Vidas encontradas (capítulo 11) - Relato encadenado




 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPÍTULO 11




Tenía claro que no era el mejor detective del mundo ni se parecía a su ídolos, Sam Spade o Hércules Poirot (bueno, quizá a este último un poco sí). Pero le gustaba su trabajo. Era eficaz, metódico y los cabos sueltos y el desorden le horrorizaban.
Aunque había algo invisible que rondaba por la comisaría que siempre le hacía sentir un peso incomodo sobre sus hombros, Lupino Archival Mendotti estaba acostumbrado a las burlas desde pequeñito. Nunca había sido un Adonis. Y por ello se esforzó más que sus compañeros para labrarse un futuro que minimizase su repulsivo aspecto. No es que fuera feo, sencillamente era incómodo de mirar.
Ya se lo decía su primo Cesáreo, el del pueblo:
–Este físico que hemos heredado no nos va a abrir ninguna puerta, más bien al contrario. Nuestra fealdad nos hace invisibles. Y cuando se dan cuenta de que nos ven les resultamos molestos.
Una puerta se le abrió cuando entró en la Academia de Policía. Su tío era uno de los mandamás y se coló por esa rendija que le proporcionaba una gran oportunidad.
Al principio todos lo vieron como el ‘niño bonito’, –es un decir-- el enchufado que todo lo tendría fácil. Pero se esforzó como todos; madrugó, estudió y logró superar las pruebas físicas. Un tormento infernal para alguien tan poco deportivo como él.
Su invisibilidad aparente tenía una ventaja a la que supo sacar partido: Era observador y buen oyente. Nada se le escapaba.
A pesar de las burlas de sus compañeros siempre era felicitado por sus superiores por la calidad y pulcritud de sus informes. En alguna ocasión hasta recibió una mención honorífica. Quizá por ser ‘familia de’, pero él siempre se sentía orgulloso del deber cumplido. Los primeros años fueron duros pero le sirvieron de entrenamiento y coraza frente a las burlas.
Por fin llegó su oportunidad de dejar a un lado el papeleo y ‘pasar a la acción’. Aunque ser un policía de calle le asustaba un poco. Pero ¿Acaso no suponían eso los retos? Enfrentarse a lo desconocido, mirarlo de frente y echarle valor. Pues eso haría él.
Cuando el comisario Márquez le llamó a su despacho no imaginaba lo que éste le tenía reservado. Esperaba algún caso de intercambio de sobres, tráfico de influencias o algo del estilo. Un juicio, culpables a la cárcel y una montañita de papeleo que luego archivaría con su pulcritud habitual.
Al toparse de frente con el caso de las ‘gemelas chifladas’, como se las conocía en comisaría sin ningún disimulo, su cabeza dio vueltas de campana, su cara enrojeció un poco más y se puso más hinchado que un pez globo.
El dossier que el Comisario dejó caer encima de la mesa tenía tantos folios que leer, que imaginó que todo aquello le supondría pasarse encerrado en el despacho hasta las Navidades, intentando desenredar aquella maldita madeja.
–¿Tanto jaleo por una hermana que regresaba al hogar? Aquí hay gato encerrado. Si la gemela existe y ha vuelto a por la otra, es que quiere pasta. Pero ¿una enfermera gana tanto como para armar este follón? ¡Dios santo! Este periódico dice que está muerta. No me cuadra. Necesito un café cargado para estar bien despierto y entender todo este embrollo. Aquí hay pasta de por medio, está más claro que el agua.
Su obsesión por el dinero oculto le llevó a entusiasmarse por el caso y, entre café y café, se leyó el dossier casi de una sentada. Se vio como un explorador intrépido a la caza del tesoro.
La foto de Beatriz aumentó su entusiasmo y sus nervios.
–Y encima es guapa. Habrá que concertar una entrevista a ver si le saco algo más de lo que ha contado en comisaría...
A su mente volvieron todas aquellas chicas que lo habían rechazado en su adolescencia y juventud, y su cara se hinchó de vergüenza.
–Bueno, somos adultos, soy un profesional. No tiene por qué rechazarme.
Siguió sacando fotos del dossier.
–Qué pena no tener a mano a la tía Eulogia. Siempre me he llevado bien con la gente mayor. Y estas mujeres de pueblo suelen hablar bastante. Me ayudaría mucho... Pero a falta de pan... llamaré a Beatriz, la interesada.
–Lupino Archival Mendotti, oficial de policía –se presentó ante la puerta de una inquieta Beatriz. Esta chica necesita dormir unos cuantos días seguidos, pensó para sí Lupino mientras ella le ofrecía un café que él rechazó con educada profesionalidad.
Su gesto de desprecio le incomodó pero se sobrepuso y le fue informando de los progresos policiales. El recorte del periódico y la partida de defunción habían sido manipulados. Eso era importante aclararlo. Aunque Beatriz ya había dejado claro que aquello era falso.
–Aquí hay gato encerrado... Mucha pasta... seguía insistiendo Lupino para sus adentros.
Mientras Lupino hablaba de los progresos policiales, Beatriz miraba de reojo un catálogo de tatuajes. Varias mariposas de colores revoloteaban por las páginas abiertas.
–Con la que le está cayendo y pensando en musarañas... A las mujeres no hay quien las entienda. Mejor no pregunto, no sea que me mande a freír espárragos por entrometido, y no saquemos nada en claro.’
–Aunque quizá le sentara bien un tatuaje. Es una chica atractiva y depende de donde se lo pusiera...

