El final de un sueño - Cristina Muñiz Martín


                                          

Yasmina, inmóvil y ausente, se deja vestir. Debajo, el vestido rosa, símbolo de su feminidad. Encima, el vestido blanco, símbolo de su pureza. Su madre, tías y abuelas, se mueven a su alrededor como una bandada de pájaros chillones, colocándole el vestido, el pelo, los zapatos, los anillos, la voluminosa pulsera y por último la diadema.
Yasmina recuerda la boda de su prima, meses atrás, con casi setecientas personas en el convite. Recuerda las voces, los murmullos, los cánticos, las risas y las situaciones tensas entre distintas familias. Pero lo que más le había impactado había sido el episodio del pañuelo. ¿cómo será?, se pregunta. A su prima, como a todas las mujeres cuando llega el momento, la habían metido en un cuarto acompañada de un grupo numeroso de mujeres cantanto y tocando palmas. A ella no la dejaron entrar, eso estaba reservado a las casadas. Pasado un tiempo que se le hizo eterno, había visto salir a “la ajuntaora” con el pañuelo manchado de sangre, lo que hizo estallar una gran algarabía. Los hombres abrazaron al novio, como si hubiera hecho alguna proeza que ella no lograba llegar a entender. Las mujeres fueron saliendo de la habitación, con gran alborozo, arrastrando con ellas a su prima, llorosa y asustada. Parecía estar pasándolo mal, pero nadie lo tenía en cuenta o quizás a nadie le importaba. Tiempo después le contó que había sido una de las peores experiencias de su vida, que los gritos y la gente a su alrededor la mareaban, la hacían sentirse como se debe sentir un toro jaleado en las fiestas de un pueblo. Ella le preguntó por la sangre, algo que le preocupaba. Su prima le contó que dolía, que lo mejor era relajarse, aunque resultaba difícil hacerlo en esa situación. Que la sangre era poca, no como la regla. Y que después con el marido era más fácil, el camino ya estaba abierto, eso le había dicho su madre, aunque a ella le había dolido la primera noche y también unas cuantas noches más. Yasmina se atrevió a preguntarle a su madre por qué se hacía eso, para qué servía, recibiendo por toda respuesta las palabras agrias de su abuela paterna “siempre se ha hecho así, niña, así que cállate” , mientras su madre le regalaba una mirada comprensiva, como diciéndole que no se podía hacer nada, que las cosas eran así y debía aceptarlo.
Yasmina ya está lista. Sus dieciséis años lucen espléndidos entre una gran masa de gasas y tules. Su suegro, que ha pagado el traje de novia como manda la tradición, se ha esmerado para que sea una novia bonita y lujosa, que nadie dude de su capacidad económica. Yasmina sale de casa acompañada de los suyos; sus hermanas y primas encerradas en trajes largos, vaporosos y coloridos. Una limusina blanca espera a la novia, rodeada de un tumulto de gente alborozada vestida de fiesta. Las cabezas asoman por ventanas y balcones a observar el espectáculo. Yasmina espera que ninguno de sus compañeros de instituto la esté viendo en ese momento, se moriría de vergüenza. Al llegar a su destino, apenas ve a la multitud que la espera. Todas las miradas se dirigen a la novia que baja la cabeza, aunque su padre le ordena levantarla; que todos los invitados puedan contemplar la tiara, el fastuoso collar, las sortijas, la pulsera y los lujosos pendientes. Yasmina obedece, traga saliva y entra en el templo regalando a su futuro marido una escueta sonrisa. Durante la ceremonia apenas siente los cánticos ni las palabras del pastor, todo el tiempo pensando en la ceremonia del pañuelo, preguntándose que sentirá, aunque no va a tardar en saberlo ¿Y en la cama? ¿Qué pasará en la cama? Su madre solo le ha dicho que deje a su marido, que el sabrá qué hacer. Su prima le ha explicado algo, pero lo poco que le ha dicho entre risas y tapándose la boca, le produce una sensación mezcla de morbo y asco. Apenas conoce a Manuel, todo ha sido muy rápido. Se han visto seis o siete veces y siempre en compañía de sus respectivas familias. ¿Le gustará sentir las manos de Manuel sobre su cuerpo? Le tocará el pecho, lo besará y lo chupará, eso lo sabe. Y también que la tocará en sus partes más intimas donde introducirá su miembro, que no deja de preguntarse cómo será, pues solo ha visto los de los niños. En los libros del instituto venían dibujados y explicados los órganos sexuales de hombres y mujeres, pero su padre le había arrancado esas hojas, prohibiéndole asistir a clase el día que la profesora explicó ese tema. Lo único que sabe es lo que le ha dicho su prima, que es mucho mayor que el de los niños y que además se hincha como un globo antes de penetrarla, hasta parecer una estaca dura y fuerte, como el bastón del abuelo Remigio. ¿Por qué la casan tan pronto y tan de repente sus padres? Ella les dijo que quería estudiar el bachiller, había sacado buenas notas en la ESO. Soñaba con ser maestra para enseñar a los niños, pero sus padres no estuvieron de acuerdo. Su destino era casarse y tener hijo. Muchos hijos y lo más pronto posible. A ella le gustaría ser como sus compañeras de instituto, libres para salir con amigas, con chicos, elegir a quien regalarle un beso y sobre todo elegir su destino. Pero nunca podrá hacerlo. Ya no.
A la salida de la iglesia y al llegar al restaurante la besan y abrazan cientos de bocas y miles de brazos. El vestido pesa mucho y apenas puede moverse. Necesita ir al baño. Se lo dice a su madre. Se ve acompañada por un grupo de jubilosas mujeres, que quedan a la puerta mirando y sonriendo mientras ella alivia su vejiga. Yasmina desea que ese día acabe de una vez, que pase ya todo lo que tiene que pasar, pero aún queda el convite. Mesas repletas de alimentos, bebidas y dulces. Conversaciones en voz alta, brindis a los novios, a los padres, a los abuelos. Yasmina no logra sonreír aunque parece ser el deseo de todos los presentes “sonríe niña, sonríe, que es el día más feliz de tu vida”. Llega la hora de pasar a la habitación, de cumplir con el rito. La tienden sobre una tela blanca adornada con pétalos de rosa. La obligan a abrir las piernas. Hay muchas mujeres a su alrededor y el aire huele a sudor y a toda clase de perfumes. Su respiración se acelera y le falta el aire. Quizás me desmaye, piensa. Sí, eso estaría bien, así no sentiré nada. Su cara pálida empapada en sudor alerta a la abuela paterna que le suelta un par de tortas “Espabila, niña, espabila, que no es para tanto”. Su madre y su tía comienzan a abanicarla, una a cada lado. Le mandan doblar las rodillas y obedece. Le mandan abrir las piernas y obedece. Le quitan las bragas. Una mano introduce en su sexo un dedo enfundado en el bonito pañuelo cosido por su madre y su abuela materna. Siente un dolor punzante. Instintivamente muerde los labios, cierra las piernas y arquea el cuerpo. La mujer saca el dedo. No hay muestras de sangre. Los ceños se fruncen y las miradas se interrogan. La mujer vuelve a meter el dedo. Esta vez el dolor es mayor y suelta un gemido. Por segunda vez el pañuelo sale sin la esperada mancha roja. Por la aterrada cara de su madre resbala una lágrima. El aliento irritado de su abuela paterna le sacude la cara “¿Eres virgen, niña? ¿Eres virgen?” Yasmina afirma con la cabeza, sin poder reprimir un sollozo. Quiere escapar de allí, de todo aquello, de su mundo. Pero permanece tendida, como si una gigantesca mano de plomo le impidiera levantarse. “La ajuntaora” le abre más las piernas y husmea en sus genitales. Levanta la cabeza y sonríe. Las caras se distienden. La mujer vuelve a meter el dedo. Aprieta fuerte. Muy fuerte. Yasmina se encoge y chilla. El pañuelo luce al fin las tres rosas de sangre. Las mujeres ríen, bailan, cantan y aplauden. Le ponen las bragas y le limpian los surcos de rimel de la cara. Después la incorporan y le arreglan el vestido. “La ajuntaora” sale del cuarto y el salón de boda estalla en un júbillo estridente. La sacan en volandas. Ya solo queda la llegada de la noche. Quiere que llegue pronto y que pase, y que pasen muchas noches, para dejar de pensar en los estudios, en ser maestra, en ser libre. Para ser una más, ya para siempre.



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