Todo
empezó con la maldición de aquella gitana. Llegó al pueblo junto a
una lluvia largamente esperada. Los hombres hablaban animadamente en
el bar, brindando por la promesa de una buena cosecha. Entonces,
apareció ella. Era vieja, pequeña y rechoncha, vestida con unas
cuantas capas de ropa raída y empapada; su espeso pelo canoso
recogido en un moño despeinado. En su cara, oscura y acartonada,
brillaban unos ojos de un extraño color amarillo, como los de los
lobos. Se acercó a la barra con pasos decididos y le pidió al
tabernero un licor fuerte que calentara su cuerpo y su garganta. Él,
receloso, le preguntó si tenía dinero. La gitana negó con la
cabeza. El dedo imperioso del tabernero le señaló la puerta,
mientras a sus labios asomaba una mueca de desprecio. La gitana giró
su cuerpo y, con voz fuerte y cavernosa, mendigó un trago a los
clientes. Ellos la miraron, desdeñosos, para volver enseguida a sus
risas y chácharas, como si aquella mujer no fuera más que un pegote
de grasa en la barra. La gitana salió del bar, pero justo en la
puerta, antes de dejarse abrazar por el aguacero, gritó con odio en
la voz: “Así se sequen vuestras semillas hasta que nuestros
corazones vuelvan a estar unidos”. Acto seguido, desapareció.
Inmediatamente,
dejó de llover, dando paso a una sequía que ya duraba quince
meses. El pueblo vivía sumido en la desesperación. Las despensas
estaban vacías. Los animales muertos. Los niños flacos y
enfermizos. Los adultos hambrientos y sin fuerzas. Un día, alguien
recordó la maldición de la gitana. Al principio, todos se rieron,
pero después quedaron pensativos. Tras unos momentos de incredulidad
se percataron de que en ese tiempo no había nacido ningún niño y
que tampoco había ninguna mujer embarazada. La gitana había dicho
“así se sequen vuestras semillas”, y al parecer no se refería
solo a la tierra. ¿Cómo no se habían dado cuenta antes? En ese
momento tuvieron la certeza de estar malditos. Además, había
añadido: “Hasta que nuestros corazones vuelvan a estar unidos”.
¿Qué habría querido decir con eso? Debían ir en su busca y
obligarla a deshacer el maleficio. No había otra solución.
Salieron
varias cuadrillas de hombres en diferentes direcciones, pero, aunque
recorrieron la comarca durante semanas, no hallaron rastro de la
mujer. Volvieron a sus casas, cabizbajos y desmoralizados, sin saber
qué más podían hacer. El amanecer los saludó con una tromba de
agua, como si el cielo amenazara con un nuevo diluvio. Y con el agua,
llegó ella. Apareció caminando con lentitud, la cabeza baja, el
cuerpo doblado bajo una carga invisible. Entró en el bar y se
desplomó.
Cundió
el pánico. Allí, sobre el suelo, estaba la gitana. Y estaba muerta.
¿Quién iba ahora a deshacer la maldición que les negaba frutos e
hijos nuevos?
Tras
unas horas de sobrecogedora desolación, una luz se abrió paso entre
el miedo y la desesperanza. Perdido en la montaña, vivía un viejo
gitano con su mujer. Quizás ellos sabrían qué hacer, no perdían
nada por intentarlo. Varios hombres se pusieron en camino, bajo una
lluvia persistente, dispuestos a ofrecerles lo poco que les quedaba a
cambio de su ayuda. Cualquier cosa con tal de acabar con aquel
hechizo, del que ya nadie dudaba.
El
viejo, pequeño y enjuto, de tan mala sangre que había sido
expulsado de entre los suyos, los recibió con la escopeta en la
mano, prohibiéndoles acercarse a su casa. Los hombres le hablaron a
distancia de la maldición, ofreciéndole sus escasos bienes. Él,
por toda respuesta, soltó unas sonoras carcajadas, dejando a la
vista una boca negra y desdentada, amenazándolos de muerte si
volvían a cruzarse en su camino.
