San Borondón - Marian Muñoz





Desconocía cuanto tiempo llevaba allí. Adormecida se levantó torpemente tratando de recordar donde se encontraba. La cama sobre la que estuvo tumbada era pequeña, igual que el espacio entre aquellas cuatro paredes. Oía sonidos que no reconocía, decidió hacer acopio de todas sus fuerzas y salir de aquella habitación.
La molestaba sobremanera el siseo del ventilador girando, no cumplía en absoluto su función, el calor allí era infernal.
En una de las paredes colgaba un cuadro, en un bosque frondoso aparecía una ardilla comiendo tranquilamente una nuez, al menos esa impresión le causó aquella imagen. ¡Cuanto daría por estar inmersa en aquel verdor, seguro que el calor allí no sería tan pegajoso!
La habitación estaba en semipenumbra, al salir tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la intensa luz, que a raudales entraba por las ventanas de aquel salón.
Allí no había nadie, nadie a quien preguntar donde se hallaba, nadie a quien pedir un poco de agua, tenía la garganta reseca, por lo que comenzó a buscar la cocina. Simplemente eran un par de muebles en un lateral de aquel salón, lo suficiente para ver un grifo, al que se dirigió con la intención de beber, sin esperar encontrar un vaso. Su sed era tan imperiosa que con la mano se serviría, más craso error, aquel agua estaba salada. Lo achacó a su aturdimiento, y probó de nuevo, pero no, realmente estaba salada, tosiendo por el mal trago, descubrió una nevera, se dirigió a ella sin dudar y sí, por fin, encontró el líquido elemento y bien fresco. Su interior estaba lleno de toda clase de verduras, algunas le sonaban y otras no.
Algo más tranquila y recuperada, intentó buscar una salida por ver si daba con alguien a quien preguntar, dónde demonios estaba.
Vio una puerta, la abrió y a pesar de la cegadora luz del sol, divisó relativamente cerca a un hombre sentado en el suelo, lanzadera en mano remendaba unas redes, al verla asomar, se acercó.

  • Vaya, veo que ya se encuentra mejor, linda damisela.
  • Sí gracias – dijo ella- ¿Podría decirme donde estoy?
  • En la isla de San Borondón, y esta es mi humilde morada –señalando la casa de donde acababa de salir-.
  • ¿Y cómo he llegado hasta aquí?
  • Pues a ciencia cierta no lo sé, la encontré inconsciente en la orilla, ahí cerca, y no pude por menos que intentar auxiliarla. Ha estado tres días durmiendo, apenas ha probado algo de caldo que le hacía para que no se deshidratara, porque con estos calores hay que tener mucho cuidado.
  • La verdad es que algo voy recordando, pero no estoy muy segura –contestó aturdida-.
  • No se preocupe, poco a poco estará mejor y logrará acordarse de lo que sucedió.
  • Y usted, ¿que piensa sobre lo que me pudo pasar?
  • Bueno, yo no soy mucho de suposiciones, ya ve usted, me gano la vida pescando y si no voy a tiro fijo, no como ni consigo salario.
  • Ya, y ¿esta isla donde se ubica?
  • Pues estamos entre La Palma, La Gomera y El Hierro, en las Islas Canarias.
  • ¡Ay ya recuerdo! Estaba de excursión en La Gomera, nos llevaron a ver el Bosque de Garajonay, y nos hicieron una demostración del silbo, pero ni idea de porqué aparecí aquí.
  • ¿Dónde estaba usted alojada y con quien?
  • Pues, déjeme pensar –recapacitando un instante, recordó- estaba con mi hermana y su marido, sí, y creo que en un hotel en Cascajas o algo así, ¿le suena ese nombre?
  • Cancajos, sí claro, es una zona de La Palma. Pues sin temor a equivocarme, seguro que al volver en el barco desde La Gomera hacia La Palma, se cayó al agua y apareció en esta playa.
  • Necesito ponerme en contacto con ellos para decirles que estoy bien y que me vengan a buscar. ¿Podía usar su teléfono móvil?
  • ¡Ay no señorita! No tengo de eso, pero seguramente allá arriba en el casoplón, lo tendrán.
Miró hacia arriba de la colina, descubriendo una mansión enorme, lo parecía aún más por estar en la misma dirección que la casa del pescador, la cual era bien pequeña. Encaminó sus pasos en pos de encontrar algo de civilización que aquel buen hombre no podía proporcionarle.
Un muro bajo rodeaba toda la finca, y en el centro, dominando la visión de toda la isla, se hallaba la mansión. No tenía verja que impidiera la entrada y continuó camino buscando la puerta que diera acceso a la casa, adentrándose en el jardín. La rodeaban árboles frutales de todas clases en plena flor, multitud de parterres con diferentes flores de vistosos colores, sonido de pájaros acompañaban sus andares, y por fin, llegó al portón que parecía dar paso al interior de la casa
Golpeó la aldaba y al girarse para echar un vistazo a la isla vio una niebla persistente que subía colina arriba, lo envolvía todo oscureciendo el día. Cuando quiso escapar de ella, se evaporó.

Al mirar a su alrededor reconoció la piscina del hotel, su hermana y su cuñado la estaban llamando desde el agua, no había duda, se había dormido bajo aquel tórrido sol, había sido un mal sueño.
Cogió carrerilla y se lanzó en medio de los dos. Se salpicaban y reían, y oyó a su cuñado decir - Mañana iremos de excursión a La Gomera-.
¡Pues me temo que no voy a ir! He de averiguar lo que pueda del casoplón de San Borondón. Si vais, tened cuidado al regreso, no os vayáis a caer del barco.








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