No
sé como contar lo que me pasó en las vacaciones de este año, si
contaros lo fabulosas que fueron o lo mal que empezaron.
Ya
sabéis que suelo ir casi siempre con Elena, mi mejor amiga a pesar
de ser tan diferentes, quizás ahí es donde radique nuestra fuerte
amistad. Mientras ella es un terremoto de actividad, alegría y
enrollarse con cualquiera, yo soy más bien tímida, silenciosa y
temerosa de meter la pata. Cuando estoy con ella me olvido de mí
misma y consigo divertirme como nunca.
En
esta ocasión nuestro viaje veraniego comenzó un poco mal, por no
decir fatal. Decidimos irnos a Rumanía, pagamos la mitad del viaje
y a una semana escasa del mismo, nos dice la agencia que no iremos
por falta de viajeros. Vuelta a repasar las revistas de viajes,
decidirnos a la carrera un nuevo destino al que ir, buscar hotel, en
fin, un agobio tremendo, menos mal que Elena es muy echada p’alante
y se decidió enseguida, ¡nos vamos a Cuba! No me apetecía mucho
cruzar el Atlántico, pero antes de quedarme en casa, me iría a
cualquier sitio, y porqué no Cuba, ¡ale a conocer el Caribe! Sol,
playa, más sol, más playa, y seguro que habría mucha historia que
ver.
Una
vez sacados los visados, pasaportes y permisos necesarios embarcamos
en avión rumbo a Madrid, desde donde salía nuestro vuelo
internacional. Lo escogimos bien temprano para darnos una vuelta
por la capital antes de volver a tomar el siguiente vuelo, pero ¡qué
va!, la niebla se opuso a nuestros planes y tras tenernos en la zona
de embarque unas cinco horas, por fin comenzamos nuestro viaje.
Tomamos tierra en Barajas, y para seguir con contratiempos, no
funcionaba la ruleta de los equipajes, otra horita más de espera,
hasta que por fin fueron apareciendo las maletas.
La
mía llegó la última, con un buen agujero por el que se escapaba mi
ropa ¡ay qué horror!, teníamos el tiempo justo para ir hasta la
otra punta del aeropuerto y llegar a la terminal internacional. Ni
caso hice al agujero, la até como pude con el cinturón que sujetaba
mi pantalón, y a la carrera hasta el mostrador de facturación de la
línea aérea cubana. Agitada, colorada por los nervios y el
carrerón que nos pegamos, me dice la azafata de tierra que una
maleta en esas condiciones no se puede facturar, puede ser un peligro
y estallar en pleno vuelo. ¡Ay Dios mío quien me habrá mandado
meterme en este berenjenal! Pensaba yo. ¿Dónde puedo comprar otra
maleta? Le pregunto a la azafata, y me responde que no tiene ni idea
y que en media hora cierra el mostrador y se va.
¡Qué
hago, que no hago, me c…… en todo lo que se menea! Ya está, a
grandes males, grandes remedios. Cuando viajo suelo llevar un bolso
muy grande para que me quepa la máquina de fotos, los planos y
callejeros, la documentación, la cartera, las gafas de sol, las
pinturas de guerra, etc. vamos, lo que se dice grande. Poso la
maleta en el suelo y la abro, delante de todo el mundo, un color se
me iba y otro se me venía, ¡pero me daba igual!, comencé a meter
las cosas del neceser, zapatos, mudas y cosas varias en el bolso,
llenándolo hasta reventar, no cabía más, y comencé a ponerme la
ropa, empecé por las prendas más ajustadas y luego las más
holgadas, menos mal que era verano y suelo viajar con ropa ligera,
pero acabé pareciendo una muñeca de Michelin.
Apenas
podían mis codos y rodillas hacer su juego, asfixiada por el calor y
por tanta prenda, pero me las iba a llevar todas, ¡ni una se quedaba
en tierra! La azafata no tuvo más remedio que darme la tarjeta de
embarque, eso sí, se rió un montón de mi aspecto. Me hicieron
pasar tres veces bajo el arco de seguridad, sospechaban que mi
gordura era el oportuno disfraz para llevar una bomba. ¡Qué bomba
ni que leches, si por culpa de ustedes me he puesto así! Le contesté
a la de seguridad, y casi me manda al cuartelillo si no es porque
Elena media entre las dos. Ya dentro del avión, apenas quepo en el
asiento, claro, cada vez los hacen más estrechos para aprovechar
mejor el espacio y meter más viajeros.
No
paraba de enfocar hacia mí el chorro del aire que tenía encima de
mi cabeza, no hizo falta llegar al Caribe para tener calor, mis
mejillas estaban bien encendidas, sobre todo por lo bochornoso de la
situación. Por fin nos dan una bebida y unas bolsa de maní. ¡Dios
mío con el hambre que tenía y vamos a hacer el viaje con unos pocos
cacahuetes en el estomago!
La
última vez, me oyes, le decía a Elena, esto sólo me puede pasar a
mí, y claro, tú tan fresca, con tus tirantitos y tu rebequita,
ligando a troche y moche, y yo qué, pasándolas canutas.
Tras
unas horas interminables en aquel aparato, oímos por megafonía que
hacemos escala en Terranova, por problemas eléctricos del aparato.
Íbamos a pisar terreno canadiense sin haberlo previsto. Tras
descender con alguna dificultad debido a lo abultado de mis ropas y
el gran bolso de mano que llevaba, vemos que los relojes marcan las
tres de la madrugada, de no sé cual día. Ni un alma por aquella
terminal, salvo los pasajeros de nuestro vuelo, y un frío que
pelaba, porque allí no era verano, sino invierno. La parada duró
más de lo esperado, no había tiendas ni cafeterías abiertas, y
debido a la baja temperatura y la poca ropa que llevaban, se veía a
los viajeros saltando, dando palmadas para calentarse y algunos hasta
abrazándose, Elena era uno de ellos, porque a pesar de toda la ropa
que yo llevaba encima, no le dejé ni una prenda, por haberse reído
tanto de mi aspecto, no me dio ni pizca de pena, y como habréis
adivinado le dije ¡Ande yo caliente, ríase la gente!
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