Los
nervios de sus delicadas alas se empezaban a quebrar, con el dolor
que ello le suponía. Y su brillante tono azul hacía tiempo que
había cambiado a un mustio gris. Necesitaba agua para
revitalizarlas, pero su ración diaria para beber era tan escasa que
un día más dejó secar sus alas.
Salió
de la cueva con las manos haciendo visera. Miró hacia abajo,
esperando el milagro. Pero todo seguía igual. El Agua no llegaba.
Lo
que durante años había sido una Catarata rugiente de abundante agua
y espuma blanca, ahora solo era un gigantesco farallón rocoso de
piedra reseca.
Recordaba
con nostalgia haber saltado y rodado por un prado de jugosa y fresca
hierba verde a los pies de la Catarata. Flores de todos los colores
lo adornaban.
Y
también árboles. Enormes árboles centenarios, daban sombra con sus
copas repletas de hojas y ricos frutos. Los pájaros que anidaban en
ellos ponían con sus gorjeos el punto musical en aquel Paraíso de
verdor.
Ahora
ya no quedaba nada de aquel esplendor. El Agua había desaparecido.
Todo se había secado. Y, una a una, las Ninfas del Agua, se fueron
marchando en busca de otro refugio acuático en el que poder
subsistir.
Tan
solo quedó ella, como Vigilante de lo que fue su Hogar y su Paraíso.
Esperando la vuelta del Agua, tan ansiada y tan necesitada por todos.
Los
Faunos, más viejos y más sabios, ya les habían advertido del
peligro de la falta de Agua.
–No
atraigáis a los humanos con vuestros encantos. Son nuestra
maldición. Ellos descubrirán nuestro Paraíso, lo invadirán y lo
secarán. Y nuestra especie desaparecerá para siempre.
Ellas
ignoraron todos los avisos, embriagadas por la sensación del
disfrute de aquellos cuerpos cálidos y musculosos en aquel Paraíso
acuático.
Varios
pequeños acuáticos nacieron de aquellos encuentros furtivos. Una
bendición en un primer momento. Incluso algunas Ninfas se atrevieron
a cambiar su Paraíso acuático por la vida con los humanos.
Pero
esa vida fuera de su Paraíso acuático pronto se convirtió en
desgracia. Sus madres, Ninfas acuáticas acostumbradas a convivir con
el Agua, nunca fueron felices en el seco mundo humano.
Los
humanos, crueles con aquella especie tan atrayente pero tan
diferente, reclamaron aquellas criaturas recién nacidas para su
mundo. Alguno de los pequeños acuáticos falleció. Y las Ninfas
regresaron a su Paraíso, que ya no lo parecía tanto.
Una
lágrima rodó por su mejilla. Ella fue una de las que perdió a su
criatura.
Pero
ya no era tiempo para lamentos.
Volviendo
a su seca realidad, a duras penas llegó aleteando hasta el manantial
del que aún brotaba un hilillo de Agua con el que se había
mantenido viva todo este tiempo.
Alrededor,
un minúsculo brote de musgo y unas briznas de hierba indicaban que
aún había esperanza.
Una
brisa húmeda le hizo sentir un escalofrío. Miró al cielo: alguna
nube espesa y oscura se había formado. Recordó que entonces eso
significaba lluvia.
Y
Vida.
Negó
con la cabeza triste.
–Ojalá
fuera verdad, y no solo un deseo. –se dijo en alta voz.
A
duras penas, llenó dos cubos de aquel escaso bien y volvió al
refugio de su cueva.
Así
pasaron varios días de sofocante Sol y varias noches secas en las
que no salió de su cueva. Cada vez más débil, el dolor de sus alas
se hacía casi insoportable.
En
estado de duermevela creyó oír un ruido a lo lejos. Cuando
despertó, el dolor seguía pero algo más suave. Bebió la poca agua
que le quedaba y salió afuera.
Un
viento húmedo la recibió. El cielo, azul intenso durante todo ese
tiempo, se había vuelto de un gris extraño. Lleno de nubes
hinchadas de vapor.
Emocionada,
notó que algo mojaba su mejilla. Tocó la lágrima con los dedos y
se la llevó a la boca.
No
estaba salada.
No
era una lágrima.
¡Era
lluvia!
¡Era
Agua!
Agitó
sus doloridas alas y la humedad del viento las alivió. Unas gotas
minúsculas las impregnaron y el dolor se calmó.
Revoloteó
hacia la Catarata, todavía seca. Pequeñas manchas verdes se estaban
formando alrededor. De nuevo.
Un
grito en el cielo la sobresaltó. Una bandada de pájaros surcó el
cielo, haciendo sombra a las oscuras nubes. Uno de ellos dejó caer
un racimo de hierba verde.
Lo
recogió.
Era
la señal.
La
lluvia volvería.
Delante
de la cueva la recibieron unos diminutos brotes dorados. Lloró sobre
ellos y se quedó dormida, exhausta y emocionada.
Pasó
varios días, o quizá fueron semanas, dormida dentro de su refugio.
Un
ruido vagamente familiar la despertó. Al asomarse fuera, vio cómo
la catarata volvía descender majestuosa por el farallón de piedra.
Había
estado lloviendo sin parar desde que se quedara dormida.
La
hierba lo cubría de nuevo todo, como un mantel extensísimo. Hasta
donde alcanzaba la vista solo se veía un precioso y vivo color
verde.
El
gorjeo de los pájaros llegó a sus oídos. El Agua y la Vida
regresaban al Paraíso.
Exhausta
de felicidad se recostó en la hierba, al abrigo de la rugiente
Catarata. Sus alas, azules de nuevo, brillaban con las gotas de Agua
que salpicaban desde la Catarata, creando diminutos arco iris al
trasluz.
Así
la encontraron sus Hermanas acuáticas. Dormida para siempre al lado
del Agua de la Vida. Con una sonrisa y envuelta entre Arco Iris.
Los
Faunos la recogieron y la envolvieron en verdes hojas húmedas y le
dieron la despedida final de honor que se daba a los Guardianes del
Agua, como reconocimiento por su ardua tarea de Vigilante.
La
enterraron bajo la acogedora sombra de un Árbol de Agua.
Con
el tiempo el árbol creció inmenso y de sus ramas brotaron hermosas
flores azules.
Gracias
a ella su Paraíso de Agua les había sido devuelto. La Vida había
regresado. Y la Maldición había sido derrotada.
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