Un mensaje en la botella - Cristina Muñiz Martín



Relato inspirado en la fotografía

Lucas miraba a través de los amplios ventanales. Al otro lado le enseñaba la cara un día de marzo frío y lluvioso, como corresponde a los meses invernales. Arriba, en el cielo, las nubes se deslizaban con rapidez, hostigadas por un viento gélido y violento. Deseó sentir en su cuerpo esa sensación desapacible. Empaparse de frío, lluvia y vida. Al otro lado del cristal, donde estaba él, reinaba un verano cálido y pegajoso que se adhería a la piel y secaba la garganta. Acababa de hablar con el médico. No le había dicho nada que no supiera. El tiempo se acababa. Había batallado durante dos largos, y a la vez cortos años, pero había llegado el momento de parar, de aceptar su destino con resignación y finalizar sus días con dignidad. Ya no sentía la rabia, la impotencia y la angustia de los primeros tiempos. Ahora se encontraba nadando en una nube de calma dulce y relajada. Se sentía preparado, pero antes quería pasar unos días con Elena en la casa de la playa. Los dos solos, lejos de hospitales, familia y amigos. Se lo diría esa tarde, cuando fuera a verlo.
Elena y sus suegros también habían hablado con el médico y sabían que el fin estaba próximo.. Cuando Lucas les expresó su deseo lo miraron perplejos. ¿Cómo vais a ir los dos solos? preguntó la madre, llorosa y asustada. ¿Y si....? la pregunta se heló en los labios del padre. Elena no decía nada. Temblaba solo de pensar en quedarse sola con Lucas, sin tener cerca un hospital, familia o amigos, alguien a quién llamar si era necesario. Sin embargo, cuando Lucas, con voz tranquila, dijo que era su última voluntad todos supieron que debían sacrificar sus miedos para darle un poco de felicidad.
Elena, mientras preparaba el equipaje, lloraba pensando en que esa era su última escapada con Lucas. Ella había sido siempre la que preparaba viajes, escapadas, cenas románticas, visitas a spas...haciendo que Lucas la siguiera con suaves protestas...estamos gastando mucho, deberíamos ahorrar, si un día nos pasa algo...Elena se reía ¿qué les podía pasar? Eran jóvenes, sanos, alegres y con buenos sueldos ¿qué más podían pedir? La vida es para vivirla, decía Elena, y él se dejaba arrastrar, feliz y confiado, a donde ella lo llevara. Sin embargo, un mal día, Lucas comenzó a encontrarse mal: cansancio, mareos, dolores...nada preciso y todo impreciso. Llegaron las consultas médicas, las pruebas, las hospitalizaciones y el diagnóstico fatal que dio un vuelco inesperado a sus vidas, llevándose el color y la alegría y llenándola de sombras.
La vida joven y risueña se había disipado como las nubes revoltosas de primavera. Un año después, Lucas necesitaba ayuda para las tareas más sencillas, aunque nunca se quejaba. Se acabaron los viajes, las cenas románticas y los sueños. Elena trabajaba y lo cuidaba. Esa era ahora su vida. Una vida dura, triste, cruel, sin esperanza, viendo como el amor de su vida se consumía día a día, sin que ella pudiera hacer nada por retenerlo a su lado.
En la casa de la playa, Lucas, que solía levantarse a media mañana, se deslizaba de entre las sábanas antes de amanecer, para sentarse, bien abrigado, en la mecedora situada delante de la amplia cristalera desde donde se veía el mar. Allí, arropado por las sombras y el silencio, se sentía feliz a la espera de ver el sol emerger de entre las aguas. Después, cuando el astro rey hacía acto de presencia, volvía a la cama y se apretaba muy fuerte contra el cuerpo cálido de Elena. Seguían horas de caricias suaves y besos delicados, los dos abrazados como si se tratara de un solo ser, los dos corazones latiendo al unísono.
A media tarde, Elena salía a dar un paseo por la larga y solitaria playa. Enfundada en su abrigo de plumas, su cabeza protegida por un gorro de lana, sentía la caricia del frío como un bálsamo, mientras sus lágrimas fluían como las aguas de un arroyo rabioso, y después gritaba con todas sus fuerzas, fundiendo sus gritos con el rugido de las olas al romper en la orilla. Se sentía sola, alejada de todo su mundo, desamparada, temiendo que en cualquier momento se produjera el temido desenlace...aunque Lucas parecía tan feliz.
La semana pasó y llegó la hora de volver a casa, dejando atrás momentos inolvidables de amor y ternura. Lucas murió veinte días después y el corazón de Elena quedó desgarrado. No había nada ni nadie que pudera calmar ese dolor que se había adueñado de su cuerpo y de su alma. El tiempo lo cura todo, le decían, intentando consolarla. Ella sabía que esa herida no cicatrizaría nunca. Había hecho por Lucas cuanto estuvo en su mano, pero a menudo la asaltaban los remordimientos...podía haberlo cuidado más, le tenía que haber dicho más veces que lo quería, teníamos que haber quedado más tiempo en la casa de la playa...El tiempo pasaba y Elena no lograba sobreponerse al dolor y a la pena. Acabó en la consulta de un psiquiatra que al ver que no conseguía ayudarla a salir de sus postración, ni a que dejara de sentirse culpable, le recomendó que fuera a pasar unos días a la casa de la playa de la que no dejaba de hablar en todas las sesiones. Elena cuando escuchó la recomendación del psiquiatra no solo no sintió rechazo, sino más bien algo parecido a la felicidad. Fue sola, pese a las quejas de su madre. Cuando entró en la casa, las lágrimas y los recuerdos entraron con ella. Se sentó en la mecedora, frente a la cristalera, y allí pasó varias horas hasta que el sol fue devorado por el horizonte. Al día siguiente, salió a dar un paseo por la playa, sintiendo una paz olvidada, dejándose mecer por el viento y el rumor de las olas de un mar en calma. De pronto, ante sus ojos, apareció una botella de vidrio transparente con un mensaje en su interior. Sonrió pensando en cuántas veces le había dicho a Lucas la ilusión que le haría encontrar una botella con un mensaje en una playa desierta, como en las películas. La cogió. No parecía haber sido traída por las olas. Estaba limpia, como si una mano cuidadosa la hubiera colocada allí para ella. Quitó la escasa arena con la manga de la chaqueta, la apretó contra su pecho y volvió a casa. Una vez allí se sentó en el porche dispuesta a leer el mensaje. Un grito de asombro escapó de su garganta.. Era la letra de Lucas. Miró a su alrededor pensando que alguien le estaba gastanto una broma macabra. No vio a nadie. Comenzó a leer. Las lágrimas resbalaban por su rostro mientras las palabras de Lucas se asentaban en su corazón. Era una carta de amor hermosa, llena de ternura. Elena acabó de leerla. Acarició la carta mientras su mirada se perdía en el mar, preguntándose a quién le habría encargado Lucas que dejara la botella en la orilla, preguntándose cómo sabría Lucas que un día volvería a la casa de la playa. Se sentía desconcertada y alegre a un tiempo. En realidad ¿qué importancia tenía quién hubiera sido? Lucas, desde el más allá, le declaraba su amor eterno de la manera más bonita que hubiera podido imaginar y eso era lo único importante.
Unos días después, Elena dirigió la mirada por última vez a la casa que había representado tanto en su vida. Llenó sus ojos con esa visión y, apretando contra su pecho la botella, se despidió de ella para siempre dispuesta comenzar una nueva vida.




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