Regalos de la vida - Esperanza Tirado

                                      







A sus taitantos años sentía que la vida se le había escurrido como el agua a través de un colador.

Se había casado, la habían casado, muy joven, y había tenido hijos, muchos. Era su obligación y había que cumplirla. Era lo que se esperaba de las mozas casaderas entonces; que pasaban de obedecer en casa de su padre a la de su marido.
Los había cuidado a todos con la dedicación de una buena madre, sin horarios, sin pedir nada a cambio, con muchos sacrificios en tiempos de escasez.
Algunos no la sobrevivieron y eso afectó a la salud de su esposo, gran luchador también, que acabó siguiendo el mismo camino que ellos.

La pensión que le quedó no le daba para grandes lujos pero no tuvo que recurrir a ayudas económicas externas.

Ella era fuerte y sola se apañaba bien. Hacía las cosas de la casa, cuidaba de su jardín y de sus limoneros y rosales, en memoria de su difunto; caminaba varias horas al día y se soleaba, acompañada de sus gatos, en los días en que el cielo lo permitía.
De tanto en tanto acudía al centro de mayores del pueblo. A tomar un café, a echar la partida, o a compartir recuerdos de juventud mientras la peluquera les cardaba las canas.
A veces les ponían una película de esas de folklóricas en blanco y negro; a sus compañeras les daba por hacer los coros de la copla de turno. Pero a ella le aburrían soberanamente.

La vida ya no le ofrecía mucho más. A veces soñaba con la imposible idea de echar el tiempo atrás, para hacer todas aquellas cosas que en sus tiempos no había podido: pintar, conducir, estudiar Historia o Arte, realizar largos viajes...

Antes de que me tengan que poner un pañal y me vea imposibilitada del todo, tengo que ver mundo. Si no todo, al menos una esquinita. O dos.’

Y se dormía en el sofá, delante de la tele viendo documentales de sitios lejanos donde gente arrugada como ella le sonreía y le saludaba desde la pantalla.

Sus hijos y algunos nietos solían visitarla los fines de semana. En su cumpleaños le traían tarta sin azúcar y un pañuelo de colores de regalo. Tenía tantos ya que en ocasiones los usaba de mantel, otras de cortina, incluso se hacía delantales... Hasta les había hecho unas sabanitas a sus gatos.

Ya podían regalarme algo distinto. O quitarme años. Darme una sorpresa. O qué se yo... Que estoy hasta el gorro de pañuelos...’
Una mañana se levantó especialmente vital. Se notaba diferente. Incluso más ágil, como si hubiera rejuvenecido veinte, treinta, cuarenta años. Se miró al espejo y se sonrió. Y se detuvo en la sonrisa y notó como si un efecto curativo y poderoso le hubiera hecho desaparecer alguna arruga de su cara, devolviéndole la tersura de su juventud.

Y fue a la cocina, preparó la bandeja del desayuno, y comió con un apetito como hacía tiempo no sentía. Se vistió lo más elegante que pudo, olvidándose del riguroso luto. Y se maquilló y se puso un sombrero, cosa que no hacía desde antes de que acompañara a su santo al cementerio.

Y en lugar de entrar en el centro de mayores, no puso freno a su entusiasmo y llegó hasta la oficina de viajes instalada en los bajos del ayuntamiento.


¿Qué desea, señora?- le preguntó un jovenzuelo al otro lado del mostrador.

Viajar. Mucho. Y Lejos.

El joven miró extrañado a la dama, que parecía sacada de una postal antigua, admirado de la determinación que demostraba.

¿Qué me recomienda en esta época? Me han dicho que los atardeceres en Lisboa son una maravilla.

Mientras realizaban los trámites pertinentes para que todos los papeles estuvieran correctamente sellados, reglados y triplicados, nadie se fijó en que el reloj de la torre del ayuntamiento movía sus manecillas muy deprisa y en el sentido contrario.





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