Buscando una oportunidad - Gloria Losada

Todo comenzó con la maldición de aquella gitana. Me la encontraba todas las mañana camino del trabajo, sentada en las escaleras de la Iglesia de San Antonio o simplemente deambulando por la acera. A veces simplemente pedía limosna, otras ofrecía su mercancía de turno, unas ramitas de olivo o de romero que según ella eran la panacea para no sé qué cosas.

Aquel día yo iba con especial prisa. Me había quedado dormido y en la empresa me esperaban para firmar el contrato de mi ascenso, nada menos que jefe de planta. Precisamente tenía que ocurrirme aquel día, lo que quedarme dormido, digo, a mí, que siempre era tan diligente con esas cosas. El caso es que iba a la carrera y cuando la gitanilla se acercó ofreciéndome lo que fuera, la aparté de un empujón diciéndole que me dejara en paz, que no podía entretenerme en tonterías. Comenzó a hablar a gritos haciendo aspavientos con las manos. Yo no le presté ninguna atención a lo que decía, solo pude captar dos palabras, vida y contra. Supuse que era una maldición de las suyas y me sonreí. Yo era una persona normal, evidentemente no creía en esas estupideces. Hasta que todo comenzó a ir mal, pocos días más tarde.

Empezaron a suceder acontecimientos desgraciados. A los pocos días de mi nombramiento como jefe de planta, una auditoría interna descubrió un desfase presupuestario que afectaba precisamente a mi departamento, y aunque yo había tomado las riendas recientemente, me hicieron responsable de arreglar el asunto bajo la amenaza de un despido. Mi madre, operada de cáncer de pecho cinco años atrás y a la que previsiblemente le iban a dar el alta definitiva en su última revisión, recayó de su enfermedad y tuvo que pasar de nuevo por el quirófano. Mi sobrina Irene, a la que había regalado una flamante bicicleta por su Primera Comunión, se cayó de la misma un día de lluvia rompiéndose un brazo y una pierna. Son sólo tres ejemplos, pero podría poner muchos más. Era como si los acontecimientos felices que me ocurrían en la vida al poco tiempo se volvieran en mi contra creándome algún problema que me amargaba la existencia. Vida y contra, las palabras que había conseguido escuchar al vuelo a la gitana. A pesar de ser un completo descreído comencé a pensar si mis pequeñas desgracias no tendrían alguna relación con la muchacha a la que, dicho sea de paso, no había vuelto a ver desde el fatídico día, y como mis infortunios no cesaban decidí intentar ponerles fin de la manera que fuera.

Después de mucho pensarlo un día se me ocurrió entrar en una tienda donde vendían productos esotéricos, leían las cartas del tarot y todas esas chorradas. No estaba muy seguro de que fuera el lugar adecuado pero de algún modo tenía que comenzar. Me recibió una mujer normal, con aspecto normal, lo cual no dejó de sorprenderme un poco, siempre me había imaginado que las que se dedicaban a eso tenían que ser un poco raras, y después de confesarle que no creía demasiado en esas cosas le planteé mi problema. La mujer me escuchó con atención y cuando terminé mis relato me dijo muy seria:

-Efectivamente es una maldición gitana. En el fondo has tenido suerte, algunas de esas maldiciones tienen difícil solución, esta es relativamente sencilla. La gitana te deseó que todo lo bueno que te pasara en la vida se volviera en tu contra. Según veo, es lo que te está ocurriendo. Tienes que encontrarla y compartir tu vida con ella durante un año. Sólo así las cosas comenzarán a marchar bien.

Salí de allí entre cabreado conmigo mismo y consternado; lo primero por acabar creyendo en tan mañas estupideces; lo segundo, porque creyera o no, iba a poner en práctica el remedio que me habían dicho y encontrar a la gitana no parecía tarea fácil. La muchacha había dejado de pedir limosna en la iglesia de San Antonio y tampoco deambulaba por los alrededores, además, no conocía ni su nombre, ¿cómo iba a dar con ella?

Acudí a las comisarías, a los servicios sociales del Ayuntamiento, a los institutos de la ciudad... ni rastro. La última opción que me quedaba era recorrer el poblado chavolista que había en las afueras. Y para allí me fui. Tuve suerte. En la primera chavola se la describí a un viejo con cachaba que tenía toda la pinta de ser el patriarca del clan.

-¡Ay, la Soraya! - dijo el buen hombre -¡Qué habrá hecho esta vez!

A los cinco minutos estaba la Soraya ante mis ojos. Esta vez me pude fijar bien en su aspecto, sucio y descuidado, pero apenas era una niña, no debía de pasar de los dieciséis o diecisiete años.

-Es una rebelde – dijo el viejo – Sus padres murieron hace años y no hace caso a nada, no se quiere casar con el Manolito y dice que quiere estudiar, como si aquí nos pudiéramos permitir esos lujos.

La gitana me miró y yo le sonreí. Ella correspondió a mi sonrisa y de inmediato se estableció entre los dos una fuerte corriente de complicidad.

-No se preocupe – le respondí al viejo – Me la llevaré conmigo, que tenemos unas cuentas pendientes, si usted me lo permite, claro.

-Llévesela, muchacho, que aquí no hace más que estorbar.

Días más tarde, Soraya me confesó que siempre había visto en mí la oportunidad para salir de su miseria.

-Pero como no sabía qué hacer, por eso le eché la maldición señorito. Y ya ve, no me ha salido mal.

Bueno, si no tenemos en cuenta las desgracias que me cayeron a mí encima, digamos que tiene razón, no le ha salido mal. Al menos conmigo tiene la oportunidad de estudiar y de labrarse un futuro. Y la está aprovechando.

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