La vida es un fraude - Esperanza Tirado Jiménez






Cada tarde al salir del colegio bajaban a la playa. Dejaban las mochilas de cualquier manera. Ellas corrían y ellos jugaban al fútbol. A veces hacían castillos, cantaban o simplemente se quedaban hablando y soñando sus vidas hasta que el sol casi se ocultaba tras las montañas. La playa era suya. Casi nadie pisaba la arena. De vez en cuando se cruzaban con algún marinero que repintaba su barca o arreglaba sus redes.

A nadie en el pueblo le interesaba la playa. Estaban muy ocupados buscándose el pan de cada día, intentando salir adelante.

Un día llegaron unos soldados montados en enormes camiones verdes y les impidieron el paso a la playa.

Ya no tenían nada que hacer después de clase. Para no aburrirse se empezaron a reunir en el garaje del padre de Yaiza. Allí leían, se contaban historias, o soñaban su futuro, lejos de ese pueblo sin expectativas, y ahora sin playa. A veces paseaban y se juntaban con otros grupos de chicos del colegio en la plaza del pueblo.

Una mañana durante un recreo oyeron voces y disparos al aire. Se asustaron y se refugiaron en una esquina. El imán de la mezquita les reunió en el patio. Chicas a un lado y chicos a otro. Flanqueado por soldados armados anunció que ese sería el último día para Yaiza y sus amigas. Hasta las profesoras dejarían de impartir sus asignaturas. Sólo los varones podrían seguir asistiendo a las clases. Además, ninguna mujer, sola o acompañada, podría volver a pisar la plaza.

Los avisos cayeron como jarros de agua fría. Si ya no podían ir a clase no podrían estudiar ni ir a la universidad. El sueño de todas, el primer paso para lograr una vida independiente, lejos del pueblo, empezaba a desvanecerse.

La visión de los soldados armados les heló la sangre. ¿Vendrían más? ¿Qué pasaría a partir de ahora? Según las órdenes del imán sólo les quedaba esperar en casa a cumplir quince años, que sus padres escogieran un marido adecuado y casarse con él; un extraño en la mayoría de los casos al que estarían obligadas a unirse y obedecer sin rechistar.

Sus sueños de libertad y futuro empezaron a morir en aquel patio escolar. Se sentían defraudadas, extrañas con su propio pueblo, con esas nuevas reglas absurdas.

Yaiza y sus amigas se abrazaron, con lágrimas en los ojos. Dejarían de poder estar juntas, ya no serían libres. Aunque sus mentes adolescentes no llegaban a imaginar el alcance de aquellas prohibiciones.

Pasaron días, semanas, varios meses. Yaiza permanecía en casa, a veces repasando sus últimas lecciones, a veces ayudando a su madre en las tareas del hogar. Aprendió a cocinar, a coserse su ropa, a preparar su ajuar. Pero nada de eso la llenaba. Echaba de menos sus clases y a sus amigas. El tedio y el silencio se habían instalado en casa.

Además, su padre ya no iba a trabajar. Se quedaba en casa viendo las noticias en la televisión con sus hermanos mayores. Ella se asomaba al salón y solo veía bombas cayendo del cielo, ruinas en el suelo y un coro de lamentos sin fin. Rezaba para que aquello no llegara cerca de su casa y su vida volviera a ser como era antes.

Pero se sintió defraudada, una vez más, por aquel Dios al que rezaba, ya que un día esas bombas cayeron cerca, en la playa. En su playa, que ya no era suya, sino de los soldados.

Y los soldados vinieron a su casa y se llevaron a su hermano mayor. Y su madre lloró y su padre maldijo a su Dios, gritando muy fuerte. Yaiza se escondió en su cuarto asustada. Su vida desaparecía y nadie podía, o sabía, hacer nada para que todo regresara a la normalidad.

Una mañana, cuando el sol aún no había asomado, su madre la despertó, abrazándola y llorando despacio. La obligó a hacer la maleta, con lo que le cupiera y que se vistiera con varias capas de ropa. Se iban de allí. Habían llegado más soldados, más camiones y más bombas.

Yaiza y su familia salieron del pueblo, con otros muchos de sus vecinos, mayores y pequeños, arrastrando algunas pertenencias y recuerdos familiares. Callados, con la cabeza gacha, en grupos, con lágrimas y amargura en sus caras. Y una sensación de pérdida, de extrañeza mordiéndoles el estómago. Defraudados porque en algún momento les habían prometido el Cielo y ahora eran conducidos hacia un Infierno terrible.

Yaiza no pudo despedirse de sus amigas. Quizás sus familias ya se habrían ido antes que ella. Quizás se marcharon por otro camino.

Muchos días y muchas noches caminaron carretera adelante, campo a través. Caminaron y caminaron, lloviera o hiciera sol, parando en pueblos desiertos y en ruinas. Hasta que por fin se detuvieron delante de una alambrada interminable que frenó su avance lejos de los soldados y las bombas.

Cansada por el largo camino, se dejó caer en el húmedo suelo. Y, volviendo la vista entre el maremágnum de caras cansadas y manchadas de barro, creyó ver el rostro de alguna de sus amigas. En una vana ilusión de que en un futuro pudieran regresar a casa. A la playa, a la escuela, al garaje de su padre donde hicieron tantos planes de vida.



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