Lejos- Esperanza Tirado


                                           


El edificio empezó a quedarse sin inquilinos. Ya casi no se cruzaba a nadie en el portal. Los perros del bloque ya no cortaban el silencio con sus agudos ladridos. El aire tenía una densidad extraña, casi irrespirable. Entonces se dio cuenta cuando se rascó la pierna y no notó la media de nylon barato que siempre la envolvía. El verano estaba allí.
Como no tenía niños no se había percatado de que sus menudos vecinos ya no jugaban en el parque vecino o en el patio del colegio porque ya les habrían entregado las notas de fin de curso. Tampoco se fijó, o pretendió no verlo, en cómo los coches salían del garaje con las bacas atestadas de maletas, sombrillas y demás bártulos veraniegos. Como los padres ya habían cobrado la paga extra se habrían ido de viaje todos juntos a gastarla.
Pendiente de revisar las ofertas de empleo, de que a su marido no se le pasase la fecha de ir a sellar el paro y de llevar a su madre al hospital a sus chequeos de rutina, se pasaba sus meses. Para ella no había vacaciones ni cambio de estaciones ni cambio de hora ni cambio ninguno.
Cuando ponía le tele los colores de los anuncios de las páginas de ofertas de viajes la mareaban. ¿De verdad tanta gente se iba de vacaciones a sitios tan lejanos? ¿Tanto ganaban todos para irse de puente, de Semana Santa y de veraneo? ¿La crisis había terminado ya y ella no se había dado cuenta? ¿O sería un truco de los publicistas para animar al personal?
Cuando iba a la peluquería ojeaba las revistas llenas de famosos que le sonreían desde playas remotas y exóticas. Mientras le ponían los rulos cerraba los ojos y soñaba que ella también aparecía en esas fotos de azul sol radiante y blanca arena. Cuando subía casa y veía a su Manolo repantingado en el sofá, con la barriga peluda al aire bebiendo una cerveza mientras revisaba en el teletexto los resultados del fútbol, el sueño se esfumaba. La de tiempo que hacía que no compraba un bote de Aftersun. ¿Para qué? Su piel estaba más blanca que la leche de tanto como hacía que no veía un rayo de sol en condiciones.
Abría la nevera para preparar la cena y dejaba la puerta abierta para refrescarse un poco del ahogo del secador de la pelu, que en pleno verano parecía que aumentaba unos cuantos grados. El aire acondicionado se había roto hacía dos veranos y ahí estaba el cacharro, inservible en una caja, ocupando sitio en el altillo.
–Cuando me den la indemnización lo llevaré a arreglar –dijo Manolo.
Pero la indemnización no llegó, ni un trabajo nuevo tampoco. Y el pago del arreglo del aire acondicionado pasó a ser un lujo imposible de asumir.
A pesar de todo conseguían llegar a fin de mes con su sueldo de limpiadora. Aunque su jefe era un cabrón que le pagaba la mitad de las horas trabajadas. Su madre a veces le arrimaba parte de su pensión, cosa que a ella le irritaba profundamente.
–Mamá, no hace falta que me des la paga como cuando era niña. Ya nos apañamos.
–Hija, y yo para qué lo quiero... – respondía su madre, tejiendo rebequitas desde la mecedora– Anda, cómprate un vestido bonito y salid a cenar y que os dé el aire. Que os vais a quedar más mustios que las flores de la terraza.
Y ella lo guardaba para alguna emergencia o para algún viaje que nunca organizaba, porque siempre había algo que arreglar, algo que pagar o alguna medicina que comprar. Y el IVA de los viajes subía desorbitadamente cada año.
Y el verano pasaba, el calor se iba y sus vecinos regresaban con sus coches llenos de maletas, arena y sombrillas. Los perros volvían a ladrar, los niños voceaban de nuevo en el parque y en el patio del colegio.
Y ella seguía soñando que algún verano ella también se iría de vacaciones con su Manolo. Lejos, muy lejos.




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