Relato inspirado en el título
La tarde se deslizaba con suavidad sobre el lago. Era la hora del reposo de un día de agosto soleado y tranquilo. Las canoas, tras una mañana de trabajo, descansaban en el embarcadero a la espera de que las personas que dormitaban en los alrededores se desembarazaran del sopor de la siesta. Un galló cantó. La mujer que estaba concentrada en la lectura de un libro levantó la vista. A su lado, un hombre, probablemente su marido, tendido sobre una toalla de colores de verano, emitía tenues ronquidos. Unos metros a la derecha, una chica joven permanecía acostada boca arriba, sobre una mesa de madera, con los ojos fijos en el delicado balanceo de las hojas del arbol que la amparaba del ardor de las tres de la tarde. Su chico, sentado en el banco que surgía de la mesa, hablaba con el pastor alemán, grande y viejo, que había atado a la cerca y no paraba de quejarse por ello. Algo más alejados, un grupo de nueve personas confundían sus voces en una discusión de notas medias. Las montañas tomaban un reconfortante baño de sol. De vez en cuando, las piedras del camino gemían bajo los pies de un despistado caminante.
La tarde se deslizaba con suavidad sobre el lago. Era la hora del reposo de un día de agosto soleado y tranquilo. Las canoas, tras una mañana de trabajo, descansaban en el embarcadero a la espera de que las personas que dormitaban en los alrededores se desembarazaran del sopor de la siesta. Un galló cantó. La mujer que estaba concentrada en la lectura de un libro levantó la vista. A su lado, un hombre, probablemente su marido, tendido sobre una toalla de colores de verano, emitía tenues ronquidos. Unos metros a la derecha, una chica joven permanecía acostada boca arriba, sobre una mesa de madera, con los ojos fijos en el delicado balanceo de las hojas del arbol que la amparaba del ardor de las tres de la tarde. Su chico, sentado en el banco que surgía de la mesa, hablaba con el pastor alemán, grande y viejo, que había atado a la cerca y no paraba de quejarse por ello. Algo más alejados, un grupo de nueve personas confundían sus voces en una discusión de notas medias. Las montañas tomaban un reconfortante baño de sol. De vez en cuando, las piedras del camino gemían bajo los pies de un despistado caminante.
Dos
horas después, un bullicio de voces juveniles entremezclado con una
conocida nube de polvo, hizo sonreir la tarde. Los árboles agitaron
sus ramas a modo de saludo y el pato solitario trazó un surco
ondulado sobre las aguas. Las canoas abrieron sus ojos divertidas.
Había llegado la hora del baño.
El
embarcadero se vio asaltado por una riada de vida. Sobre sus raídas
tablas comenzaron a apilarse toallas, zapatos, ropa y bicicletas. Las
aguas recibían el impacto de los cuerpos que buscaban, ansiosos, su
caricia. Las canoas, libres de ataduras, eran guiadas sobre las
mansas aguas por manos alegres e inexpertas. Seis canoas parecían
estar echando una carrera a no se sabía dónde, perdiéndose su
silueta en la lejanía. De pronto, un coro de chillidos afilados como
garras de oso rasgaron la quietud de la tarde. Las conversaciones se
apagaron mientras decenas de ojos se afanaban por localizar el origen
de los gritos. Venían del fondo del pantano. Las canoas, antes
alegres y llenas de vida, fueron surgiendo de la nada, avanzando
desesperadas hacia el embarcadero, aunque nadie remaba. Ante el
desconcierto general, una tras otra, llegaron las tres primeras
canoas, conducidas por manos invisibles. Los teléfonos móviles
empezaron a dar la voz de alarma. Llegó la policía, los bomberos y
miembros de protección civil. Nadie sabía qué hacer. Hablaban
entre ellos y por teléfono con sus superiores para coordinar la
búsqueda de los muchachos, sin poder disimular la turbación que
les producía enfrentarse a algo desconocido. Alguien vio acercarse
dos nuevas canoas. Quedaron todos paralizados, a la espera, temiendo
que llegaran vacías, como las tres anteriores. Pero esta vez venían
cargadas de chicos y chicas llorosos y aterrorizados. Los ayudaron a
salir y los cubrieron con toallas, mientras intentaban arrancarles
una explicación de lo sucedido. Ninguno era capaz de hablar, como si
el miedo hubiera paralizado su lengua y su cerebro. El pámico se
veía reflejado en sus rostros y en sus cuerpos temblorosos. Faltaba
aún una canoa. También una chica. La vieron llegar, esta vez
avanzando muy lentamente, como si la dirigera un viento ligero y
apacible. Cuando se hizo visible, el pantano estalló en espantados
gritos de dolor. Sobre la canoa yacía el cuerpo de la joven. Alguien
le había colocado las manos cruzadas sobre el pecho, el pelo largo y
rojizo extendido como una cascada de fuego. El cuerpo estaba limpio,
el biquini intacto. En el cuello, un pequeño agujero, taponado con
fango. Sobre su vientre desnudo, escrito con su propia sangre se
leía: Todos somos esclavos del tiempo. Mi hora ha llegado.
Días
después, los jovenes fueron interrogados. Todas las declaraciones
coincidían. Habían acordado hacer una carrera hasta el fondo del
pantano, donde se alzaba una espesa vegetación. Al llegar allí, las
seis canoas, lo celebraron con risas, mientras los vencedores alzaban
sus remos en señal de triunfo. Ya se disponían a dar la vuelta, en
una nueva carrera, cuando una fuerza oculta las fue volcando una a
una. Cuando los chicos lograron salir a flote, vieron emerger una
especie de ser cubierto de musgo y hojas que con una fuerza
impresionante había lanzado tres canoas hacia la orilla. Después
había cogido a la chica muerta, desapareciendo con ella. Los demás
aprovecharon para escapar de allí, a bordo de dos canoas, pues la
sexta estaba clavada en el fango, como una bandera de miedo. No
encontraron los remos y se dispusieron a remar con las manos, pero
notaron como un viento fuerte los empujaba sin esfuerzo hasta la
orilla. No podían contar nada más, porque nada más sabían.
El
minucioso rastreo y las investigaciones no sirvieron de nada. Pasado
el tiempo, olvidado el suceso y abandonado el lago, un día apareció
sobre las tablas del embarcadero un cúmulo gigante de musgo y hojas.
Era una masa informe, aunque podían distinguirse con claridad un par
de piernas y un par de brazos. Haciendo un cerco de seguridad, dos
agentes especiales fueron desenmarañando aquella cosa imprecisa e
inquietante. A medida que lo hacían, grandes masas de agua se
escrurrían por entre las rendijas de la madera para perderse en el
lago. Al cabo de dos horas de ardua tarea, no quedaban más que la
confusión y varios montones de musgo y hojas muertas. Al retirarlo,
los ojos de todos los presentes se clavaron sobre la madera, donde
alguien había esculpido con una hoja acerada: Todos somos esclavos
del tiempo. Mi hora ha llegado.
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