Yasmina,
inmóvil y ausente, se deja vestir. Debajo, el vestido rosa, símbolo
de su feminidad. Encima, el vestido blanco, símbolo de su pureza. Su
madre, tías y abuelas, se mueven a su alrededor como una bandada de
pájaros chillones, colocándole el vestido, el pelo, los zapatos,
los anillos, la voluminosa pulsera y por último la diadema.
Yasmina
recuerda la boda de su prima, meses atrás, con casi setecientas
personas en el convite. Recuerda las voces, los murmullos, los
cánticos, las risas y las situaciones tensas entre distintas
familias. Pero lo que más le había impactado había sido el
episodio del pañuelo. ¿cómo será?, se pregunta. A su prima, como
a todas las mujeres cuando llega el momento, la habían metido en un
cuarto acompañada de un grupo numeroso de mujeres cantanto y tocando
palmas. A ella no la dejaron entrar, eso estaba reservado a las
casadas. Pasado un tiempo que se le hizo eterno, había visto salir a
“la ajuntaora” con el pañuelo manchado de sangre, lo que hizo
estallar una gran algarabía. Los hombres abrazaron al novio, como si
hubiera hecho alguna proeza que ella no lograba llegar a entender.
Las mujeres fueron saliendo de la habitación, con gran alborozo,
arrastrando con ellas a su prima, llorosa y asustada. Parecía estar
pasándolo mal, pero nadie lo tenía en cuenta o quizás a nadie le
importaba. Tiempo después le contó que había sido una de las
peores experiencias de su vida, que los gritos y la gente a su
alrededor la mareaban, la hacían sentirse como se debe sentir un
toro jaleado en las fiestas de un pueblo. Ella le preguntó por la
sangre, algo que le preocupaba. Su prima le contó que dolía, que lo
mejor era relajarse, aunque resultaba difícil hacerlo en esa
situación. Que la sangre era poca, no como la regla. Y que después
con el marido era más fácil, el camino ya estaba abierto, eso le
había dicho su madre, aunque a ella le había dolido la primera
noche y también unas cuantas noches más. Yasmina se atrevió a
preguntarle a su madre por qué se hacía eso, para qué servía,
recibiendo por toda respuesta las palabras agrias de su abuela
paterna “siempre se ha hecho así, niña, así que cállate” ,
mientras su madre le regalaba una mirada comprensiva, como diciéndole
que no se podía hacer nada, que las cosas eran así y debía
aceptarlo.
Yasmina
ya está lista. Sus dieciséis años lucen espléndidos entre una
gran masa de gasas y tules. Su suegro, que ha pagado el traje de
novia como manda la tradición, se ha esmerado para que sea una novia
bonita y lujosa, que nadie dude de su capacidad económica. Yasmina
sale de casa acompañada de los suyos; sus hermanas y primas
encerradas en trajes largos, vaporosos y coloridos. Una limusina
blanca espera a la novia, rodeada de un tumulto de gente alborozada
vestida de fiesta. Las cabezas asoman por ventanas y balcones a
observar el espectáculo. Yasmina espera que ninguno de sus
compañeros de instituto la esté viendo en ese momento, se moriría
de vergüenza. Al llegar a su destino, apenas ve a la multitud que
la espera. Todas las miradas se dirigen a la novia que baja la
cabeza, aunque su padre le ordena levantarla; que todos los invitados
puedan contemplar la tiara, el fastuoso collar, las sortijas, la
pulsera y los lujosos pendientes. Yasmina obedece, traga saliva y
entra en el templo regalando a su futuro marido una escueta sonrisa.
Durante la ceremonia apenas siente los cánticos ni las palabras del
pastor, todo el tiempo pensando en la ceremonia del pañuelo,
preguntándose que sentirá, aunque no va a tardar en saberlo ¿Y en
la cama? ¿Qué pasará en la cama? Su madre solo le ha dicho que
deje a su marido, que el sabrá qué hacer. Su prima le ha explicado
algo, pero lo poco que le ha dicho entre risas y tapándose la boca,
le produce una sensación mezcla de morbo y asco. Apenas conoce a
Manuel, todo ha sido muy rápido. Se han visto seis o siete veces y
siempre en compañía de sus respectivas familias. ¿Le gustará
sentir las manos de Manuel sobre su cuerpo? Le tocará el pecho, lo
besará y lo chupará, eso lo sabe. Y también que la tocará en sus
partes más intimas donde introducirá su miembro, que no deja de
preguntarse cómo será, pues solo ha visto los de los niños. En los
libros del instituto venían dibujados y explicados los órganos
sexuales de hombres y mujeres, pero su padre le había arrancado esas
hojas, prohibiéndole asistir a clase el día que la profesora
explicó ese tema. Lo único que sabe es lo que le ha dicho su prima,
que es mucho mayor que el de los niños y que además se hincha como
un globo antes de penetrarla, hasta parecer una estaca dura y fuerte,
como el bastón del abuelo Remigio. ¿Por qué la casan tan pronto y
tan de repente sus padres? Ella les dijo que quería estudiar el
bachiller, había sacado buenas notas en la ESO. Soñaba con ser
maestra para enseñar a los niños, pero sus padres no estuvieron de
acuerdo. Su destino era casarse y tener hijo. Muchos hijos y lo más
pronto posible. A ella le gustaría ser como sus compañeras de
instituto, libres para salir con amigas, con chicos, elegir a quien
regalarle un beso y sobre todo elegir su destino. Pero nunca podrá
hacerlo. Ya no.
A
la salida de la iglesia y al llegar al restaurante la besan y abrazan
cientos de bocas y miles de brazos. El vestido pesa mucho y apenas
puede moverse. Necesita ir al baño. Se lo dice a su madre. Se ve
acompañada por un grupo de jubilosas mujeres, que quedan a la puerta
mirando y sonriendo mientras ella alivia su vejiga. Yasmina desea que
ese día acabe de una vez, que pase ya todo lo que tiene que pasar,
pero aún queda el convite. Mesas repletas de alimentos, bebidas y
dulces. Conversaciones en voz alta, brindis a los novios, a los
padres, a los abuelos. Yasmina no logra sonreír aunque parece ser
el deseo de todos los presentes “sonríe niña, sonríe, que es el
día más feliz de tu vida”. Llega la hora de pasar a la
habitación, de cumplir con el rito. La tienden sobre una tela blanca
adornada con pétalos de rosa. La obligan a abrir las piernas. Hay
muchas mujeres a su alrededor y el aire huele a sudor y a toda clase
de perfumes. Su respiración se acelera y le falta el aire. Quizás
me desmaye, piensa. Sí, eso estaría bien, así no sentiré nada. Su
cara pálida empapada en sudor alerta a la abuela paterna que le
suelta un par de tortas “Espabila, niña, espabila, que no es para
tanto”. Su madre y su tía comienzan a abanicarla, una a cada lado.
Le mandan doblar las rodillas y obedece. Le mandan abrir las piernas
y obedece. Le quitan las bragas. Una mano introduce en su sexo un
dedo enfundado en el bonito pañuelo cosido por su madre y su abuela
materna. Siente un dolor punzante. Instintivamente muerde los labios,
cierra las piernas y arquea el cuerpo. La mujer saca el dedo. No hay
muestras de sangre. Los ceños se fruncen y las miradas se
interrogan. La mujer vuelve a meter el dedo. Esta vez el dolor es
mayor y suelta un gemido. Por segunda vez el pañuelo sale sin la
esperada mancha roja. Por la aterrada cara de su madre resbala una
lágrima. El aliento irritado de su abuela paterna le sacude la cara
“¿Eres virgen, niña? ¿Eres virgen?” Yasmina afirma con la
cabeza, sin poder reprimir un sollozo. Quiere escapar de allí, de
todo aquello, de su mundo. Pero permanece tendida, como si una
gigantesca mano de plomo le impidiera levantarse. “La ajuntaora”
le abre más las piernas y husmea en sus genitales. Levanta la cabeza
y sonríe. Las caras se distienden. La mujer vuelve a meter el dedo.
Aprieta fuerte. Muy fuerte. Yasmina se encoge y chilla. El pañuelo
luce al fin las tres rosas de sangre. Las mujeres ríen, bailan,
cantan y aplauden. Le ponen las bragas y le limpian los surcos de
rimel de la cara. Después la incorporan y le arreglan el vestido.
“La ajuntaora” sale del cuarto y el salón de boda estalla en un
júbillo estridente. La sacan en volandas. Ya solo queda la llegada
de la noche. Quiere que llegue pronto y que pase, y que pasen muchas
noches, para dejar de pensar en los estudios, en ser maestra, en ser
libre. Para ser una más, ya para siempre.
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