Todos somos esclavos - Cristina Muñiz Martín


                                           


 Relato inspirado en el título

La tarde se deslizaba con suavidad sobre el lago. Era la hora del reposo de un día de agosto soleado y tranquilo. Las canoas, tras una mañana de trabajo, descansaban en el embarcadero a la espera de que las personas que dormitaban en los alrededores se desembarazaran del sopor de la siesta. Un galló cantó. La mujer que estaba concentrada en la lectura de un libro levantó la vista. A su lado, un hombre, probablemente su marido, tendido sobre una toalla de colores de verano, emitía tenues ronquidos. Unos metros a la derecha, una chica joven permanecía acostada boca arriba, sobre una mesa de madera, con los ojos fijos en el delicado balanceo de las hojas del arbol que la amparaba del ardor de las tres de la tarde. Su chico, sentado en el banco que surgía de la mesa, hablaba con el pastor alemán, grande y viejo, que había atado a la cerca y no paraba de quejarse por ello. Algo más alejados, un grupo de nueve personas confundían sus voces en una discusión de notas medias. Las montañas tomaban un reconfortante baño de sol. De vez en cuando, las piedras del camino gemían bajo los pies de un despistado caminante.
Dos horas después, un bullicio de voces juveniles entremezclado con una conocida nube de polvo, hizo sonreir la tarde. Los árboles agitaron sus ramas a modo de saludo y el pato solitario trazó un surco ondulado sobre las aguas. Las canoas abrieron sus ojos divertidas. Había llegado la hora del baño.
El embarcadero se vio asaltado por una riada de vida. Sobre sus raídas tablas comenzaron a apilarse toallas, zapatos, ropa y bicicletas. Las aguas recibían el impacto de los cuerpos que buscaban, ansiosos, su caricia. Las canoas, libres de ataduras, eran guiadas sobre las mansas aguas por manos alegres e inexpertas. Seis canoas parecían estar echando una carrera a no se sabía dónde, perdiéndose su silueta en la lejanía. De pronto, un coro de chillidos afilados como garras de oso rasgaron la quietud de la tarde. Las conversaciones se apagaron mientras decenas de ojos se afanaban por localizar el origen de los gritos. Venían del fondo del pantano. Las canoas, antes alegres y llenas de vida, fueron surgiendo de la nada, avanzando desesperadas hacia el embarcadero, aunque nadie remaba. Ante el desconcierto general, una tras otra, llegaron las tres primeras canoas, conducidas por manos invisibles. Los teléfonos móviles empezaron a dar la voz de alarma. Llegó la policía, los bomberos y miembros de protección civil. Nadie sabía qué hacer. Hablaban entre ellos y por teléfono con sus superiores para coordinar la búsqueda de los muchachos, sin poder disimular la turbación que les producía enfrentarse a algo desconocido. Alguien vio acercarse dos nuevas canoas. Quedaron todos paralizados, a la espera, temiendo que llegaran vacías, como las tres anteriores. Pero esta vez venían cargadas de chicos y chicas llorosos y aterrorizados. Los ayudaron a salir y los cubrieron con toallas, mientras intentaban arrancarles una explicación de lo sucedido. Ninguno era capaz de hablar, como si el miedo hubiera paralizado su lengua y su cerebro. El pámico se veía reflejado en sus rostros y en sus cuerpos temblorosos. Faltaba aún una canoa. También una chica. La vieron llegar, esta vez avanzando muy lentamente, como si la dirigera un viento ligero y apacible. Cuando se hizo visible, el pantano estalló en espantados gritos de dolor. Sobre la canoa yacía el cuerpo de la joven. Alguien le había colocado las manos cruzadas sobre el pecho, el pelo largo y rojizo extendido como una cascada de fuego. El cuerpo estaba limpio, el biquini intacto. En el cuello, un pequeño agujero, taponado con fango. Sobre su vientre desnudo, escrito con su propia sangre se leía: Todos somos esclavos del tiempo. Mi hora ha llegado.
Días después, los jovenes fueron interrogados. Todas las declaraciones coincidían. Habían acordado hacer una carrera hasta el fondo del pantano, donde se alzaba una espesa vegetación. Al llegar allí, las seis canoas, lo celebraron con risas, mientras los vencedores alzaban sus remos en señal de triunfo. Ya se disponían a dar la vuelta, en una nueva carrera, cuando una fuerza oculta las fue volcando una a una. Cuando los chicos lograron salir a flote, vieron emerger una especie de ser cubierto de musgo y hojas que con una fuerza impresionante había lanzado tres canoas hacia la orilla. Después había cogido a la chica muerta, desapareciendo con ella. Los demás aprovecharon para escapar de allí, a bordo de dos canoas, pues la sexta estaba clavada en el fango, como una bandera de miedo. No encontraron los remos y se dispusieron a remar con las manos, pero notaron como un viento fuerte los empujaba sin esfuerzo hasta la orilla. No podían contar nada más, porque nada más sabían.
El minucioso rastreo y las investigaciones no sirvieron de nada. Pasado el tiempo, olvidado el suceso y abandonado el lago, un día apareció sobre las tablas del embarcadero un cúmulo gigante de musgo y hojas. Era una masa informe, aunque podían distinguirse con claridad un par de piernas y un par de brazos. Haciendo un cerco de seguridad, dos agentes especiales fueron desenmarañando aquella cosa imprecisa e inquietante. A medida que lo hacían, grandes masas de agua se escrurrían por entre las rendijas de la madera para perderse en el lago. Al cabo de dos horas de ardua tarea, no quedaban más que la confusión y varios montones de musgo y hojas muertas. Al retirarlo, los ojos de todos los presentes se clavaron sobre la madera, donde alguien había esculpido con una hoja acerada: Todos somos esclavos del tiempo. Mi hora ha llegado.










Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario