Cesáreo,
hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi
calvo y corto de expresión, tenía, sin embargo, un encanto
especial. No había un plato de la gastronomía francesa que se le
resistiese. Sus amigos se chupaban los dedos con delicatesen como el
ratatouille, esa exquisita mezcla de verduras con tomate, la
bullabeisse y el confit de pato, recetas estrella que explicaba en un
perfecto francés, dejando ojipláticos a sus oyentes.
Cesáreo,
además, sabía escuchar, consolar y decir lo conveniente en cada
momento, sobre todo a las mujeres. Eso le hacía merecedor de la
apreciación de todas las féminas a su alrededor, quienes le
consideraban un ser “adorable”, sensible, noble y puro, un hombre
de los que hay pocos, como decía su hermano Manolo. Las chicas
pensaban que era una especie de rara avis que parecía gay sin
serlo. Su fama se había hecho legendaria y todas las semanas acudía
alguna chica con mal de amores a Cesáreo para ser ayudada y
consolada.
Cesáreo
conocía la imagen que proyectaba, y le sacaba buen partido. Una
tarde, Carmen, prima de una amiga, le llamó muy compungida.
-
Mi marido me ha dejado, por favor, ayúdame.
Su
prima le había contado lo buena persona que era Cesáreo, y él
enseguida le ofreció su casa para consolarla. Al día siguiente,
preparó una quiche lorraine y una fondue de carne y se sentó en el
sillón para esperarla. Carmen llegó a la hora prevista, le dio dos
besos y empezó a llorar desconsoladamente. Cesáreo la escuchaba con
arrobamiento, bizqueando por detrás de sus gafas.
-¿Qué
te parece lo que me ha hecho mi marido?
-Muy
mal, querida, tú no te mereces eso, mientras le cogía la mano
delicadamente.
Ella
seguía desahogándose y le decía de vez en cuando:
-Mi
esposo es un bribón, no como tú, tan buena persona.
Entonces
él la abrazaba muy cariñoso y le daba un beso en la mejilla.
Pasaron
así un par de horas y después Cesáreo sacó la comida y un burdeos
riquísimo. El disgusto le había abierto a Carmen el apetito, y no
paraba de repetir:
-Qué
festín, Cesáreo, qué manos tienes. Esto está delicioso.
Tras
el postre, una charlota de fresas y crema bavarois a la vainilla,
descorcharon una botella de Laurent Perrier, auténtico champagne
francés, y Carmen bebió como una desenfrenada, mientras Cesáreo le
cantaba al oído en voz muy baja y en un francés perfecto: “Ne me
quite pas, il faut d´oublier…”, que luego traducía muy meloso:
“No me abandones, mi amor, debes olvidar, etc”. Ella, aturdida
por tanta comida y medio borracha, se inclinó hacia atrás con
voluptuosidad, y dijo:
-Sí,
Cesáreo, hay que olvidar. Ay Cesáreo, eres un encanto.
En
ese momento, él aprovechó para empezar a darle besos ardientes en
el cuello y en la boca. Ella se dejaba hacer, estaba feliz. En un
arrebato de pasión, Carmen le desabrochó la camisa y empezó a
hacerle chupetones por todos los sitios, hasta en la calva. Los dos
fueron al dormitorio y allí pasó lo que tenía que pasar. A
medianoche, Carmen se despidió de Cesáreo con estas palabras:
-
Esta tarde lo he pasado contigo mejor que en todo mi matrimonio,
Cesáreo. Eres maravilloso. Mañana vendré otra vez, si no te
importa.
- Carmen, mejor que no, estás
muy delicada, tienes que descansar, querida, no se puede abusar de
las emociones, contestó, le dio un abrazo larguísimo y besó su
mano derecha.
Cuando
ella se fue, más feliz que una perdiz, Cesáreo llamó a su hermano
y confidente, y le dijo:
-Ya
está, Manolo, otra que ha caído. No hay nada como saber
consolarlas. A ver a quién me mandas mañana.
Y
se fue a la cama henchido de orgullo por su savoir faire y sus dotes
de seducción.
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