Maldición gitana - Isabel Marina

Todo comenzó con la maldición de aquella gitana. Yo tenía veinticuatro años y pasaba por la calle Preciados, cuando una mujer desaliñada, con el pelo sucio y una falda larga multicolor, se acercó a mí con la pretensión de leerme las líneas de la mano. Siempre me dieron miedo estas cosas y por eso le dije que no, a pesar de su insistencia. La mujer entonces me miró con esos ojos negros penetrantes y me dijo: “Mal rayo te parta, ojalá seas siempre un cornudo”. Aquella frase me dejó petrificado, y decidí marcharme corriendo.

Por aquel entonces, yo tenía novia, Mari Carmen, con la que ya llevaba dos años y estábamos fenomenal. Teníamos planes de irnos a vivir juntos en cuanto yo encontrara un trabajo y así lo hicimos. Ella trabajaba como recepcionista en un hotel por las noches, y sólo coincidíamos unas horas por los horarios, pero éramos felices. Cuando libraba, nos íbamos a la sierra a pasar el día con nuestro perrito. Todo parecía ir bien hasta que empecé a notar en ella conductas extrañas. Estaba como distante conmigo y me rehuía a la hora de hacer el amor. La situación fue empeorando y, aunque yo trataba de dialogar con ella, me esquivaba. Una noche me acerqué al hotel donde Mari Carmen trabajaba, con el fin de hacer las paces, pues habíamos tenido una gran discusión el día anterior por una tontería. En el vestíbulo no había nadie y en la recepción tampoco, pero desde allí pude ver dos figuras abrazándose y besándose en un despacho que estaba abierto en penumbra. Tosí un par de veces, vi cómo la pareja se despegaba rápidamente y la mujer salía rápido a la recepción. ¡Era Mari Carmen! Al verme, palideció y entonces yo comprendí que me estaba poniendo los cuernos. Me fui corriendo al piso, recogí todas mis cosas y me largué a casa de mis padres.

Aquella fue la primera vez que me acordé de la maldición gitana, pero yo era muy joven y pronto la olvidé. Había tenido mala suerte y nada más. Superé la ruptura sin muchos problemas y volví a estar en el mercado.

Después tuve varias novias, relaciones que no duraron mucho, porque antes del año ya me habían puesto los cuernos. A Lola la encontré en la cama con mi mejor amigo. Esther se largó con un viajante que vino a visitarnos a casa, y Lucía me rompió el corazón cuando descubrí que se había liado con un concertista de violín. Todo el tiempo me acordaba de aquella gitana que me había maldecido. Mis amigos no sabían cómo animarme, y caí en una depresión.

Traté de deshacer la maldición acudiendo a consultas de videntes, que me sacaban los cuartos con los trabajos que supuestamente podían deshacer el maleficio. Fue entonces cuando conocí a Laura, quien también acabó poniéndome los cuernos, esta vez con una variación importante, pues me abandonó por una tarotista famosa, una que yo había visitado antes para romper la maldición. Eso ya fue demasiado. Me habían dejado por una mujer. Estaba conmocionado.

Aún así, no cejé en mi empeño de encontrar a una mujer que no me engañara, y decidí entrar en el Opus Dei, más que por convicción por el hecho de que estaba seguro de que una mujer de la obra sería siempre fiel. María Antonia, una supernumeraria, se convirtió pronto en mi novia y futura mujer, pero antes de celebrar la boda se largó con su confesor espiritual. Los dos fueron expulsados del Opus y yo me trastorné completamente.

Durante meses y meses, cuando alguien me hablaba o saludaba, yo sólo sabía decir: “Soy un cornudo”. En casa, cuando me preguntaban cómo me encontraba, repetía: “Soy un cornudo”, y así con todo el mundo.

Mis padres decidieron llevarme a una psicóloga que les habían recomendado. Después más de un año de terapia, conseguí curarme del trastorno obsesivo que padecía, aunque no de mis aprensiones. Empecé a salir a la calle y a relacionarme, aunque rehuía a las mujeres. Pero entonces apareció Luisa, una chica divorciada y con un niño, de la que volví a enamorarme, esta vez locamente. Mis padres no querían que estuviera con una mujer divorciada. Me decían: “Si las solteras te engañaron, imagínate ésta”, pues también se habían sugestionado con la maldición de la gitana. Pero Luisa era fiel, muy dependiente de mí, siempre preocupada por mi salud física y mental. Yo le había contado mis experiencias, y quería demostrarme que la maldición terminaría con ella.

Decidimos comprar un piso, que puse a nombre de los dos, pues ella no tenía dinero. Así que decidí curarme en salud y, antes de comprar, le puse un detective privado, Romualdo. Sus informes eran siempre positivos. Luisa no me engañaba. Según el detective, mi novia era intachable. Del trabajo iba a casa y de casa al trabajo, así que conseguí relajarme. Nos casamos enseguida. Todo iba miel sobre hojuelas, y yo ya le había dicho a Romualdo que iba a prescindir de sus servicios, pero un día que llegué pronto a casa encontré a los dos, al detective y a ella, metiéndose mano en el salón.

Les dije:

-¿Cómo podéis hacerme esto? ¿Cómo podéis traicionarme de esta manera?

Así terminó para siempre mi vida sentimental. Unos días después agredí a una gitana que estaba en la calle, y me libré de la cárcel por enajenación mental transitoria. Ahora os escribo desde el psiquiátrico masculino “La gitanilla”. Yo no quería entrar aquí por el nombre del centro, pero la verdad es que es cómodo y alegre. Mis padres vienen a verme todos los días, y mis amigos de vez en cuando. El médico dice que tengo trastorno obsesivo, fobia a los gitanos y desconfianza paranoide. Pero la verdad es que me siento bien, bien, bien, sobre todo después de tomar unas pastillitas rosas que me dan tres veces al día. No creo que me vaya nunca del centro. Sólo tengo que añadir una cosa, un consejo para vosotros, amables lectores:

Cuando una gitana intente leeros las líneas de la mano, por favor, aceptad. Ya veis lo que me pasó a mí.

Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario