Reflejos felinos - Marian Muñoz

                                         

Aquella tarde hacía un sol de justicia, todo el mundo buscaba la sombra para cobijarse de los ardientes rayos del sol. Acompañaba como cada jueves a mi tía Engracia, ingresada en una residencia de ancianos cerquita de mi casa.
Nada inducía a pensar que no iba a ser una tarde más de aquel caluroso verano, hasta que el conductor de una ambulancia llamó al timbre para que le abrieran la verja de entrada, como tantas veces habíamos presenciado. Sólo que en esta ocasión, un gato adormilado en mitad del patio debido al bochorno, no se percató de la maniobra y el conductor tampoco lo vio, quien tras abrirse por completo la verja, arrancó de nuevo la ambulancia para entrar en el recinto. Gracias al instinto de supervivencia que tienen dichos animales, notó el movimiento del vehículo y asustado pegó un gran salto, abandonando súbitamente su placentero descanso. Fue en ese instante y con gran sorpresa, cuando el conductor se enteró de su presencia, teniendo que pisar el freno hasta el fondo para no pillarlo, pero ya el minino había saltado y calculando mal la maniobra de aterrizaje se coló por una de las ventanas de la planta baja.
Ninguno de los allí presentes estábamos atentos a lo que estaba ocurriendo, tantas veces habíamos presenciado y vigilado aquella llegada, que tan sólo unos pocos curiosos ávidos de reconocer a quien traía o se llevaba, se giraban para mirar.
Más en esta ocasión todas las miradas fueron a parar a la habitación en la que había aterrizado el gato. Se oyó un gran estruendo y griterío, según supimos más tarde, al caer el animal justo encima de la bandeja donde una auxiliar acababa de depositar un pañal bien cargadito de deposiciones.
Tras superar la primera impresión, comenzó a agitar un pañuelo para echar al gato de la habitación, quien asustado se subía por las paredes tiñéndolas de marrón. Al final y tras segundos de tensión, el asustado minino terminó en la vecina cocina, y allí, colador en mano, una de las cocineras pudo echar al animal de nuevo para el patio, donde se le vio poco después, cobijado a la sombra de un árbol, lamiéndose las patas para limpiarse del aterrizaje marrano.
Estupefactos, patidifusos y boquiabiertos nos quedamos los presentes, porque de lo sucedido en el interior no sabíamos nada, tan sólo los gritos y ruidos que pudimos oír, pero al ver correr tras el animal a las dos trabajadoras, una con el colador en la mano y otra con el uniforme lleno de mierda, no paramos de reír en toda la tarde, eso a pesar de la gran arruga que se le formó en la nariz a la directora por lo enfadada que estaba con todo el asunto del gato.
Durante lo que restó de verano no paramos de reírnos al recordar aquel suceso tan extraño, pero desde entonces, cada vez que entra o sale la ambulancia, hay alguien que controla donde está el gato y que no se ponga a tiro de nadie.







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