La Plaza - Cristina Muñiz Martín

                                        


Hortensia bajaba desde su casa de El Carbayedo hasta La Plaza pensando qué iba a comprar. Lo primero unas sábanas para sus nietos. En casa de su hija, con el marido en paro y ella con contratos temporales y mal pagados, había muchas carencias. Demasiadas, pensaba Hortensia. Quién lo iba a decir de su niña, tan aplicada, con sus boletines escolares repletos de sobresalientes. Pero la crisis había golpeado a muchas familias y ella no se podía quejar. Al fin y al cabo, su marido cobraba una buena pensión y podían ayudar a su hija. Hortensia entró en La Plaza por la puerta de la calle La Cámara, donde se arremolinaba una gran cantidad de gente, como todos los lunes en el lugar donde se celebra el mercado semanal desde los tiempos de los Reyes Católicos, aunque ella eso no lo sabía. Hortensia, nacida en Andalucía, había llegado a Avilés con ocho años, cuando su padre encontró un puesto de trabajo en la gran fábrica de la ciudad. Los principios habían sido difíciles, según había oído decir en casa, aunque ella recordaba una niñez feliz de juegos en la calle y meriendas de pan y chocolate; de dos vestidos de quita y pon y de vecinos como si fueran familia; de tardes enteras al calor de la cocina de carbón y de charlas y risas. Si había habido carencias ella no las había notado; todos sus amigos y vecinos tenían el mismo nivel de vida. En cambio, ahora, hasta los niños notaban la falta de dinero, pese a vivir mucho mejor de lo que lo habían hecho generaciones anteriores. Por eso Hortensia se desvive por sus nietos, porque no se sientan diferentes al resto de los niños. Les llevará también unas zapatillas de deporte, son bonitas y están a buen precio. Eligió unas de color azul oscuro y otras grises. También unas zapatillas para andar por casa, se acerca ya el invierno y les irán bien. Y un colador...casi se le olvidaba, con lo que le había insistido su marido. Si llegara a casa sin él le armaría una buena, porque no soportaba la nata de la leche y el otro se había roto la noche anterior. Lo encontró en un puesto que vendían un poco de todo y después buscó a Rosaura para comprarle tomates, zanahorias, puerros y alguna legumbre. Pese a su avanzada edad, la mujer estaba en su puesto de siempre, sentada en una pequeña silla de madera. Charlaron un buen rato y después Hortensia se despidió de ella y de La Plaza, haciendo mentalmente sus cuentas. Le quedaban treinta y ocho euros y aún debía parar en la carnicería de vuelta a casa. Miró el reloj. Ya eran las doce y media. Debía darse prisa, pues a su marido le gustaba comer a las dos y entre que subía hasta el barrio, compraba la carne y terminaba de hacer la comida, apenas le quedaba tiempo.

Floren y José se sentaron a descansar en un banco de El Parche. Tuvieron que aguantar una cola de una hora y cuarto para poder cobrar su pensión y acabaron agotados. Pronto se unieron a ellos algunos conocidos y rápidamente alguien sacó el tema de la actualidad política. Cuando la discusión comenzó a subir de tono, José tomó del brazo a su amigo Floren, ya visiblemente agitado, y lo hizo levantarse para ir a dar una vuelta por La Plaza, actividad que les encantaba a los dos aunque nunca compraran nada más que alguna hogaza de buen pan. Bajaron la calle La Cámara con calma, mientras José iba poniendo freno a la ira de Floren, haciéndolo recuperar su buen humor habitual. Entraron por la puerta de la calle La Muralla y dieron varias vueltas mirando los puestos y observando a la gente. Después, se dirigieron al bar de siempre, donde un amigo los invitó a tomar unos vinos y el propietario les acercó una bandeja con pinchos de tortilla. Tras tomar el aperitivo se despidieron hasta la tarde, dirigiéndose cada una a sus respectivos domicilios.

Por la puerta que daba al parque de El Muelle había entrado Susana, tirando de sus dos hijos de cuatro y seis años. Necesitaba comprarles unos pijamas y unas zapatillas, además de algún chándal y esperaba encontrarlos a buen precio. Los niños se escabullían de las manos de la madre que se asustaba, los llamaba a gritos, los reñía, los zarandeaba… Casi no se podía caminar por algunos sitios y era difícil acercarse al puesto de los pijamas, porque ese día había buenas ofertas de una calidad aceptable. Tras más de diez minutos esperando consiguió ser atendida. Un par de pijamas por dieciocho euros no está nada mal, pensó. Continuó el recorrido en busca del resto de los productos, aunque estuvo tentada, más de una vez, de abandonar el lugar. No aguantaba a los niños, ni a la gente, ni el ruido incesante, las voces de los vendedores, los choques con otras personas, el calor insoportable de principios de septiembre. En cuanto llegara a casa tendría que ducharse otra vez. No soportaba sentirse con la piel empapada, la ropa pegada a ella como una babosa, el olor del sobaco, el cerco bajo los brazos...Odiaba el verano por lo mucho que sudaba, por tener que meterse varias veces al día bajo la ducha, por tener que bañar a los niños todas las noches, por tener que limpiar el polvo dos o tres veces al día, pues el sol dejaba ver la suciedad que no se apreciaba por el invierno. Además, los niños estaban mucho mejor en el colegio, aprendían, les enseñaban a comer de todo y con buenos modales, realizaban actividades extraescolares interesantes. Le encantaba el invierno y estaba deseando que llegara octubre para poder quedar con sus amigas y dedicarse a sus cosas sin tener que andar tirando todo el día de ese par de mocosos que, aunque los quería con todo su alma, la ponían histérica.

