Cesáreo - Isabel Marina




Cesáreo, hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi calvo y corto de expresión, tenía, sin embargo, un encanto especial. No había un plato de la gastronomía francesa que se le resistiese. Sus amigos se chupaban los dedos con delicatesen como el ratatouille, esa exquisita mezcla de verduras con tomate, la bullabeisse y el confit de pato, recetas estrella que explicaba en un perfecto francés, dejando ojipláticos a sus oyentes.
Cesáreo, además, sabía escuchar, consolar y decir lo conveniente en cada momento, sobre todo a las mujeres. Eso le hacía merecedor de la apreciación de todas las féminas a su alrededor, quienes le consideraban un ser “adorable”, sensible, noble y puro, un hombre de los que hay pocos, como decía su hermano Manolo. Las chicas pensaban que era una especie de rara avis que parecía gay sin serlo. Su fama se había hecho legendaria y todas las semanas acudía alguna chica con mal de amores a Cesáreo para ser ayudada y consolada.
Cesáreo conocía la imagen que proyectaba, y le sacaba buen partido. Una tarde, Carmen, prima de una amiga, le llamó muy compungida.
- Mi marido me ha dejado, por favor, ayúdame.
Su prima le había contado lo buena persona que era Cesáreo, y él enseguida le ofreció su casa para consolarla. Al día siguiente, preparó una quiche lorraine y una fondue de carne y se sentó en el sillón para esperarla. Carmen llegó a la hora prevista, le dio dos besos y empezó a llorar desconsoladamente. Cesáreo la escuchaba con arrobamiento, bizqueando por detrás de sus gafas.
-¿Qué te parece lo que me ha hecho mi marido?
-Muy mal, querida, tú no te mereces eso, mientras le cogía la mano delicadamente.
Ella seguía desahogándose y le decía de vez en cuando:
-Mi esposo es un bribón, no como tú, tan buena persona.
Entonces él la abrazaba muy cariñoso y le daba un beso en la mejilla.
Pasaron así un par de horas y después Cesáreo sacó la comida y un burdeos riquísimo. El disgusto le había abierto a Carmen el apetito, y no paraba de repetir:
-Qué festín, Cesáreo, qué manos tienes. Esto está delicioso.
Tras el postre, una charlota de fresas y crema bavarois a la vainilla, descorcharon una botella de Laurent Perrier, auténtico champagne francés, y Carmen bebió como una desenfrenada, mientras Cesáreo le cantaba al oído en voz muy baja y en un francés perfecto: “Ne me quite pas, il faut d´oublier…”, que luego traducía muy meloso: “No me abandones, mi amor, debes olvidar, etc”. Ella, aturdida por tanta comida y medio borracha, se inclinó hacia atrás con voluptuosidad, y dijo:
-Sí, Cesáreo, hay que olvidar. Ay Cesáreo, eres un encanto.
En ese momento, él aprovechó para empezar a darle besos ardientes en el cuello y en la boca. Ella se dejaba hacer, estaba feliz. En un arrebato de pasión, Carmen le desabrochó la camisa y empezó a hacerle chupetones por todos los sitios, hasta en la calva. Los dos fueron al dormitorio y allí pasó lo que tenía que pasar. A medianoche, Carmen se despidió de Cesáreo con estas palabras:
- Esta tarde lo he pasado contigo mejor que en todo mi matrimonio, Cesáreo. Eres maravilloso. Mañana vendré otra vez, si no te importa.
- Carmen, mejor que no, estás muy delicada, tienes que descansar, querida, no se puede abusar de las emociones, contestó, le dio un abrazo larguísimo y besó su mano derecha.
Cuando ella se fue, más feliz que una perdiz, Cesáreo llamó a su hermano y confidente, y le dijo:
-Ya está, Manolo, otra que ha caído. No hay nada como saber consolarlas. A ver a quién me mandas mañana.
Y se fue a la cama henchido de orgullo por su savoir faire y sus dotes de seducción.






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