Ramita de romero - Clara Conde

                                                                                                  





Todo empezó con la maldición de aquella gitana.
Maica no la había visto, ni oído. Cruzaba la plaza a toda prisa para llegar a tiempo a su cita en la peluquería, mientras repasaba mentalmente todo lo que quería hacer antes de la cena, de la cita romántica con su marido para celebrar San Valentín.
No vio a la gitana hasta que la cogió del brazo y la hizo detenerse. Era de libro: toda vestida de negro, melena entrecana recogida en un moño bien apretado y ramita de romero en la mano.
Maica salió de sus pensamientos y tomó conciencia de la situación. Negó con la cabeza, pero la gitana seguía teniéndola bien agarrada.
No me lo desprecies, paya, que a ti esta suerte te está haciendo mucha falta”.
Increíble. ¿Hacerle falta suerte? ¿A ella, que tenía todo lo que se había propuesto en la vida? Era una mujer lista, como lo probaba el título universitario que colgaba en el comedor de sus padres. Y su marido era un hombre de éxito, así que ella se permitía el lujo de dedicarse a sus dos niños y a otras cosas.
¿Suerte? En el extracto de la tarjeta de crédito había visto una compra en una joyería por 2.650 euros. Esa noche iba a recibir un merecido regalo que haría brillar algo más que sus ojos.
Así que miro a la gitana con todos los aires de superioridad que pudo reunir y dio un tirón para librarse de su mano, a la vez que echaba a andar.
Escúchame bien, paya mala”, le dijo la gitana a su espalda, “tres desgracias te van a pasar: una en la salud, otra en el amor y otra en el dinero”.
La gitana había ido subiendo el tono y Maica se dio cuenta de que la gente que circulaba por la plaza las miraba, así que apretó el paso todo lo que pudo sin llegar a correr, y casi no respiró hasta encontrarse dentro de la peluquería.
Qué bien la hizo sentir aquel remanso de paz y belleza. Tanto que, aunque no lo tenía planeado, decidió someterse a un tratamiento facial, además de hacerse el peinado.
La mascarilla que extendieron por su rostro olía a frutas exóticas y le proporcionó una sensación muy refrescante. Pero sólo durante un par de minutos. Empezó como un ligero escozor y fue aumentando, hasta convertirse en los ardores del infierno acompañados de mucho picor. La esteticién se apresuró a limpiarle todo el emplasto de la cara y Maica vio reflejado en sus ojos un pánico que comprendió perfectamente al verse en el espejo. Su rostro estaba completamente rojo, pero no de una manera uniforme, sino en varias tonalidades, incluso con algún ronchón en las mejillas.
Se le escaparon un par de lágrimas viendo el estado en que se encontraba su, hasta ese momento, cuidado cutis. Pero ni eso pudo permitirse; tuvo que luchar contra el llanto porque las lágrimas saladas aumentaban el suplicio del picor.
La peluquería cerró y todo el personal se volcó con ella, hidratando su cara con cremas, aplicándole correctores, a la vez que se disculpaban una y otra vez. Fue horrible y cansado, e incluso se le pasó la hora de comer.
Después de recoger a sus dos hijos de natación y de tenis, respectivamente, después de vigilar que hicieran los deberes y de darles la cena, después de que por fin llegara la canguro para encargarse de las duchas y de acostarlos, pudo Maica mirarse de nuevo en el espejo y decidió darse otra capa de maquillaje.
Se cambió de ropa y salió corriendo para llegar al restaurante antes que su marido, y así cuando él llegó la encontró sentada a la mesa, relajada, con una copa en la mano, las cosas de casa y de los niños fuera de su mente.
¿Quieres tu regalo antes de cenar? Sé que eres una impaciente”, le dijo él con una sonrisa, ofreciéndole una preciosa cajita cuadrada de terciopelo verde oscuro.
Maica la abrió y su corazón, que palpitaba acelerado desde que había visto el estuche, se detuvo con un frenazo. Era una cadenita de plata con un colgante muy mono en forma de corazón. ¿60 euros? ¿100 euros, si había ido a una tienda muy cara?
Pensó que durante la velada llegaría la explicación, que seguramente habría otro regalo, el verdadero, así que intentó volver a relajarse y disfrutar, pero no lo consiguió del todo. Y la sorpresa que recibió en el coche de camino a casa tampoco le gustó: su marido le anunció que tenía que viajar, que estaría fuera de jueves a sábado por unos problemas en la nueva delegación.
Maica no se enteró muy bien, no pudo escucharle del todo porque una alarma había empezado a sonar en su cerebro ensordeciéndola. El nunca antes había tenido que moverse de la ciudad por trabajo. No podía ser casualidad que ocurriera precisamente en ese momento.
Olvidó darle el regalo que había comprado para él y prácticamente pasó la noche sin dormir, luchando con las imágenes que querían formarse ante sus ojos cerrados, repasando incansable sus movimientos y los de su marido de los últimos tiempos, las conversaciones que habían mantenido, las cosas que habían hecho juntos. No quería encontrar nada y no lo encontró. Seguían siendo perfectamente felices.
La mañana le llegó llena de determinación, decidida a arreglar aquello, a hacer que su maravillosa vida volviera a su cauce.
Metió prisa a los niños y los dejó temprano en el colegio. Se dirigió a la plaza, vacía aún a aquella hora temprana, y se sentó en un banco a esperar. No iba a moverse de allí hasta que apareciera la gitana y sus ramitas de romero.
Y allí estaba, más de dos horas después, con los pies congelados y el estómago lleno de nervios, cuando vio a cuatro gitanas acercarse a la plaza. Tuvo un momento de pánico. ¿Cuál sería la suya? Todas vestían igual, todas llevaban romero. No sería capaz de distinguirlas. Pero, afortunadamente, se separaron y sólo una de ellas se dirigió hacia el centro de la plaza.
Maica se levantó y la agarró del brazo, invirtiendo la escena de la mañana anterior.
Por favor, tiene que librarme de la maldición”. La gitana la miró estupefacta, pero Maica siguió hablando. “Ayer… ¿no se acuerda? Cuando no quise su romero…”
Ay, paya, paya… Una ramita de esto todo lo cura”
Maica metió la mano en su bolso y, a la velocidad del rayo, sacó su monedero.
¿Cuánto…?”
No sé, paya, no sé. Pa quitar una maldición bien echada la voluntad tiene que ser grande. Podemos intentarlo con 700 euros”.
Maica sintió que palidecía. Esa era justo la cantidad que tenía guardada para una chaqueta de la que se había enamorado. Pero tendría que sacrificarse. Valía la pena por su felicidad familiar y su tranquila rutina.
Voy a buscar el dinero”, le dijo a la gitana.
Esta asintió con la cabeza y la vio alejarse, pensando que todos los payos eran tontos.




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