Hortensia pidió un pollo partido en trozos pequeños, para freírlo al ajillo. Había entrado en una carnicería desconocida por no caminar una calle más, donde compraba habitualmente. Le había costado subir la calle, cuesta arriba, cargada con las sábanas, las zapatillas, las hortalizas y las legumbres. Sentía las piernas hinchadas y el sudor le chorreaba por la cara sin que le quedara una mano libre para limpiarlo. La próxima semana si seguía haciendo ese calor no iría a La Plaza, se cansaba demasiado. El carnicero le acercó la carne y el tiquet. Hortensia abrió el bolso. Buscó la cartera. Sus manos pequeñas y regordetas se movieron ansiosas en el interior oscuro y abarrotado. Tocó las llaves, los pañuelos de papel, la funda de las gafas, las cajas de pastillas…Roja de excitación fue sacando las cosas una a una y colocándolas en el mostrador. El bolso quedó vacío y la cartera se había esfumado. El rubor dio paso a una palidez sudorosa. ¿Dónde estaba su cartera? Volvió a meter las cosas en el bolso. Miró los paquetes. Miró en el interior de las bolsas por si le había caído sin darse cuenta. No encontró nada. Dirigió su mirada al carnicero, angustiada. Le explicó que venía de La Plaza y no sabía dónde había metido la cartera. El hombre, como si fuera un oráculo le dijo que había sido víctima de un robo. Las piernas de Hortensia comenzaron a temblar. Una nube blanca se colocó ante sus ojos. El carnicero salió corriendo de detrás del mostrador, justo a tiempo de sujetarla. La hizo sentarse y le ofreció un vaso de agua. Poco a poco, la mujer se fue recuperando aunque estaba desorientada, sin saber qué hacer. El tendero le sugirió que llamara a casa para que fueran a buscarla. Hortensia cogió su bolso y buscó el móvil. Se lo había regalado su hijo por su cumpleaños, dos meses atrás. El móvil también había desaparecido. El carnicero le dejó su teléfono para llamar a casa. Hortensia, agradecida, marcó el número, habló con su marido y acto seguido se desplomó.

Floren entró en casa. Una bola de pelo negro se acercó a él ronroneando. Se llevó la mano a la frente. Se había olvidado de comprar la comida para el gato. Lo siento, Mufi, le dijo acariciándole el lomo. No sabía dónde tenía la cabeza, cada vez se le olvidaban más cosas. Fue a la habitación y echó mano al bolsillo del pantalón, para coger el dinero. La cartera no estaba. Miró en el otro bolso. Tampoco estaba allí. Nervioso, comenzó a palparse la ropa. Quitó los pantalones y la camisa. Los inspeccionó minuciosamente. Los zarandeó. La cartera había desaparecido y con ella el dinero de la pensión. Se vistió de nuevo y salió de casa. Miró en el descansillo de la escalera, en el ascensor y en el portal. Volvió sobre sus pasos hasta llegar al bar. Se acercó a La Plaza. No encontró nada. Regreso a casa desanimado, a punto de llorar, preguntándose cómo había podido pasar una cosa así. Llamó a su amigo por si el le daba alguna pista. José no se había dado cuenta aún, pero también había perdido su cartera y su paga. Ninguno de los dos entendía lo sucedido. Siempre eran cuidadosos, sabían de la proliferación de rateros en esa zona de la ciudad. No se lo podían explicar.

Susana, tirando de sus hijos de cuatro y seis años, encontró al fin el puesto de los chándal. Eligió uno para cada uno, pero cuando se dispuso a pagar no encontró la cartera. Se dio cuenta enseguida de que le habían robado, era algo normal en ese lugar abarrotado de gente, donde ciertas mafias hacían no su agosto, sino su lunes. También sabía que, entre la gente, siempre había policías de paisano. Empezó a gritar que le habían robado. Instintivamente todos aquellos que la oyeron echaron mano a sus carteras, para comprobar que seguían en su sitio. No tardó en aparecer un hombre joven identificándose como policía. Esa mañana ya habían detenido a tres carteristas. Le propuso que lo acompañara para poner la denuncia, pero antes mirarían en los contenedores por si los delincuentes se hubieran desembarazado ya de las carteras. Hubo suerte, la suya estaba en una papelera con todos los documentos y sin nada de dinero. Ni siquiera le quedaba un euro para comprar algo pan. No importaba. Porque un día se comiera sin pan no pasaba nada, se dijo a si misma deprimida. Comer sin pan no era nada en comparación con los setenta euros perdidos. Con ese dinero hubiera tenido suficiente para los pañales de la noche de su pequeño y para la crema que quería comprar para prevenir esas arrugas que ya empezaban a insinuarse en sus ojos cansados.

Por la puerta que daba a la calle Rui Pérez, salió Mati. Su andares eran aparentemente descuidados, aunque su mente estaba alerta y sus grandes ojos negros no perdían detalle de cuanto se movía a su alrededor. Cuando ya se encontró lo suficientemente lejos, entró en una cafetería y fue al baño. El botín de ese día había sido excelente. Menuda suerte encontrar a ese par de jubilados panolis. Parecía mentira, tan mayores y tan confiados. Esperaba que Marcos le diera para ella al menos veinte o treinta euros para comprar esos pantalones que había visto en la tienda de la esquina. No sentía ningún remordimiento. Era lo único que sabía hacer. Lo único que sus padres le habían enseñado a hacer. Su única herencia.






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