Maica no la había visto, ni oído.
Cruzaba la plaza a toda prisa para llegar a tiempo a su cita en la
peluquería, mientras repasaba mentalmente todo lo que quería hacer
antes de la cena, de la cita romántica con su marido para celebrar
San Valentín.
No vio a la gitana hasta que la cogió
del brazo y la hizo detenerse. Era de libro: toda vestida de negro,
melena entrecana recogida en un moño bien apretado y ramita de
romero en la mano.
Maica salió de sus pensamientos y tomó
conciencia de la situación. Negó con la cabeza, pero la gitana
seguía teniéndola bien agarrada.
“No me lo desprecies, paya, que a ti
esta suerte te está haciendo mucha falta”.
Increíble. ¿Hacerle falta suerte? ¿A
ella, que tenía todo lo que se había propuesto en la vida? Era una
mujer lista, como lo probaba el título universitario que colgaba en
el comedor de sus padres. Y su marido era un hombre de éxito, así
que ella se permitía el lujo de dedicarse a sus dos niños y a otras
cosas.
¿Suerte? En el extracto de la tarjeta de
crédito había visto una compra en una joyería por 2.650 euros. Esa
noche iba a recibir un merecido regalo que haría brillar algo más
que sus ojos.
Así que miro a la gitana con todos los
aires de superioridad que pudo reunir y dio un tirón para librarse
de su mano, a la vez que echaba a andar.
“Escúchame bien, paya mala”, le dijo
la gitana a su espalda, “tres desgracias te van a pasar: una en la
salud, otra en el amor y otra en el dinero”.
La
gitana había ido subiendo el tono y Maica se dio cuenta de que la
gente que circulaba por la plaza las miraba, así que apretó el paso
todo lo que pudo sin llegar a correr, y casi no respiró hasta
encontrarse dentro de la peluquería.
Qué
bien la hizo sentir aquel remanso de paz y belleza. Tanto que, aunque
no lo tenía planeado, decidió someterse a un tratamiento facial,
además de hacerse el peinado.
La
mascarilla que extendieron por su rostro olía a frutas exóticas y
le proporcionó una sensación muy refrescante. Pero sólo durante un
par de minutos. Empezó como un ligero escozor y fue aumentando,
hasta convertirse en los ardores del infierno acompañados de mucho
picor. La esteticién se apresuró a limpiarle todo el emplasto de la
cara y Maica vio reflejado en sus ojos un pánico que comprendió
perfectamente al verse en el espejo. Su rostro estaba completamente
rojo, pero no de una manera uniforme, sino en varias tonalidades,
incluso con algún ronchón en las mejillas.
Se le escaparon un par de lágrimas
viendo el estado en que se encontraba su, hasta ese momento, cuidado
cutis. Pero ni eso pudo permitirse; tuvo que luchar contra el llanto
porque las lágrimas saladas aumentaban el suplicio del picor.
La peluquería cerró y todo el personal
se volcó con ella, hidratando su cara con cremas, aplicándole
correctores, a la vez que se disculpaban una y otra vez. Fue horrible
y cansado, e incluso se le pasó la hora de comer.
Después de recoger a sus dos hijos de
natación y de tenis, respectivamente, después de vigilar que
hicieran los deberes y de darles la cena, después de que por fin
llegara la canguro para encargarse de las duchas y de acostarlos,
pudo Maica mirarse de nuevo en el espejo y decidió darse otra capa
de maquillaje.
Se cambió de ropa y salió corriendo
para llegar al restaurante antes que su marido, y así cuando él
llegó la encontró sentada a la mesa, relajada, con una copa en la
mano, las cosas de casa y de los niños fuera de su mente.
“¿Quieres tu regalo antes de cenar? Sé
que eres una impaciente”, le dijo él con una sonrisa, ofreciéndole
una preciosa cajita cuadrada de terciopelo verde oscuro.
Maica la abrió y su corazón, que
palpitaba acelerado desde que había visto el estuche, se detuvo con
un frenazo. Era una cadenita de plata con un colgante muy mono en
forma de corazón. ¿60 euros? ¿100 euros, si había ido a una
tienda muy cara?
Pensó que durante la velada llegaría la
explicación, que seguramente habría otro regalo, el verdadero, así
que intentó volver a relajarse y disfrutar, pero no lo consiguió
del todo. Y la sorpresa que recibió en el coche de camino a casa
tampoco le gustó: su marido le anunció que tenía que viajar, que
estaría fuera de jueves a sábado por unos problemas en la nueva
delegación.
Maica no se enteró muy bien, no pudo
escucharle del todo porque una alarma había empezado a sonar en su
cerebro ensordeciéndola. El nunca antes había tenido que moverse de
la ciudad por trabajo. No podía ser casualidad que ocurriera
precisamente en ese momento.
Olvidó darle el regalo que había
comprado para él y prácticamente pasó la noche sin dormir,
luchando con las imágenes que querían formarse ante sus ojos
cerrados, repasando incansable sus movimientos y los de su marido de
los últimos tiempos, las conversaciones que habían mantenido, las
cosas que habían hecho juntos. No quería encontrar nada y no lo
encontró. Seguían siendo perfectamente felices.
La mañana le llegó llena de
determinación, decidida a arreglar aquello, a hacer que su
maravillosa vida volviera a su cauce.
Metió prisa a los niños y los dejó
temprano en el colegio. Se dirigió a la plaza, vacía aún a aquella
hora temprana, y se sentó en un banco a esperar. No iba a moverse de
allí hasta que apareciera la gitana y sus ramitas de romero.
Y allí estaba, más de dos horas
después, con los pies congelados y el estómago lleno de nervios,
cuando vio a cuatro gitanas acercarse a la plaza. Tuvo un momento de
pánico. ¿Cuál sería la suya? Todas vestían igual, todas llevaban
romero. No sería capaz de distinguirlas. Pero, afortunadamente, se
separaron y sólo una de ellas se dirigió hacia el centro de la
plaza.
Maica se levantó y la agarró del brazo,
invirtiendo la escena de la mañana anterior.
“Por favor, tiene que librarme de la
maldición”. La gitana la miró estupefacta, pero Maica siguió
hablando. “Ayer… ¿no se acuerda? Cuando no quise su romero…”
“Ay, paya, paya… Una ramita de esto
todo lo cura”
Maica metió la mano en su bolso y, a la
velocidad del rayo, sacó su monedero.
“¿Cuánto…?”
“No sé, paya, no sé. Pa quitar una
maldición bien echada la voluntad tiene que ser grande. Podemos
intentarlo con 700 euros”.
Maica sintió que palidecía. Esa era
justo la cantidad que tenía guardada para una chaqueta de la que se
había enamorado. Pero tendría que sacrificarse. Valía la pena por
su felicidad familiar y su tranquila rutina.
“Voy a buscar el dinero”, le dijo a
la gitana.
Esta asintió con la cabeza y la vio
alejarse, pensando que todos los payos eran tontos.
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