Todo comenzó con la maldición de
aquella gitana. Yo tenía veinticuatro años y pasaba por la calle
Preciados, cuando una mujer desaliñada, con el pelo sucio y una
falda larga multicolor, se acercó a mí con la pretensión de leerme
las líneas de la mano. Siempre me dieron miedo estas cosas y por
eso le dije que no, a pesar de su insistencia. La mujer entonces me
miró con esos ojos negros penetrantes y me dijo: “Mal rayo te
parta, ojalá seas siempre un cornudo”. Aquella frase me dejó
petrificado, y decidí marcharme corriendo.
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Por aquel entonces, yo tenía novia,
Mari Carmen, con la que ya llevaba dos años y estábamos fenomenal.
Teníamos planes de irnos a vivir juntos en cuanto yo encontrara un
trabajo y así lo hicimos. Ella trabajaba como recepcionista en un
hotel por las noches, y sólo coincidíamos unas horas por los
horarios, pero éramos felices. Cuando libraba, nos íbamos a la
sierra a pasar el día con nuestro perrito. Todo parecía ir bien
hasta que empecé a notar en ella conductas extrañas. Estaba como
distante conmigo y me rehuía a la hora de hacer el amor. La
situación fue empeorando y, aunque yo trataba de dialogar con ella,
me esquivaba. Una noche me acerqué al hotel donde Mari Carmen
trabajaba, con el fin de hacer las paces, pues habíamos tenido una
gran discusión el día anterior por una tontería. En el vestíbulo
no había nadie y en la recepción tampoco, pero desde allí pude ver
dos figuras abrazándose y besándose en un despacho que estaba
abierto en penumbra. Tosí un par de veces, vi cómo la pareja se
despegaba rápidamente y la mujer salía rápido a la recepción.
¡Era Mari Carmen! Al verme, palideció y entonces yo comprendí que
me estaba poniendo los cuernos. Me fui corriendo al piso, recogí
todas mis cosas y me largué a casa de mis padres.
Aquella fue la primera vez que me
acordé de la maldición gitana, pero yo era muy joven y pronto la
olvidé. Había tenido mala suerte y nada más. Superé la ruptura
sin muchos problemas y volví a estar en el mercado.
Después tuve varias novias, relaciones
que no duraron mucho, porque antes del año ya me habían puesto los
cuernos. A Lola la encontré en la cama con mi mejor amigo. Esther se
largó con un viajante que vino a visitarnos a casa, y Lucía me
rompió el corazón cuando descubrí que se había liado con un
concertista de violín. Todo el tiempo me acordaba de aquella gitana
que me había maldecido. Mis amigos no sabían cómo animarme, y caí
en una depresión.
Traté de deshacer la maldición
acudiendo a consultas de videntes, que me sacaban los cuartos con los
trabajos que supuestamente podían deshacer el maleficio. Fue
entonces cuando conocí a Laura, quien también acabó poniéndome
los cuernos, esta vez con una variación importante, pues me abandonó
por una tarotista famosa, una que yo había visitado antes para
romper la maldición. Eso ya fue demasiado. Me habían dejado por una
mujer. Estaba conmocionado.
Aún así, no cejé en mi empeño de
encontrar a una mujer que no me engañara, y decidí entrar en el
Opus Dei, más que por convicción por el hecho de que estaba seguro
de que una mujer de la obra sería siempre fiel. María Antonia, una
supernumeraria, se convirtió pronto en mi novia y futura mujer, pero
antes de celebrar la boda se largó con su confesor espiritual. Los
dos fueron expulsados del Opus y yo me trastorné completamente.
Durante meses y meses, cuando alguien
me hablaba o saludaba, yo sólo sabía decir: “Soy un cornudo”.
En casa, cuando me preguntaban cómo me encontraba, repetía: “Soy
un cornudo”, y así con todo el mundo.
Mis padres decidieron llevarme a una
psicóloga que les habían recomendado. Después más de un año de
terapia, conseguí curarme del trastorno obsesivo que padecía,
aunque no de mis aprensiones. Empecé a salir a la calle y a
relacionarme, aunque rehuía a las mujeres. Pero entonces apareció
Luisa, una chica divorciada y con un niño, de la que volví a
enamorarme, esta vez locamente. Mis padres no querían que estuviera
con una mujer divorciada. Me decían: “Si las solteras te
engañaron, imagínate ésta”, pues también se habían
sugestionado con la maldición de la gitana. Pero Luisa era fiel, muy
dependiente de mí, siempre preocupada por mi salud física y mental.
Yo le había contado mis experiencias, y quería demostrarme que la
maldición terminaría con ella.
Decidimos comprar un piso, que puse a
nombre de los dos, pues ella no tenía dinero. Así que decidí
curarme en salud y, antes de comprar, le puse un detective privado,
Romualdo. Sus informes eran siempre positivos. Luisa no me engañaba.
Según el detective, mi novia era intachable. Del trabajo iba a casa
y de casa al trabajo, así que conseguí relajarme. Nos casamos
enseguida. Todo iba miel sobre hojuelas, y yo ya le había dicho a
Romualdo que iba a prescindir de sus servicios, pero un día que
llegué pronto a casa encontré a los dos, al detective y a ella,
metiéndose mano en el salón.
Les dije:
-¿Cómo podéis hacerme esto? ¿Cómo
podéis traicionarme de esta manera?
Así terminó
para siempre mi vida sentimental. Unos días después agredí a una
gitana que estaba en la calle, y me libré de la cárcel por
enajenación mental transitoria. Ahora os escribo desde el
psiquiátrico masculino “La gitanilla”. Yo no quería entrar
aquí por el nombre del centro, pero la verdad es que es cómodo y
alegre. Mis padres vienen a verme todos los días, y mis amigos de
vez en cuando. El médico dice que tengo trastorno obsesivo, fobia a
los gitanos y desconfianza paranoide. Pero la verdad es que me siento
bien, bien, bien, sobre todo después de tomar unas pastillitas rosas
que me dan tres veces al día. No creo que me vaya nunca del centro.
Sólo tengo que añadir una cosa, un consejo para vosotros, amables
lectores:
Cuando una gitana intente leeros las
líneas de la mano, por favor, aceptad. Ya veis lo que me pasó a mí.
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