No
tuvieron más remedio que regresar sobre sus pasos, aunque decidieron
no darse por vencidos y quedar vigilando la choza. Durante tres días,
amparados en la espesura, los hombres se fueron turnando en la
guardia, hasta que vieron salir al viejo con la escopeta al hombro,
seguramente de caza. Tras esperar un tiempo prudencial, dos de ellos
se acercaron con cautela a la casa y llamaron a la mujer en tono
tranquilo, para no asustarla. Ella asomó la cabeza y sonrió, como
si llevara tiempo esperándolos. Les dijo que debían irse
rápidamente, pues su marido no tardaría en regresar. Los esperaría
al día siguiente, al amanecer, en la fuente de El Espino, para
explicarles cómo acabar con la maldición. A cambio solo pedía un
poco de ropa y de dinero.
Tal
como había convenido, la mujer surgió de entre las últimas sombras
de la noche para llenar sus cubos en la fuente. Mientras el agua se
iba derramando con lentitud, escupió unas palabras que impactaron
violentamente contra dos pares de oídos atónitos y horrorizados. Se
escuchó un ruido y saltaron la alarmas. Los hombres se escondieron
con rapidez tras unos matorrales. Apareció el gitano. Olfateó el
aire. Echó mano a su escopeta. La joven gitana recogió el agua y,
sumisa, con la cabeza gacha, se encaminó hacia su casa, mientras su
marido la seguía sin dejar de mirar a todos lados, olisqueando como
un sabueso.
En el
pueblo hubo un estallido de murmullos y asombro cuando los dos
hombres transmitieron las palabras de la joven gitana. Todos movían
la cabeza a derecha e izquierda, negándose siquiera a pensarlo.
Además, quién les decía que esa mujer no buscaba solo su propio
beneficio, pues bien se notaba que vivía atemorizada. No, aquello no
entraba en sus planes. Sin embargo, tras unas cuantas noches en vela,
escuchando el repiquetear fuerte y constante del agua sobre los
tejados, los lloros de hambre de los niños y los suspiros de las
mujeres, las dudas y el miedo se fueron disipando a la par que la
decisión iba tomando vida.
Lo
hicieron un atardecer lluvioso y triste. Solo tuvieron que vigilar el
camino y descargar los tiros de las mejores escopetas del pueblo
sobre el cuerpo del gitano, con buen cuidado de no darle en el pecho.
La mujer, en cuanto vio a su marido tendido en el suelo, salió de
casa. Se acercó a él, se agachó para cerciorarse de su muerte y
después, poniéndole una mano en el pecho, con los ojos cerrados y
voz firme, pronunció unas misteriosas palabras. Los hombres cargaron
instintivamente las escopetas. Ella los tranquilizó diciéndoles “No
temáis, no os estoy echando ninguna maldición. Os estoy ayudando a
deshaceros de ella. Yo ya he hecho mi trabajo. Ahora os toca a
vosotros. Solo así la maldición quedará para siempre bajo
tierra”. Después, tras recoger la ropa y el dinero prometido, con
sus rasgos desdibujados por una expresión entre sombría y burlona,
se perdió bajo la lluvia.
Los
hombres decidideron seguir sus instrucciones. Abrieron el pecho del
gitano y le sacaron el corazón, aún palpitante. Uno de ellos le
cerró los ojos, percatándose de su extraño color amarillo.
Lo
enterraron allí mismo y después se internaron en la montaña,
buscando el lugar donde habían sepultado el cuerpo de la gitana
siete días atrás. Abrieron la tumba de tierra. El hedor los hizo
retroceder. Los rostros se tornaron pálidos, los estómagos se
retorcían sin piedad y las piernas apenas podían sostenerlos. Pero
debían hacerlo. Ya no había vuelta atrás. Abrieron el pecho de la
mujer, y sobre su corazón colocaron el del gitano, su hermano
gemelo, aunque ellos no lo supieran. Después volvieron a cubrir el
hoyo. Regresaron a casa envueltos en agua y barro, asustados por lo
que habían hecho y por no saber qué les depararía el futuro.
Por
la noche dejó de llover. El día les saludó con su cara más
hermosa. La tierra empapada de agua agradecía la caricia del sol.
Era el mejor momento para sembrar. Lo hicieron y las semillas
germinaron con rapidez. En apenas seis meses recogieron tres
espléndidas cosechas, como si la tierra les devolviera con intereses
lo que les había arrebatado durante tanto tiempo. Ocho meses después
de los acontecimientos, el pueblo despertó con los llantos de los
primeros recien nacidos en dos años. Nacieron los ocho la misma
noche. Cuatro parejas de gemelos. Cuatro niños y cuatro niñas.
Todos tenía unos extraños ojos color amarillo, como los de los
lobos.
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