Ande yo caliente, ríase la gente - Gloria Losada



El día que Aurorita llegó al pueblo le gente estaba preocupada porque el reloj del campanario de la iglesia no había dado las horas, cosa que había ocurrido todos los días desde hacía más de cien años. Todos tomaban el hecho como un mal augurio, a pesar de que Don Rosendo, el cura, les comunicó que desde hacía unos meses venía notando que la maquinaria necesitaba de una buena limpieza. Aquellas gentes ignorantes vivían de costumbres y de rutinas, y cuando algún acontecimiento alteraba lo más mínimo su apacible existencia, ya creían que algo horrible iba a ocurrir, aunque nunca ocurriera nada.
Para colmo de males la aparición de aquella mujer un poco extraña y descarada no contribuyó precisamente a poner calmar entre la inquieta población. Aurorita se bajó en el coche de línea de las cuatro, bajo un calor sofocante, y enfiló camino hacia la pensión de Manuela Arbaces dejando a su paso un reguero de polvo seco y dorado. Vestía un ajustado pantalón de cuero negro y una blusa azul marino de manga larga, atuendo nada acorde con la climatología reinante en aquel verano que parecía no tener fin. Completaba su indumentaria con una botas camperas y sujetaba el pelo en una desgreñada coleta adornada por un lazo de lunares rojos y amarillos.
Era alta, desgarbada y extremadamente delgada. En su cara todavía quedaban vestigios de la belleza que una día había poseído, a pesar de su sonrisa medio desdentada y de las profundas arrugas que surcaban su frente.
Cuando llegó solicitando habitación a la pensión de Manuela Arbaces, ésta se la quedó mirando con desconfianza.
-¿Se va a quedar muchos días? – le preguntó.
Aurorita se encogió de hombros y le contestó que no sabía, que igual se quedaba dos o tres días, o toda la vida, total, no tenía a dónde ir, y en su devenir por el mundo había dado en aquel pueblo como podía haber dado en cualquier otro, así que si se encontraba bien se quedaría, y si no, tomaría de nuevo las de Villadiego.
-Tendrá usted dinero para pagarme, supongo – repuso Manuela en un alarde de desconfianza y maleducación sin límites.
-¿Acaso le parezco yo una indigente? – repuso Aurorita, a la vez que habría el bolso de plástico que llevaba al hombro y ponía un fajo de billetes de cincuenta sobre el mostrador de recepción.
Manuela, que era una usurera y le gustaba más el dinero que a un tonto un caramelo, se tuvo que agarrar al respaldo de una silla para no caerse al suelo, tal fue el mareo que le dio, y a partir de aquel instante se terminaron sus reticencias y comenzó el peloteo habitual cuando sabía que sus clientes tenían cuartos, que eran pocos, la verdad, pues la gente con dinero prefería el hotel de Don Torcuato Sampere a aquella pensión de mala muerte.
-Disculpe, usted – respondió Manuela mostrando su falsa sonrisa – pero tiene que comprender, a veces hay algún cliente que parece muy solvente y luego.... Pero pase, pase al salón, que aquí tenemos un ventilador que nos aliviará un poco estos calores. Por cierto ¿no se achicharra usted con esa ropa que trae?
-No, no me achicharro.
-Pues yo le aconsejaría que se pudiera algo más ligero. El calor de este verano está siendo horrible. Además, aquí la gente es muy rara y si la ven así vestida, aun han de decir que está usted enferma o algo así.
-Me importa un pito lo que diga la gente. Ande yo caliente y ríase la gente ¿no dice así el refrán? Pues eso. ¿Me va a dar una habitación o no?
Manuela, temerosa de que su flamante huésped se largara a un hotel más acorde con su cartera, se apresuró a llenar la ficha pertinente y a acomodar a Aurorita en la mejor habitación de la pensión, que daba a la calle principal y tenía dos balcones.
Desde aquel momento Manuela se dedicó a espiar a aquella mujer tan extraña. Supo cuando salía y cuando entraba, supo que dedicaba sus mañanas a actividades variopintas en actitudes un poco raras, por ejemplo, gustaba de ir a la Plaza principal a la hora que el sol más quemaba, abrir su silla plegable de playa y ponerse a tejer lo que parecía unos días una bufanda, otros una manta, otros un jersey de gruesa lana. Otros días se acercaba a la puerta de la Iglesia y se ponía a tocar la flauta, actividad por la que a veces, algún caminante despistado le echaba unas monedas. Aurorita entonces se enfadaba.
-¿Acaso piensa usted que soy una indigente? – preguntaba enfurecida.
-Bueno... es que así... tocando la flauta a la puerta de la Iglesia....
-¿No le gusta? ¿No le gusta como toco? Pues me da lo mismo. ¿Sabe lo que le digo? Ande yo caliente y ríase la gente.
Pronto los habitantes del pueblo se dieron cuenta de que la mujer, cuando se le llevaba la contraria, acababa sus peroratas con aquella frase, aunque a veces no viniera a cuento. Al principio les hacía mucha gracia y la provocaban, conforme fue pasando el tiempo Aurorita dejó de ser la novedad y casi nadie le hacía demasiado caso. Vivía a su aire, sin hacer daño a nadie, con sus actividades un poco extrañas y sin que Manuela pudiera averiguar de dónde sacaba el dinero que guardaba en un bolso del que jamás se despegaba.
Un día, casi dos años después de que se asentara en el pueblo, apareció por allí una muchacha joven y bonita que la buscaba. Se presentó ante el señor Alcalde y le preguntó si no viviría allí una mujer cuyas señas coincidían con el aspecto de Aurorita. Cuando el Alcalde le dijo que sí, la chica respiró aliviada y le contó al hombre la causa de su azoramiento.
-Es mi madre. Le gusta vivir a su aire pero como ustedes habrán podido observar no está muy bien de la cabeza. Intento controlar su paradero, pero a veces se me escapa. Cuando esto ocurre calculo el tiempo que le puede durar el dinero que se ha llevado y cuando pienso que se le está terminando la busco desesperadamente. Fue profesora de Literatura ¿sabe usted? Y de las buenas. Hasta escribió un libro sobre la obra de Quevedo, su escritor preferido. Pero un día mi padre la dejó por una de veinte y se le fue la olla. En fin, si me dice dónde la puedo encontrar, se lo agradezco. Todavía nos queda un buen trecho hasta llegar a Palencia.
El Alcalde indicó a la moza la pensión en la que se hospedaba su madre. Aurorita, cuando vio a su hija, recogió dócil sus escasas pertenencias y la siguió sin poner resistencia.
-Bueno doña Aurora – le dijo Manuela para despedirse –. Espero que su estancia aquí haya sido agradable. Cuidese, que falta le hace.
Aurorita, que aquel día estaba de mal humor, miró a travesada a la dueña de la pensión y en lugar de mandarla al carajo la saludo con su coletilla de siempre.
-Ande yo caliente y ríase la gente.
Pues eso.







Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario