Cuando era niña
mi abuela me llevaba al molino a moler maíz. Estaba situado junto al
río, en una casoplón enorme propiedad de la señora
Genoveva, una mujer muy mayor, afable y sonriente, que siempre me
obsequiaba con un caramelo de fresa. A mí me encantaban aquellas
visitas al molino con mi abuela. Cuando me invitaba a acompañarla me
sentía como si me fuera de excursión y
durante las horas en que permanecíamos allí, me perdía escuchando
en sonido de la piedra mientras machacaba el grano. A veces aparecía
por allí el señor Ramiro, el esposo de Genoveva, tan viejo como
ella pero siempre trajinando en el huerto, de donde aparecía cargada
con patatas, verdura, o
cualquier otro produzco que previamente había plantado y que en
aquellos momentos recolectaba. Un día hasta trajo una ardilla.
Sabía que yo estaba allí y me
la quiso enseñar, pues eran unos animales que siempre me llamaban la
atención cuando los veía correr con sorprendente agilidad sobre las
ramas de los árboles.
Por
aquel entonces mi abuela se dedicaba a coser por las casas, y cuando
yo no tenía clases también me llevaba con ella. También me
encantaba verla coser, incluso cuando no me veía lo intentaba yo,
envolvía el hilo en la canilla, la introducía en la lanzadera,
enhebraba la aguja y daba tres
o cuatro puntadas a cualquier trozo de tela. La tarde en que ocurrió
aquello mi abuela iba a coser para la señora Genoveva. Le había
encargado unos mandilones para trajinar por el molino. Casualmente yo
no estaba en casa y por eso no la acompañé. Menos mal, porque
cuando llegó al molino se encontró con el espectáculo más
dantesco jamas visto en el pueblo. La señora Genoveva y su marido
habían sido arrojados centro de la piedra de moler y... bueno creo
que no hace falta que diga en qué estado se encontraban.
Durante
mucho tiempo en el pueblo no se habló de otra cosa. Los rumores se
extendieron por todos lados como una gran ola
producida por un tsunami. Unos hablaban de suicidio, los más de un
asesinato sangriento e inquietante que jamás se resolvió. Al mismo
tiempo el viejo caserón del molino se fue deteriorando. La magnífica
casa había ido a parar a manos de unos sobrinos del matrimonio,
únicos herederos, que intentaron venderla sin ningún éxito, puesto
que los acontecimientos ocurridos en su interior despertaban, con
razón a sin ella, ciertos recelos en los posibles compradores. Así
fue que la mansión cayó en el abandono, el tejado se hundió y las
paredes fueron devoradas por las hiedras y las zarzas.
Hace unos quince años que ocurrió todo eso. Durante estos años
mi vida ha cambiado mucho. Acabé mis estudios, encontré trabajo y
me marché a vivir lejos del pueblo, al que, no obstante, acudo
siempre a pasar unos días cuando me dan vacaciones. Este último
verano así hice, como todos los veranos, y una tarde bochornosa de
cielo nublado se me ocurrió salir a dar una paseo por los
alrededores y recordando mis años infantiles me dirigí al viejo
molino. Cuando estuve ante él me llevé una gran sorpresa. Ya no
estaba abandonado. Alguien se había ocupado de volverlo a su estado
original, y cuando digo estado original quiero decir exactamente eso.
El caserón se encontraba tal y como estaba cuando vivían en él
Genoveva y su marido. La misma puerta, las paredes medio despintadas,
el banco de madera desgastada. Pensé que era muy extraño que
alguien se hubiera ocupado de ponerlo así, medio arreglado y cuando
llegué a casa se lo comenté a mi madre, la cual me miró con los
ojos desorbitados y expresión de pánico.
-Tú también lo has visto. No vuelvas por allí. - dijo alarmada.
-¿Por
qué? - le pregunté, mientras me sentaba frente al ventilador
para que se me aplacaran un pocos los calores que estaba comenzando a
sentir provocados por el miedo.
-Porque esa casa está embrujada. De un tiempo a esta parte la
gente ha comenzado a verla así, como la has visto tú, pero la casa
sigue estando en ruinas, nada ha cambiado. El otro día el señor
Manuel, el de la tienda, dijo que había escuchado gritos en su
interior y escapó de allí como alma que lleva el diablo.
Confieso
que las palabras de mi madre me dejaron intrigada. Debo de ser un
poco masoquista, porque todas esas cosas me encantan, a pesar de que
también me dan miedo, y venciéndolo como pude, al día siguiente me
acerqué de nuevo al molino desoyendo los consejos de mamá.
Efectivamente el caserón casi ni se veía, hundido entre la
porquería y la maleza. Era imposible acceder a él. No tenía nada
que ver con lo que me había encontrado el día anterior. Me quedé
tan impresionada que casi no podía moverme. Aquello era cosa del
demonio, o de seres sobrenaturales o qué se yo, pero desde luego yo
estaba segura de lo que había visto.
Al poco rato una sensación extraña se apoderó de mí. Era como
si una mano helada se hubiera posado sobre mi espalda y alguien
estuviera respirando sobre mi cogote. Quería darme la vuelta, pero
no me atrevía. Cerré los ojos, conté hasta tres y finalmente lo
hice. Me encontré frente a frente con la señora Genoveva, que me
miraba y me sonreía, como siempre, y que con voz profunda y
cavernosa, que no era la suya, me dijo:
-Hola Katy, mucho has crecido, ¿no ha venido tu abuela contigo?
¿Quieres pasar conmigo al molino? Van a venir a matarme dentro de
poco.
Eché a correr como una loca, no quise ver ni oír más. No paré
hasta llegar a mi casa y por supuesto no volví la vista atrás en
ningún momento. Al día siguiente convoqué una reunión en el
pueblo, a costa de que me tomaran por loca, pero no, no lo hicieron
porque la mayoría habían vivido experiencias parecidas a la mía. A
Sonia, la peluquera, se le apareció el marido de Genoveva con la
cabeza cortada y Don Manuel, el notario, vio un muchacho salir de la
casa con un cuchillo en la mano del que goteaba abundante sangre.
Decidimos intentar buscar alguna solución al asunto, cosa difícil,
pues nadie le encuentra lógica a esas extrañas apariciones. Así
que finalmente hemos optado por ponerlo en conocimiento de Iker
Jiménez y mañana viene el equipo de Cuarto Milenio. A ver si sacan
algo en limpio. Estente atentos a la tele.
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