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CAPÍTULO 7
Mientras Lola espera por su
cómplice en una pensión de mala muerte, Beatriz aguarda,
mordiéndose las uñas, a que el cerrajero termine de hacer su
trabajo. Marilín no ladra a la puerta, como siempre, y eso la
desasosiega, temiendo que su hermana haya sido capaz de hacerle algún
daño. Una hora antes, había ido a recoger a su perrita a la
guardería, donde una recepcionista, entre asombrada y confusa, le
había enseñado la nota con la dirección en la que debía ser
entregado el animal por un servicio de paquetería. Beatriz exigió
ver el papel para constatar que las señas correspondían a la casa
que había visitado esa misma tarde. Sí, sin lugar a dudas, aquello
era obra de su hermana, pero Lola odiaba a los animales, así que
quizás solo quería darle un susto y se la había dejado en casa.
Beatriz salió corriendo de
la guardería, llamó al cerrajero y fue hasta su casa, con la
esperanza de ser recibida con alegres ladridos. Sin embargo, el
silencio reina tras la puerta mientras su mente se puebla de
recuerdos de Lola maltratando gatos, perros, grillos, ranas o
cualquier otro bicho que se pusiera a su alcance. Eso le produce tal
desazón que el cerrajero le pregunta si se encuentra bien, pues está
pálida y se la ve agitada.
Beatriz le habla de la perra,
que le preocupa que no ladre, que se dé prisa. El hombre sigue
trabajando a su ritmo, ajeno al nerviosismo de su clienta, pues sabe
que se quejará – cuando le cobre los doscientos euros que va a
cobrarle- si ve que cambia la cerradura en los cinco minutos que
podría hacerlo. Por eso se demora, moviéndose con calma, las manos
entrando y saliendo de la caja de herramientas, haciendo que su
trabajo se vea más difícil de lo que es. Cuando quita la cerradura
y se abre la puerta, Beatriz se precipita al interior de la casa,
llamando desesperada a su perrita. La busca en el salón, en el
dormitorio, en la cocina, en el baño y Marilín no está; incluso ha
desaparecido el plato de su comida. Entonces entiende que Lola la ha
secuestrado, o peor aún, la ha matado tirándola en cualquier
contenedor. Ese pensamiento le produce escalofríos y por un momento
teme volver a desmayarse. Sale de casa compungida y le dice al
cerrajero, con gritos agitados, que acabe de poner la cerradura nueva
de una vez, que le pagará lo que le pida. El hombre no tarda ni dos
minutos en acabar su trabajo y en pasarle la factura. Bea paga, coge
las llaves nuevas, cierra la puerta y corre escaleras abajo, sin
esperar al ascensor. Ya en la calle, se pone en mitad de la carretera
hasta obligar a parar a un taxi.
Beatriz se dirige a casa de
su hermana para recuperar a Marilín. Teme el encuentro, de hecho le
produce pavor verse con ella frente a frente, aunque quizás ha
llegado el momento. Su boca está seca, las manos le tiemblan y un
sudor húmedo y pegajoso le recorre todo el cuerpo. Al llegar, un
desorientado conserje, tras explicarle que busca a su hermana gemela,
le confirma que ésta ha abandonado el edificio esa misma tarde en
compañía de un perro.
Bea se riñe a si misma por
haber sido tan ilusa al creer que Lola había cometido el error de
dejar su dirección en la guardería. No. Lo que Lola había hecho
era jugar nuevamente con ella. Sin duda, ya tenía previsto abandonar
el apartamento cuando recogió a Marilín y al dar su dirección lo
único que buscaba era hacerla concebir una esperanza. No entendía
de dónde sacaba tanta maldad, pero lo que más rabia le daba era
pensar que en esos momentos se estaría riendo de ella, imaginándola,
como había hecho, corriendo hacia su casa en busca de su mascota.
Nerviosa y sobresaltada,
buscó un nuevo taxi y esta vez pidió ir a la comisaría donde había
puesto la denuncia días atrás.
–A ver señorita,
tranquilícese. Si no lo hace, no podremos entendernos. Por favor,
Fabián, tráigale un vaso de agua –dice el comisario al joven
becario.
Beatriz llegó a la comisaría
como una exhalación. Se dirigió al mostrador y, atropelladamente,
comenzó a contar que le habían robado su perra. Se veía que
estaba histérica, o más bien loca, pero como el policía que la
atendía se acordó de haberla visto anteriormente en comisaría y de
que la habían pasado a la sala de interrogatorios, decidió llamar
al comisario, que en esos momentos estaba entretenido viendo un vídeo
porno.
El comisario torció el ceño
en cuanto la vio. Aquella mujer había contado una historia de lo más
surrealista, para él que no estaba bien de la cabeza, por mucho que
aquel medicucho de tres al cuarto hubiera certificado su buen estado
mental. Seguro que estaban liados. Pero bueno, como no le apetecía
ir a casa, donde llevaba una semana instalada su suegra, qué mejor
excusa que un poco de trabajo para llegar justo a la hora de la cena.
Beatriz respiró fuerte para
intentar calmarse. Sabía que podía parecer una desequilibrada, y
quizás lo estuviera, no creía que nadie pudiera soportar todo lo
que ella estaba pasando esos días sin que su mente se volviera loca.
A medida que ella iba desgranando los hechos, el comisario empezó a
interesarse por la historia. Había algo raro en todo aquello y,
desde luego, muchos cabos sueltos, como a él le gustaba, para ir
tejiéndolos como en un problema de lógica, a los que era tan
aficionado. Quizás esa mujer, joven y guapa, solo estuviera sometida
a una intensa presión y de ahí su comportamiento.
Beatriz y el comisario
estuvieron hablando durante dos largas horas, en las que ella se fue
serenando y relatando con calma tanto los sucesos de los últimos
días, como recuerdos de años atrás con sus padres y hermana. El
comisario iba apuntando en una libreta y cuando se despidió de ella
le dio su tarjeta, diciéndole que podía llamarlo para cualquier
cosa, en especial si aparecía su perrita. Además, se comprometió a
investigar su caso. Beatriz se lo agradeció con una gran sonrisa. En
cuanto abandonó el edificio llamó a su amiga Rebeca, para ponerla
al tanto de los últimos acontecimientos. Su amiga la consoló como
pudo, diciéndole que Lola no le haría nada malo a Marilín, que
seguro que la había llevado con ella para preocuparla, nada más. Le
aconsejó que se fuera a casa y que tomara algo para dormir. Lo
necesitaba.
Beatriz, decidió volver a
casa caminando, respirando el viento suave y reconfortante de la
noche. Llegó a casa agotada, por el paseo y por la tensión acumulada.
Menos mal que al día siguiente no tenía que trabajar, así podría
dormir muchas horas. Se tomaría un Orfidal y eso le
aseguraría unas cuantas horas de sueño. Sabía que sería inútil
intentar buscar a su mascota, pues no tenía ni idea por dónde
empezar ¿Dónde se metería Lola? ¿Qué estaba haciendo en la
ciudad? ¿Quizás vivía allí desde hacía tiempo sin que ella lo
supiera? Seguro que sí, tenía una placa en la puerta con su nombre.
Las preguntas se apelotonaban en su mente sin encontrar respuesta. La
vida había sido muy injusta con ella ya desde el mismo vientre de su
madre. ¿Por qué le había tocado como hermana aquella psicópata?
No, no, no debía pensar en ello, tenía que dejar de hacerlo. Hacía
muchos años que Lola había desaparecido de su vida y de sus
pensamientos. Años en los que fue feliz sin sentir su malévola
sombra sobre ella. Y ahora llegaba para poner su mundo patas arriba.
Beatriz entró en casa y el
silencio y la soledad la aplastaron como si el mundo entero le
hubiera caído encima. Las lágrimas salían a raudales, sin que se
molestara en limpiarlas. Quitó los zapatos y los pantalones y se
tumbó en el sofá, abrazada a un cojín, llorando amargamente,
pensando constantemente en su perrita, el único ser vivo que le
interesaba en ese momento, el único ser vivo en quien podía confiar
plenamente. Media hora más tarde, sin necesidad de pastillas, y sin
que apenas se diera cuenta, dormía plácidamente en el sofá, con el
rostro embadurnado de maquillaje y lágrimas.
Al día siguiente, nada más
llegar al trabajo, el comisario Márquez, llamó a su despacho a
Lupino, el sobrino del gran jefe, un inútil al que debía tener
entretenido, para que no fuera con chismes a su tío.
–¿Me ha mandado llamar,
comisario? –preguntó un joven bajo, regordete, cara redonda y
gafas de pasta, con el cuello más estirado que el de una jirafa a la
busca de comida en las ramas más altas.
–Sí, sí, siéntese, tengo
un caso importante para usted.
Lupino se sentó, con el
pecho hinchado como un globo a punto de reventar. Por fin le iban a
dar un caso para él, seguro que su tío le había cantado las
cuarenta al comisario, ese estúpido que lo miraba siempre con un
punto de desprecio.
