El
reloj dio la hora puntualmente. Entonces me di cuenta que llegaba
tarde. Fuera estaba cayendo una lluvia torrencial. Mejor
me quedaba en casa. No me apetecía nada salir. Llamé
y anulé la cita. De todas formas, tampoco me apetecía ir al
dentista y tenía trabajo por delante. Me senté ante el ordenador.
Para esa semana, en el periódico, me habían pedido algo
relacionado con la mina y no
tenía ni idea por dónde empezar. Cuando
me ofrecieron esa
oportunidad, acepté
encantada, confiando
en mi creatividad. Sin
embargo, no sé si por la presión de tener un cuento listo cada
semana o por el hecho de tener que escribir sobre un tema
determinado, la hoja en blanco se convirtió en poco tiempo en mi
mayor enemiga. Cada vez me costaba más trabajo inventar una buena
historia y ya estaba agotando todas mis reservas de relatos,
descripciones, apuntes e ideas. La mina. ¿Qué podía escribir sobre
la mina? Comencé varios párrafos pero ninguno era de mi agrado. Me
levanté. Tomé un té. Fui al baño. Volví a sentarme. Di vueltas
por el salón. Nada. La inspiración parecía haberse fugado de mi
casa. De pronto, me vino una especie de destello. Sí. Seguro que sí.
Tenía un relato sobre la mina por alguna parte. Rebusqué entre mis
viejos escritos. Allí estaba. Lo leí esperando encontrar algo
bueno. No lo era. Tampoco era demasiado malo. Quizás un poco anodino
y previsible. No importaba. No me veía con fuerzas para hacer otra
cosa. Lo arreglé un poco y lo envié al periódico sin pensar
demasiado, para no poder arrepentirme. Este es el relato, por si os
apetece leerlo.
Manín
se incorpora
tras meterse una ración de
oxigeno. Mira
para la otra cama. Carlinos duerme
por el efecto de la pastilla de todas las noches. Él no la traga. La
pone
bajo la lengua y cuando ya no lo ven
la escupe.
Parece
mentira que, con tanta vida a cuestas,
lo traten como a un niño. Eso es lo que más le ofende. Le ofende de
los hijos, pero a esos aún los mantiene a raya con un buen bufido.
Le ofenden mucho más las enfermeras, esas muchachas a medio criar,
que lo tratan de “tú” y lo llaman Manín, como si lo conocieran
de toda la vida. Además lo quieren obligar a hacer cosas que no le
gustan nada, como acostarse a las nueve. Él, que desde la
jubilación no va para la cama hasta la una o las dos de la mañana.
Total, para qué ir primero si al día siguiente no tiene nada que
hacer. Qué importa entonces que se levante a las nueve o a las doce.
Al fin y al cabo está libre por primera vez en su vida. Nada de
trabajo, nada de horarios, nada de nada. Eso es lo que le está
matando, no la maldita silicosis. Con esa ya hizo las paces hace
mucho tiempo. Lo que lo está matando es ser viejo, pero no por ser
viejo, sino porque lo tratan como si fuera un inútil. Él, que picó
en el pozo más que cualquier otro. Él, que llevó más dinero a
casa que ningún otro. Él, que dio carrera a los hijos para que
nunca tuvieran que bajar al tajo. Y ahora, los muy desagradecidos, lo
retienen en esa cárcel blanca. Menos mal que le queda el nieto. Se
llama como él: Manín. Y es su cómplice. Quiere ir
hasta el armario. Se mueve despacio, porque no puede hacerlo más
deprisa y para evitar hacer ruido. Le cuesta. Parece que el suelo
está más frío que nunca ¿dónde están las malditas zapatillas?
Seguro que escondidas para que no las encuentre. Y el armario, podían
ponerlo cerca de la cama, pero no, hala, para el lado contrario.
Claro, como a ellos igual les da dar un paso más o menos.
Lentamente,
cargando con la silicosis, los años, la rabia y el suero, se acerca
al armario. Abre la puerta. Rebusca. Allí está la bolsa. La
coge. Intenta regresar a la cama. Está muy lejos. Debe descansar un
poco. Se sienta en la silla.
Abre la bolsa. Cuatro pequeños trozos de carbón. Es buen chaval su
nieto. Reboza las manos hasta ponerlas negras y las deja viajar como
mariposas alegres por la cara, los brazos, las piernas, el camisón
vergonzoso que le deja el culo al aire.
Por la mañana, cuando la enfermera de turno entra en el cuarto a
tomar la temperatura, Manín, el minero, duerme para siempre como
vivió siempre: tiznado de carbón.
Ya
estaba. No era un relato del que sentirse muy orgullosa pero había
conseguido cubrir el expediente, ganar
cien euros y mantener la colaboración.
Fuera, seguía
cayendo una lluvia torrencial. No me importó. Necesitaba despejarme.
Me puse un impermeable, cogí el paraguas y salí a la calle. No
tardó en dejar
de llover. Paseé durante largo rato y de pronto un señor mayor cayó
ante mis pies, arrastrándome
con él al suelo. Mi
paraguas y su portafolios rodaron por la acera. Alguien me ayudó a
levantarme mientras otras personas atendían al anciano. Me pusieron
en la mano el paraguas y el portafolios, sin que yo fuera consciente
de ello. Cuando llegó la ambulancia certificaron su muerte. Volví a
casa desolada, sin poder contener las lágrimas. Al día siguiente
miré el portafolios, por si llevara algún nombre, alguna dirección,
algún número de teléfono. Nada.
Lo que encontré fue un conjunto de treinta y dos cuentos
maravillosos, nacidos, sin
duda, de una mente prodigiosa.
Sin saber qué hacer con ellos, decidí conservarlos. Quizás
los reclamaran por algún medio. Quizás ya estaban publicados.
Quizás me sirvieran de inspiración. No
sucedió ninguna de las tres
cosas. Han pasado cinco
años y hoy los tengo entre mis manos inseguras, tratando de tomar
una decisión.
La fecha del concurso se echa encima y tengo
la certeza
de que estos relatos me
harían ganar los
quince mil euros que tanto necesito. ¿Realmente estaría tan mal que
lo hiciera teniendo en cuenta que no perjudicaría a nadie, ni tan
siquiera a su autor del que no conozco ni el nombre? ¿La esquela?
Sí,
lo sé, podría buscarla, aunque ¿cambiaría algo?
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