Ojos de lobo - Cristina Muñiz Martín



                                                




Todo empezó con la maldición de aquella gitana. Llegó al pueblo junto a una lluvia largamente esperada. Los hombres hablaban animadamente en el bar, brindando por la promesa de una buena cosecha. Entonces, apareció ella. Era vieja, pequeña y rechoncha, vestida con unas cuantas capas de ropa raída y empapada; su espeso pelo canoso recogido en un moño despeinado. En su cara, oscura y acartonada, brillaban unos ojos de un extraño color amarillo, como los de los lobos. Se acercó a la barra con pasos decididos y le pidió al tabernero un licor fuerte que calentara su cuerpo y su garganta. Él, receloso, le preguntó si tenía dinero. La gitana negó con la cabeza. El dedo imperioso del tabernero le señaló la puerta, mientras a sus labios asomaba una mueca de desprecio. La gitana giró su cuerpo y, con voz fuerte y cavernosa, mendigó un trago a los clientes. Ellos la miraron, desdeñosos, para volver enseguida a sus risas y chácharas, como si aquella mujer no fuera más que un pegote de grasa en la barra. La gitana salió del bar, pero justo en la puerta, antes de dejarse abrazar por el aguacero, gritó con odio en la voz: “Así se sequen vuestras semillas hasta que nuestros corazones vuelvan a estar unidos”. Acto seguido, desapareció.

Inmediatamente, dejó de llover, dando paso a una sequía que ya duraba quince meses. El pueblo vivía sumido en la desesperación. Las despensas estaban vacías. Los animales muertos. Los niños flacos y enfermizos. Los adultos hambrientos y sin fuerzas. Un día, alguien recordó la maldición de la gitana. Al principio, todos se rieron, pero después quedaron pensativos. Tras unos momentos de incredulidad se percataron de que en ese tiempo no había nacido ningún niño y que tampoco había ninguna mujer embarazada. La gitana había dicho “así se sequen vuestras semillas”, y al parecer no se refería solo a la tierra. ¿Cómo no se habían dado cuenta antes? En ese momento tuvieron la certeza de estar malditos. Además, había añadido: “Hasta que nuestros corazones vuelvan a estar unidos”. ¿Qué habría querido decir con eso? Debían ir en su busca y obligarla a deshacer el maleficio. No había otra solución.

Salieron varias cuadrillas de hombres en diferentes direcciones, pero, aunque recorrieron la comarca durante semanas, no hallaron rastro de la mujer. Volvieron a sus casas, cabizbajos y desmoralizados, sin saber qué más podían hacer. El amanecer los saludó con una tromba de agua, como si el cielo amenazara con un nuevo diluvio. Y con el agua, llegó ella. Apareció caminando con lentitud, la cabeza baja, el cuerpo doblado bajo una carga invisible. Entró en el bar y se desplomó.

Cundió el pánico. Allí, sobre el suelo, estaba la gitana. Y estaba muerta. ¿Quién iba ahora a deshacer la maldición que les negaba frutos e hijos nuevos?

Tras unas horas de sobrecogedora desolación, una luz se abrió paso entre el miedo y la desesperanza. Perdido en la montaña, vivía un viejo gitano con su mujer. Quizás ellos sabrían qué hacer, no perdían nada por intentarlo. Varios hombres se pusieron en camino, bajo una lluvia persistente, dispuestos a ofrecerles lo poco que les quedaba a cambio de su ayuda. Cualquier cosa con tal de acabar con aquel hechizo, del que ya nadie dudaba.

El viejo, pequeño y enjuto, de tan mala sangre que había sido expulsado de entre los suyos, los recibió con la escopeta en la mano, prohibiéndoles acercarse a su casa. Los hombres le hablaron a distancia de la maldición, ofreciéndole sus escasos bienes. Él, por toda respuesta, soltó unas sonoras carcajadas, dejando a la vista una boca negra y desdentada, amenazándolos de muerte si volvían a cruzarse en su camino.

