volvió a la viga del techo del cobertizo.
Entretanto mi
hermana seguía triunfando en París. De vez en cuando mandaba una
carta contándonos sus andanzas, y alguna foto de sus actuaciones,
carta que sólo leía yo y que después rompía en trozos diminutos,
también las fotos, escandalizada de que llevara una vida de
libertina, actuando en la noche parisina casi como Dios la trajo al
mundo.
Regresó de nuevo
al pueblo cuando su.... marido, si es que puede llamarse así, aunque
en realidad nunca llegaron a casarse, falleció y ella se retiró de
los escenarios. Retomamos la relación, aunque yo siempre le dejé
muy claro que no me gustaba su modo de vida, ni tampoco me gustaba
que todos los veranos se convirtiera en el centro de murmuraciones
del pueblo. A ella no le importaba, pero yo me moría de vergüenza
escuchando a los hombres en la taberna decir obscenidades cuando ella
pasaba.
Hace unos
años, en uno de esos veranos, la muy descarada se atrevió a visitar
a Manolo el del Pazo. Nunca me dijo cuál había sido el motivo de
semejante visita, pero creo que le propuso marchar con ella a París
y el se negó, al menos eso fue lo que se rumoreó por ahí. Y no hay
mucho más que contar.
-Dime la
verdad, abuela – pregunté al cabo de un rato- ¿por qué le tenías
tanta inquina?
Mi abuela me
miró con aquellos ojos de un azul tan intenso como el cielo y en un
alarde de sinceridad me respondió.
-Yo creo que
por envidia, hija. Por no haberme atrevido yo también a ser valiente
como ella lo fue. Un día fui a la ciudad y con aquel dinero que ella
enviaba me compré un billete de tren a París, pero nunca tomé ese
tren, como otros tantos que pasaron delante por mi puerta. Sí, era
envidia.
El caso es que
la tía Clara nunca dejó a nadie indiferente, unos la odiaban y
otros la admiraban. Yo me incluyo en el grupo de estos últimos y
debe haber alguien más en el pueblo, porque en su tumba siempre hay
flores frescas y el otro día vi salir a Manolo el del pazo del
cementerio con una flor en la mano, igual a las que siempre tiene la
tumba de la tía Clara, o Claire, como le gustaba que le llamaran.
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