Hortensia
bajaba desde su casa de El Carbayedo hasta La Plaza pensando qué iba
a comprar. Lo primero unas sábanas para sus nietos. En casa de su
hija, con el marido en paro y ella con contratos temporales y mal
pagados, había muchas carencias. Demasiadas, pensaba Hortensia.
Quién lo iba a decir de su niña, tan aplicada, con sus boletines
escolares repletos de sobresalientes. Pero la crisis había golpeado
a muchas familias y ella no se podía quejar. Al fin y al cabo, su
marido cobraba una buena pensión y podían ayudar a su hija.
Hortensia entró en La Plaza por la puerta de la calle La Cámara,
donde se arremolinaba una gran cantidad de gente, como todos los
lunes en el lugar donde se celebra el mercado semanal desde los
tiempos de los Reyes Católicos, aunque ella eso no lo sabía.
Hortensia, nacida en Andalucía, había llegado a Avilés con ocho
años, cuando su padre encontró un puesto de trabajo en la gran
fábrica de la ciudad. Los principios habían sido difíciles, según
había oído decir en casa, aunque ella recordaba una niñez feliz de
juegos en la calle y meriendas de pan y chocolate; de dos vestidos de
quita y pon y de vecinos como si fueran familia; de tardes enteras al
calor de la cocina de carbón y de charlas y risas. Si había habido
carencias ella no las había notado; todos sus amigos y vecinos
tenían el mismo nivel de vida. En cambio, ahora, hasta los niños
notaban la falta de dinero, pese a vivir mucho mejor de lo que lo
habían hecho generaciones anteriores. Por eso Hortensia se desvive
por sus nietos, porque no se sientan diferentes al resto de los
niños. Les llevará también unas zapatillas de deporte, son bonitas
y están a buen precio. Eligió unas de color azul oscuro y otras
grises. También unas zapatillas para andar por casa, se acerca ya el
invierno y les irán bien. Y un colador...casi se le olvidaba, con lo
que le había insistido su marido. Si llegara a casa sin él le
armaría una buena, porque no soportaba la nata de la leche y el otro
se había roto la noche anterior. Lo encontró en un puesto que
vendían un poco de todo y después buscó a Rosaura para comprarle
tomates, zanahorias, puerros y alguna legumbre. Pese a su avanzada
edad, la mujer estaba en su puesto de siempre, sentada en una pequeña
silla de madera. Charlaron un buen rato y después Hortensia se
despidió de ella y de La Plaza, haciendo mentalmente sus cuentas. Le
quedaban treinta y ocho euros y aún debía parar en la carnicería
de vuelta a casa. Miró el reloj. Ya eran las doce y media. Debía
darse prisa, pues a su marido le gustaba comer a las dos y entre que
subía hasta el barrio, compraba la carne y terminaba de hacer la
comida, apenas le quedaba tiempo.
Floren
y José se sentaron a descansar en un banco de El Parche. Tuvieron
que aguantar una cola de una hora y cuarto para poder cobrar su
pensión y acabaron agotados. Pronto se unieron a ellos algunos
conocidos y rápidamente alguien sacó el tema de la actualidad
política. Cuando la discusión comenzó a subir de tono, José tomó
del brazo a su amigo Floren, ya visiblemente agitado, y lo hizo
levantarse para ir a dar una vuelta por La Plaza, actividad que les
encantaba a los dos aunque nunca compraran nada más que alguna
hogaza de buen pan. Bajaron la calle La Cámara con calma,
mientras José iba poniendo freno a la ira de Floren, haciéndolo
recuperar su buen humor habitual. Entraron por la puerta de la calle
La Muralla y dieron varias vueltas mirando los puestos y observando a
la gente. Después, se dirigieron al bar de siempre, donde un amigo
los invitó a tomar unos vinos y el propietario les acercó una
bandeja con pinchos de tortilla. Tras tomar el aperitivo se
despidieron hasta la tarde, dirigiéndose cada una a sus respectivos
domicilios.
Por
la puerta que daba al parque de El Muelle había entrado Susana,
tirando de sus dos hijos de cuatro y seis años. Necesitaba
comprarles unos pijamas y unas zapatillas, además de algún chándal
y esperaba encontrarlos a buen precio. Los niños se escabullían de
las manos de la madre que se asustaba, los llamaba a gritos, los
reñía, los zarandeaba… Casi no se podía caminar por algunos
sitios y era difícil acercarse al puesto de los pijamas, porque ese
día había buenas ofertas de una calidad aceptable. Tras más de
diez minutos esperando consiguió ser atendida. Un par de pijamas por
dieciocho euros no está nada mal, pensó. Continuó el recorrido en
busca del resto de los productos, aunque estuvo tentada, más de una
vez, de abandonar el lugar. No aguantaba a los niños, ni a la
gente, ni el ruido incesante, las voces de los vendedores, los
choques con otras personas, el calor insoportable de principios de
septiembre. En cuanto llegara a casa tendría que ducharse otra vez.
No soportaba sentirse con la piel empapada, la ropa pegada a ella
como una babosa, el olor del sobaco, el cerco bajo los
brazos...Odiaba el verano por lo mucho que sudaba, por tener que
meterse varias veces al día bajo la ducha, por tener que bañar a
los niños todas las noches, por tener que limpiar el polvo dos o
tres veces al día, pues el sol dejaba ver la suciedad que no se
apreciaba por el invierno. Además, los niños estaban mucho mejor en
el colegio, aprendían, les enseñaban a comer de todo y con buenos
modales, realizaban actividades extraescolares interesantes. Le
encantaba el invierno y estaba deseando que llegara octubre para
poder quedar con sus amigas y dedicarse a sus cosas sin tener que
andar tirando todo el día de ese par de mocosos que, aunque los
quería con todo su alma, la ponían histérica.
