Aquel día yo iba
con especial prisa. Me había quedado dormido y en la empresa me
esperaban para firmar el contrato de mi ascenso, nada menos que jefe
de planta. Precisamente tenía que ocurrirme aquel día, lo que
quedarme dormido, digo, a mí, que siempre era tan diligente con esas
cosas. El caso es que iba a la carrera y cuando la gitanilla se
acercó ofreciéndome lo que fuera, la aparté de un empujón
diciéndole que me dejara en paz, que no podía entretenerme en
tonterías. Comenzó a hablar a gritos haciendo aspavientos con las
manos. Yo no le presté ninguna atención a lo que decía, solo pude
captar dos palabras, vida y contra. Supuse que era una maldición de
las suyas y me sonreí. Yo era una persona normal, evidentemente no
creía en esas estupideces. Hasta que todo comenzó a ir mal, pocos
días más tarde.
Empezaron a suceder
acontecimientos desgraciados. A los pocos días de mi nombramiento
como jefe de planta, una auditoría interna descubrió un desfase
presupuestario que afectaba precisamente a mi departamento, y aunque
yo había tomado las riendas recientemente, me hicieron responsable
de arreglar el asunto bajo la amenaza de un despido. Mi madre,
operada de cáncer de pecho cinco años atrás y a la que
previsiblemente le iban a dar el alta definitiva en su última
revisión, recayó de su enfermedad y tuvo que pasar de nuevo por el
quirófano. Mi sobrina Irene, a la que había regalado una flamante
bicicleta por su Primera Comunión, se cayó de la misma un día de
lluvia rompiéndose un brazo y una pierna. Son sólo tres ejemplos,
pero podría poner muchos más. Era como si los acontecimientos
felices que me ocurrían en la vida al poco tiempo se volvieran en mi
contra creándome algún problema que me amargaba la existencia. Vida
y contra, las palabras que había conseguido escuchar al vuelo a la
gitana. A pesar de ser un completo descreído comencé a pensar si
mis pequeñas desgracias no tendrían alguna relación con la
muchacha a la que, dicho sea de paso, no había vuelto a ver desde el
fatídico día, y como mis infortunios no cesaban decidí intentar
ponerles fin de la manera que fuera.
Después de mucho
pensarlo un día se me ocurrió entrar en una tienda donde vendían
productos esotéricos, leían las cartas del tarot y todas esas
chorradas. No estaba muy seguro de que fuera el lugar adecuado pero
de algún modo tenía que comenzar. Me recibió una mujer normal, con
aspecto normal, lo cual no dejó de sorprenderme un poco, siempre me
había imaginado que las que se dedicaban a eso tenían que ser un
poco raras, y después de confesarle que no creía demasiado en esas
cosas le planteé mi problema. La mujer me escuchó con atención y
cuando terminé mis relato me dijo muy seria:
-Efectivamente es
una maldición gitana. En el fondo has tenido suerte, algunas de esas
maldiciones tienen difícil solución, esta es relativamente
sencilla. La gitana te deseó que todo lo bueno que te pasara en la
vida se volviera en tu contra. Según veo, es lo que te está
ocurriendo. Tienes que encontrarla y compartir tu vida con ella
durante un año. Sólo así las cosas comenzarán a marchar bien.
Salí de allí
entre cabreado conmigo mismo y consternado; lo primero por acabar
creyendo en tan mañas estupideces; lo segundo, porque creyera o no,
iba a poner en práctica el remedio que me habían dicho y encontrar
a la gitana no parecía tarea fácil. La muchacha había dejado de
pedir limosna en la iglesia de San Antonio y tampoco deambulaba por
los alrededores, además, no conocía ni su nombre, ¿cómo iba a dar
con ella?
Acudí a las
comisarías, a los servicios sociales del Ayuntamiento, a los
institutos de la ciudad... ni rastro. La última opción que me
quedaba era recorrer el poblado chavolista que había en las afueras.
Y para allí me fui. Tuve suerte. En la primera chavola se la
describí a un viejo con cachaba que tenía toda la pinta de ser el
patriarca del clan.
-¡Ay, la Soraya!
- dijo el buen hombre -¡Qué habrá hecho esta vez!
A los cinco minutos
estaba la Soraya ante mis ojos. Esta vez me pude fijar bien en su
aspecto, sucio y descuidado, pero apenas era una niña, no debía de
pasar de los dieciséis o diecisiete años.
-Es una rebelde
– dijo el viejo – Sus padres murieron hace años y no hace caso a
nada, no se quiere casar con el Manolito y dice que quiere estudiar,
como si aquí nos pudiéramos permitir esos lujos.
La gitana me miró
y yo le sonreí. Ella correspondió a mi sonrisa y de inmediato se
estableció entre los dos una fuerte corriente de complicidad.
-No se preocupe –
le respondí al viejo – Me la llevaré conmigo, que tenemos unas
cuentas pendientes, si usted me lo permite, claro.
-Llévesela,
muchacho, que aquí no hace más que estorbar.
Días más
tarde, Soraya me confesó que siempre había visto en mí la
oportunidad para salir de su miseria.
-Pero como no
sabía qué hacer, por eso le eché la maldición señorito. Y ya ve,
no me ha salido mal.
Bueno, si no
tenemos en cuenta las desgracias que me cayeron a mí encima, digamos
que tiene razón, no le ha salido mal. Al menos conmigo tiene la
oportunidad de estudiar y de labrarse un futuro. Y la está
aprovechando.
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