–Verá, tengo mucho
interés en una investigación que quiero confiarle a usted. Se trata
de una mujer, la habrá visto en comisaría, no pasa desapercibida.
Es la señorita que llegó hablando de una hermana gemela.
–Ah, sí, sí, una historia
bastante irreal ¿verdad?
–Sí, pero hay algo que no
huele bien en todo eso. Así que quiero ponerlo a usted al frente,
porque yo tengo mucho trabajo atrasado, ya ve cómo tengo la mesa
–dijo señalando los montones de carpetas apiladas en la mesa
desde hacía años-- Confió en usted, Lupino. Y que le ayude el
becario, le será de gran utilidad y así de paso aprende algo.
– Entonces ¿es cierto lo
de la hermana gemela?
– Puede que sí y puede que
no. Para eso lo quiero a usted.
– Verá, la señorita se
llama Beatriz Salgado Cuesta y asegura tener una hermana de nombre
Lola, bueno, en realidad María Dolores, que le está arruinando la
vida. Asegura que le ha sacado dinero del banco, cambiado la
cerradura de la puerta, puesto micrófonos y cámaras en casa,
secuestrado a su perra...
–¡Madre mía! Menos mal
que no tengo hermanos –no puedo evitar exclamar Lupino.
El comisario esbozó una
sonrisa socarrona. Sí, menos mal, pensó. Menos mal que tus padres
no repitieron, porque viendo la prueba...
–En fin, aquí tiene toda
la información –dijo acercándole una carpeta. Mire, lo primero
que quiero que investigue es ese certificado de defunción.
–Este es el certificado de
defunción de Beatriz Salgado Cuesta. Es el mismo nombre –dijo
Lupino titubeando.
–Sí, y eso es lo raro,
porque aunque es relativamente fácil falsificar un certificado de
defunción, no lo es tanto falsificar la noticia del periódico que
habla de esa defunción.
–Aquí dice que ha muerto a
los diecisiete años ahogada en la playa.
–Efectivamente. Y los dos
sabemos que, o bien la noticia es cierta, y han suplantado la
identidad de una adolescente muerta hace años, o bien la noticia es
falsa y alguien falsificó hasta una noticia de periódico, algo que,
a mi parecer, es bastante complicado. Por otra parte, por lo visto,
también falsificaron su firma en el hospital donde trabaja,
ocasionando la muerte de un paciente. Eso ya es un asunto muy serio,
y quiero que pase por el hospital y envíe esa firma a los
laboratorios. Pregunte por López, es el mejor grafólogo que
tenemos. Ah, y quiero que examinen también el certificado de
defunción, la noticia del periódico y la fotografía donde están
las dos gemelas, no vaya a estar trucada. Bueno, creo que de momento
eso es todo. Puede empezar a trabajar, y haga el favor de llamar a
Justino, necesito hablar con él.
Lupino salió del despacho y
el comisario lanzó un suspiro de alivio. Ese caso le intrigaba, pero
había otros mucho más importantes que resolver. Sin embargo, le
había venido muy bien para quitar del medio a ese cretino de Lupino
y al becario que andaba todo el día por la comisaría como alma en
pena, esperando por algún tipo de trabajo. Les había dado a los
dos faena para una buena temporada.
Entró Justino y se sentó,
sin esperar a que se lo indicara el comisario, con la naturalidad que
da la amistad de muchos años. Justino era un buen policía y tenía
amplios conocimientos de informática, algo que le venía de
maravilla al comisario para investigar cómo la supuesta hermana
había conseguido hackear el correo de su gemela para enviar mensajes
en su nombre. Había que investigar la vida de esa supuesta hermana,
qué había hecho en los últimos años, dónde trabajaba, a qué se
dedicaba. También a Rebeca, la amiga, informática de profesión.
Cuando Justino salió del
despacho, el comisario sacó su libreta de notas y se dispuso a
realizar un esquema sobre el caso. Había muchas cosas que no
encajaban, y él esperaba resolver esas incógnitas como un divertido
problema de lógica. Mientras los demás trabajaban en la calle, él
lo haría desde su despacho, era mucho más cómodo.
En ese mismo instante, a las
afueras de la ciudad, en las instalaciones de los laboratorios
Rucabar, Marta Caravia se preguntaba si era ético el experimento que
estaban llevando a cabo. Tenía serias dudas y no hacía más que
pensar qué sería de las personas elegidas.
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