Empezó a ponerse rojo y tosió para calmarse y disipar sus pensamientos, volviendo a centrarse en el tema de Lola. Beatriz olvidó el catálogo y se puso tensa, agarrando su taza de café con las dos manos, que ya se le había quedado frío.
La posterior mención de la Pensión Cantábrico le hizo subir los colores otra vez. Tuvo que sacar un pañuelo para secarse la frente y limpiar las gafas que se le resbalaban nariz abajo por el sudor de su cara.
Vaya con las casualidades... El mundo es un pañuelo arrugado. Al menos pisamos terreno conocido dentro de este laberinto de nombres e identidades confusas. Alguna de las chicas de la zona podría echarme un cable, previo pago, como siempre. Que por esos lares nada me sale gratis. Y se pusieron de acuerdo para ir hasta allí a la mañana siguiente, bien temprano.
Los nervios de la vigilancia mañanera le dieron hambre y sed y durante la comida bebió y habló más de la cuenta.
–Pobre muchacha... ¿Qué le importará a ella que mi primo Cesáreo vaya a escribir y publicar un libro de poemas...? El orgullo familiar se me desborda en los momentos más inoportunos.
Las cosas empezaron a moverse cuando volvieron a la vigilancia. Beatriz quería enfrentarse ella sola, cara a cara, a todos los que entraban en la pensión. Lupino se sentía entre cohibido y admirado ante la determinación de ella. Sacando un último cartucho, para que su profesionalidad no quedara en entredicho, propuso que se dividieran. Se avisarían por whatsapp en caso de descubrir algo relevante.
Quizá debería haber llamado a comisaría a pedir refuerzos. No se debe dejar a un civil solo en situaciones comprometidas. Pero temía que se burlaran de él, le fueran con el cuento al Comisario Jefe y lo degradaran a vigilancia del archivo de pruebas inservibles. El caso no era para tanto. Por dos supuestas hermanas gemelas no había que montar tanto jaleo. A lo mejor había visto demasiadas películas y se había montado una de espías en su cabeza. A su cabeza regresó la imagen de una atractiva Beatriz tatuada de mariposas y una versión suya, con pelo, en plan Bogart.
Despertando de sus ensoñaciones peliculeras, se dio cuenta de que un hombre, alto y elegante, entraba a la Pensión Cantábrico. Cuando él la visitaba no solía haber tanto movimiento. No había razón para sospechar, o tal vez sí. El caso es que el tipo le recordó a algún mafioso de película y toda la situación le dio muy mala espina.
¿Y si iba armado? Ahora Beatriz sí que estaría en peligro y no había rastro de ninguna de sus chicas a la que pedir ayuda.
–Se toman un día de descanso y tiene que ser este, precisamente. Chasqueó la lengua con disgusto.

Buscó el móvil por todos sus bolsillos. Con los nervios, se olvidó de la contraseña para desbloquearlo, se le cayeron las gafas y pulsó todos los iconos hasta que dio con la tecla verde.
Malditos móviles modernos...
Por fin.
Sin gafas pudo enviar varios mensajes con bastante mala ortografía. Los nervios del momento tenían la culpa, esperaba que Beatriz los entendiese.
–¿Dónde se habría metido esta chica? Tenía que avisar a comisaría inmediatamente. Aquí tiene que haber mucha pasta escondida por algún sitio. Lo huelo....
En situaciones complicadas Lupino era un hombre de ideas fijas.
















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