Treinta y dos cuentos - Cristina Muñiz Martín





El reloj dio la hora puntualmente. Entonces me di cuenta que llegaba tarde. Fuera estaba cayendo una lluvia torrencial. Mejor me quedaba en casa. No me apetecía nada salir. Llamé y anulé la cita. De todas formas, tampoco me apetecía ir al dentista y tenía trabajo por delante. Me senté ante el ordenador. Para esa semana, en el periódico, me habían pedido algo relacionado con la mina y no tenía ni idea por dónde empezar. Cuando me ofrecieron esa oportunidad, acepté encantada, confiando en mi creatividad. Sin embargo, no sé si por la presión de tener un cuento listo cada semana o por el hecho de tener que escribir sobre un tema determinado, la hoja en blanco se convirtió en poco tiempo en mi mayor enemiga. Cada vez me costaba más trabajo inventar una buena historia y ya estaba agotando todas mis reservas de relatos, descripciones, apuntes e ideas. La mina. ¿Qué podía escribir sobre la mina? Comencé varios párrafos pero ninguno era de mi agrado. Me levanté. Tomé un té. Fui al baño. Volví a sentarme. Di vueltas por el salón. Nada. La inspiración parecía haberse fugado de mi casa. De pronto, me vino una especie de destello. Sí. Seguro que sí. Tenía un relato sobre la mina por alguna parte. Rebusqué entre mis viejos escritos. Allí estaba. Lo leí esperando encontrar algo bueno. No lo era. Tampoco era demasiado malo. Quizás un poco anodino y previsible. No importaba. No me veía con fuerzas para hacer otra cosa. Lo arreglé un poco y lo envié al periódico sin pensar demasiado, para no poder arrepentirme. Este es el relato, por si os apetece leerlo.

Manín se incorpora tras meterse una ración de oxigeno. Mira para la otra cama. Carlinos duerme por el efecto de la pastilla de todas las noches. Él no la traga. La pone bajo la lengua y cuando ya no lo ven la escupe. Parece mentira que, con tanta vida a cuestas, lo traten como a un niño. Eso es lo que más le ofende. Le ofende de los hijos, pero a esos aún los mantiene a raya con un buen bufido. Le ofenden mucho más las enfermeras, esas muchachas a medio criar, que lo tratan de “tú” y lo llaman Manín, como si lo conocieran de toda la vida. Además lo quieren obligar a hacer cosas que no le gustan nada, como acostarse a las nueve. Él, que desde la jubilación no va para la cama hasta la una o las dos de la mañana. Total, para qué ir primero si al día siguiente no tiene nada que hacer. Qué importa entonces que se levante a las nueve o a las doce. Al fin y al cabo está libre por primera vez en su vida. Nada de trabajo, nada de horarios, nada de nada. Eso es lo que le está matando, no la maldita silicosis. Con esa ya hizo las paces hace mucho tiempo. Lo que lo está matando es ser viejo, pero no por ser viejo, sino porque lo tratan como si fuera un inútil. Él, que picó en el pozo más que cualquier otro. Él, que llevó más dinero a casa que ningún otro. Él, que dio carrera a los hijos para que nunca tuvieran que bajar al tajo. Y ahora, los muy desagradecidos, lo retienen en esa cárcel blanca. Menos mal que le queda el nieto. Se llama como él: Manín. Y es su cómplice. Quiere ir hasta el armario. Se mueve despacio, porque no puede hacerlo más deprisa y para evitar hacer ruido. Le cuesta. Parece que el suelo está más frío que nunca ¿dónde están las malditas zapatillas? Seguro que escondidas para que no las encuentre. Y el armario, podían ponerlo cerca de la cama, pero no, hala, para el lado contrario. Claro, como a ellos igual les da dar un paso más o menos. Lentamente, cargando con la silicosis, los años, la rabia y el suero, se acerca al armario. Abre la puerta. Rebusca. Allí está la bolsa. La coge. Intenta regresar a la cama. Está muy lejos. Debe descansar un poco. Se sienta en la silla. Abre la bolsa. Cuatro pequeños trozos de carbón. Es buen chaval su nieto. Reboza las manos hasta ponerlas negras y las deja viajar como mariposas alegres por la cara, los brazos, las piernas, el camisón vergonzoso que le deja el culo al aire.
Por la mañana, cuando la enfermera de turno entra en el cuarto a tomar la temperatura, Manín, el minero, duerme para siempre como vivió siempre: tiznado de carbón.
Ya estaba. No era un relato del que sentirse muy orgullosa pero había conseguido cubrir el expediente, ganar cien euros y mantener la colaboración. Fuera, seguía cayendo una lluvia torrencial. No me importó. Necesitaba despejarme. Me puse un impermeable, cogí el paraguas y salí a la calle. No tardó en dejar de llover. Paseé durante largo rato y de pronto un señor mayor cayó ante mis pies, arrastrándome con él al suelo. Mi paraguas y su portafolios rodaron por la acera. Alguien me ayudó a levantarme mientras otras personas atendían al anciano. Me pusieron en la mano el paraguas y el portafolios, sin que yo fuera consciente de ello. Cuando llegó la ambulancia certificaron su muerte. Volví a casa desolada, sin poder contener las lágrimas. Al día siguiente miré el portafolios, por si llevara algún nombre, alguna dirección, algún número de teléfono. Nada. Lo que encontré fue un conjunto de treinta y dos cuentos maravillosos, nacidos, sin duda, de una mente prodigiosa. Sin saber qué hacer con ellos, decidí conservarlos. Quizás los reclamaran por algún medio. Quizás ya estaban publicados. Quizás me sirvieran de inspiración. No sucedió ninguna de las tres cosas. Han pasado cinco años y hoy los tengo entre mis manos inseguras, tratando de tomar una decisión. La fecha del concurso se echa encima y tengo la certeza de que estos relatos me harían ganar los quince mil euros que tanto necesito. ¿Realmente estaría tan mal que lo hiciera teniendo en cuenta que no perjudicaría a nadie, ni tan siquiera a su autor del que no conozco ni el nombre? ¿La esquela? Sí, lo sé, podría buscarla, aunque ¿cambiaría algo?





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