No tuvieron más remedio que regresar sobre sus pasos, aunque decidieron no darse por vencidos y quedar vigilando la choza. Durante tres días, amparados en la espesura, los hombres se fueron turnando en la guardia, hasta que vieron salir al viejo con la escopeta al hombro, seguramente de caza. Tras esperar un tiempo prudencial, dos de ellos se acercaron con cautela a la casa y llamaron a la mujer en tono tranquilo, para no asustarla. Ella asomó la cabeza y sonrió, como si llevara tiempo esperándolos. Les dijo que debían irse rápidamente, pues su marido no tardaría en regresar. Los esperaría al día siguiente, al amanecer, en la fuente de El Espino, para explicarles cómo acabar con la maldición. A cambio solo pedía un poco de ropa y de dinero.

Tal como había convenido, la mujer surgió de entre las últimas sombras de la noche para llenar sus cubos en la fuente. Mientras el agua se iba derramando con lentitud, escupió unas palabras que impactaron violentamente contra dos pares de oídos atónitos y horrorizados. Se escuchó un ruido y saltaron la alarmas. Los hombres se escondieron con rapidez tras unos matorrales. Apareció el gitano. Olfateó el aire. Echó mano a su escopeta. La joven gitana recogió el agua y, sumisa, con la cabeza gacha, se encaminó hacia su casa, mientras su marido la seguía sin dejar de mirar a todos lados, olisqueando como un sabueso.

En el pueblo hubo un estallido de murmullos y asombro cuando los dos hombres transmitieron las palabras de la joven gitana. Todos movían la cabeza a derecha e izquierda, negándose siquiera a pensarlo. Además, quién les decía que esa mujer no buscaba solo su propio beneficio, pues bien se notaba que vivía atemorizada. No, aquello no entraba en sus planes. Sin embargo, tras unas cuantas noches en vela, escuchando el repiquetear fuerte y constante del agua sobre los tejados, los lloros de hambre de los niños y los suspiros de las mujeres, las dudas y el miedo se fueron disipando a la par que la decisión iba tomando vida.

Lo hicieron un atardecer lluvioso y triste. Solo tuvieron que vigilar el camino y descargar los tiros de las mejores escopetas del pueblo sobre el cuerpo del gitano, con buen cuidado de no darle en el pecho. La mujer, en cuanto vio a su marido tendido en el suelo, salió de casa. Se acercó a él, se agachó para cerciorarse de su muerte y después, poniéndole una mano en el pecho, con los ojos cerrados y voz firme, pronunció unas misteriosas palabras. Los hombres cargaron instintivamente las escopetas. Ella los tranquilizó diciéndoles “No temáis, no os estoy echando ninguna maldición. Os estoy ayudando a deshaceros de ella. Yo ya he hecho mi trabajo. Ahora os toca a vosotros. Solo así la maldición quedará para siempre bajo tierra”. Después, tras recoger la ropa y el dinero prometido, con sus rasgos desdibujados por una expresión entre sombría y burlona, se perdió bajo la lluvia.

Los hombres decidideron seguir sus instrucciones. Abrieron el pecho del gitano y le sacaron el corazón, aún palpitante. Uno de ellos le cerró los ojos, percatándose de su extraño color amarillo.

Lo enterraron allí mismo y después se internaron en la montaña, buscando el lugar donde habían sepultado el cuerpo de la gitana siete días atrás. Abrieron la tumba de tierra. El hedor los hizo retroceder. Los rostros se tornaron pálidos, los estómagos se retorcían sin piedad y las piernas apenas podían sostenerlos. Pero debían hacerlo. Ya no había vuelta atrás. Abrieron el pecho de la mujer, y sobre su corazón colocaron el del gitano, su hermano gemelo, aunque ellos no lo supieran. Después volvieron a cubrir el hoyo. Regresaron a casa envueltos en agua y barro, asustados por lo que habían hecho y por no saber qué les depararía el futuro.

Por la noche dejó de llover. El día les saludó con su cara más hermosa. La tierra empapada de agua agradecía la caricia del sol. Era el mejor momento para sembrar. Lo hicieron y las semillas germinaron con rapidez. En apenas seis meses recogieron tres espléndidas cosechas, como si la tierra les devolviera con intereses lo que les había arrebatado durante tanto tiempo. Ocho meses después de los acontecimientos, el pueblo despertó con los llantos de los primeros recien nacidos en dos años. Nacieron los ocho la misma noche. Cuatro parejas de gemelos. Cuatro niños y cuatro niñas. Todos tenía unos extraños ojos color amarillo, como los de los lobos.














































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