Hortensia
pidió un pollo partido en trozos pequeños, para freírlo al ajillo.
Había entrado en una carnicería desconocida por no caminar una
calle más, donde compraba habitualmente. Le había costado subir la
calle, cuesta arriba, cargada con las sábanas, las zapatillas, las
hortalizas y las legumbres. Sentía las piernas hinchadas y el sudor
le chorreaba por la cara sin que le quedara una mano libre para
limpiarlo. La próxima semana si seguía haciendo ese calor no iría
a La Plaza, se cansaba demasiado. El carnicero le acercó la carne y
el tiquet. Hortensia abrió el bolso. Buscó la cartera. Sus manos
pequeñas y regordetas se movieron ansiosas en el interior oscuro y
abarrotado. Tocó las llaves, los pañuelos de papel, la funda de las
gafas, las cajas de pastillas…Roja de excitación fue sacando las
cosas una a una y colocándolas en el mostrador. El bolso quedó
vacío y la cartera se había esfumado. El rubor dio paso a una
palidez sudorosa. ¿Dónde estaba su cartera? Volvió a meter las
cosas en el bolso. Miró los paquetes. Miró en el interior de las
bolsas por si le había caído sin darse cuenta. No encontró nada.
Dirigió su mirada al carnicero, angustiada. Le explicó que venía
de La Plaza y no sabía dónde había metido la cartera. El hombre,
como si fuera un oráculo le dijo que había sido víctima de un
robo. Las piernas de Hortensia comenzaron a temblar. Una nube blanca
se colocó ante sus ojos. El carnicero salió corriendo de detrás
del mostrador, justo a tiempo de sujetarla. La hizo sentarse y le
ofreció un vaso de agua. Poco a poco, la mujer se fue recuperando
aunque estaba desorientada, sin saber qué hacer. El tendero le
sugirió que llamara a casa para que fueran a buscarla. Hortensia
cogió su bolso y buscó el móvil. Se lo había regalado su hijo por
su cumpleaños, dos meses atrás. El móvil también había
desaparecido. El carnicero le dejó su teléfono para llamar a casa.
Hortensia, agradecida, marcó el número, habló con su marido y acto
seguido se desplomó.
Floren
entró en casa. Una bola de pelo negro se acercó a él ronroneando.
Se llevó la mano a la frente. Se había olvidado de comprar la
comida para el gato. Lo siento, Mufi, le dijo acariciándole el lomo.
No sabía dónde tenía la cabeza, cada vez se le olvidaban más
cosas. Fue a la habitación y echó mano al bolsillo del pantalón,
para coger el dinero. La cartera no estaba. Miró en el otro bolso.
Tampoco estaba allí. Nervioso, comenzó a palparse la ropa. Quitó
los pantalones y la camisa. Los inspeccionó minuciosamente. Los
zarandeó. La cartera había desaparecido y con ella el dinero de la
pensión. Se vistió de nuevo y salió de casa. Miró en el
descansillo de la escalera, en el ascensor y en el portal. Volvió
sobre sus pasos hasta llegar al bar. Se acercó a La Plaza. No
encontró nada. Regreso a casa desanimado, a punto de llorar,
preguntándose cómo había podido pasar una cosa así. Llamó a su
amigo por si el le daba alguna pista. José no se había dado cuenta
aún, pero también había perdido su cartera y su paga. Ninguno de
los dos entendía lo sucedido. Siempre eran cuidadosos, sabían de la
proliferación de rateros en esa zona de la ciudad. No se lo podían
explicar.
Susana,
tirando de sus hijos de cuatro y seis años, encontró al fin el
puesto de los chándal. Eligió uno para cada uno, pero cuando se
dispuso a pagar no encontró la cartera. Se dio cuenta enseguida de
que le habían robado, era algo normal en ese lugar abarrotado de
gente, donde ciertas mafias hacían no su agosto, sino su lunes.
También sabía que, entre la gente, siempre había policías de
paisano. Empezó a gritar que le habían robado. Instintivamente
todos aquellos que la oyeron echaron mano a sus carteras, para
comprobar que seguían en su sitio. No tardó en aparecer un hombre
joven identificándose como policía. Esa mañana ya habían detenido
a tres carteristas. Le propuso que lo acompañara para poner la
denuncia, pero antes mirarían en los contenedores por si los
delincuentes se hubieran desembarazado ya de las carteras. Hubo
suerte, la suya estaba en una papelera con todos los documentos y sin
nada de dinero. Ni siquiera le quedaba un euro para comprar algo pan.
No importaba. Porque un día se comiera sin pan no pasaba nada, se
dijo a si misma deprimida. Comer sin pan no era nada en comparación
con los setenta euros perdidos. Con ese dinero hubiera tenido
suficiente para los pañales de la noche de su pequeño y para la
crema que quería comprar para prevenir esas arrugas que ya empezaban
a insinuarse en sus ojos cansados.
Por
la puerta que daba a la calle Rui Pérez, salió Mati. Su andares
eran aparentemente descuidados, aunque su mente estaba alerta y sus
grandes ojos negros no perdían detalle de cuanto se movía a su
alrededor. Cuando ya se encontró lo suficientemente lejos, entró en
una cafetería y fue al baño. El botín de ese día había sido
excelente. Menuda suerte encontrar a ese par de jubilados panolis.
Parecía mentira, tan mayores y tan confiados. Esperaba que Marcos le
diera para ella al menos veinte o treinta euros para comprar esos
pantalones que había visto en la tienda de la esquina. No sentía
ningún remordimiento. Era lo único que sabía hacer. Lo único que
sus padres le habían enseñado a hacer. Su única herencia.
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