Sortilegio sobre ti caerá - Esperanza Tirado


Todo empezó con la maldición de aquella gitana con la que me crucé en la Plaza de España de Sevilla.

Embelesada con el colorido de los mosaicos no presté atención ni a la primera que me ofrecía un ramito de romero ‘que me iba a dar suerte, morena’; ni a la segunda que me vendía abanicos ‘que el caló es mu malo, chiquilla’; ni a la tercera que pretendía venderme romero, abanicos, leerme la buenaventura o todo el pack completo. Muy amablemente les dije ‘No, gracias’ y seguí paseando, haciendo fotos, disfrutando de las vistas.

Al cruzar hacia el Parque de María Luisa oí unas voces airadas detrás. Aunque distinguí algunas frases sueltas como ‘hora de salud no tengas’, o ‘mala ruina te venga, paya’, no me giré. Me estaban poniendo de vuelta y media por no haberles dado unos euros, que quizá merecían, o quizá no, y que seguramente a mí me sobraban. Pero nunca he sido muy amiga de comprar souvenirs de turisteo ni ramitos de nada.

Así que seguí a lo mío, disfrutando de mí recorrido por el Parque.

Pero poco me duró la tranquilidad. En el rincón de la Glorieta de las Palomas me puse a hacer fotos y una de las inquilinas me dejó un ‘regalito’ en el hombro que me destiñó mi mejor jersey con su acidez. Y luego unas cuantas ‘amigas’ quisieron jugar conmigo picoteándome los zapatos.

Rodeada de tantas alas y tantos picos me vi dentro de la peli de Hitchcock y me temí lo peor.

Pero no me llegó el the end ni mis ojos fueron picoteados hasta quedarme ciega. Si llegan a ser cuervos en lugar de palomas me hubiera acordado de los insultos de las gitanas. Pero solo eran blancas palomas decorativas.



Con el disgusto del jersey estropeado me entró hambre y caminando, caminando llegué a una antigua y típica taberna decorada con tradicionales azulejos en relieve, haciendo estrellas y mil y un figuras decorativas.

En cuanto pedí mi primera cerveza y unas aceitunas aliñadas me olvidé de los azulejos. Con la segunda tapa, unas crujientes pavías de bacalao, mi paladar voló al séptimo cielo gastronómico. Mientras degustaba unas sabrosas carrilleras al jerez mi lengua bajó a la tierra y empezó a picarme de un modo extraño. Pocos segundos después no me cabía en la boca, hinchada como si me hubiera comido cinco kilos de pimientos de Padrón. De los que pican, de los otros non.

Como no podía hablar, empecé a hacer gestos y aspavientos, pataleando como una loca, mientras las lágrimas me llenaban la cara que se me puso de un color granate subido.

Los camareros, al principio ocupados en lo suyo, no se dieron cuenta. Después pensaron que yo estaba de guasa y casi me daban palmas.

Pero de guasa naranjas de la China, y en un visto y no visto, -es un decir, porque las calles del centro de Sevilla son un laberinto- alguien pidió un taxi y terminé mi día en las urgencias del hospital de La Macarena. ¡Ay!

Tras varias horas de espera en una incómoda salita primero y en un cubículo diminuto después, gracias a dos inyecciones de urbasón mi lengua fue recuperando su tamaño normal.

Ahora era mi cabeza la que parecía que me iba a estallar. Entre el cabreo por las vacaciones perdidas, los efectos secundarios de los pinchazos y los efectos primarios de la visión del enfermero morenazo de almendrados ojos marrones que, de vez en cuando, pululaba por el cubículo, comprobando cables y máquinas pegados a mi cuerpo, me parecía que me iba a dar otro yuyu.

Él me miraba sonriente, tranquilizándome. Yo, intentaba sonreír también, pero lo que quería -aparte de llevármelo a la habitación de mi hotel de cinco estrellas y agradecerle sus cuidados si las circunstancias hubieran sido otras- era que mi Hada Madrina cambiase mis pintas con el camisón de hospital requeteusado, mis ojos llorosos y mis pelos pringosos por un atuendo un poco más chic y presentable.

Total, que mi ilusión de ligarme a un sevillano se quedó dando tumbos en mi cabeza.

Cuando por fin me hizo efecto todo el urbasón, el enfermero y sus ojazos ya habían terminado su turno. Como estoy medio cegata y me habían quitado las gafas no pude leer su identificación para saber cómo se llamaba y mirarlo después en la web del hospital. Por si traía su teléfono o algún dato interesante. Mi gozo en un pozo.



Apenas me quedaban dos días de estancia pero tenía el cuerpo poco flamenco, como si me hubieran dado una paliza. Y se me habían quitado las ganas de más visitas típicas.

Así que volví a mi hotel, me di una buena sesión en el spa relajante -algo bueno tenía que tener alojarse en un lujoso cinco estrellas- hice mi maleta, bajé a recepción, pedí la cuenta y un taxi y puse rumbo a la estación del AVE.

Me parece que algún duende puñetero se me coló en el billete de ida. O eso o lo que me soltó la gitana de la Plaza de España se cumplió.

Espero averiguar más datos de mi enfermero. Y en mi próxima visita confirmaré si es cierto lo que se dice en la canción sobre el color y el olor de esta ciudad.

Me dan igual las maldiciones. Pero por si acaso me prenderé en la solapa un ramito de romero.








Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario