Ande yo caliente, ríase la gente - Marian Muñoz

                                        

No sé como contar lo que me pasó en las vacaciones de este año, si contaros lo fabulosas que fueron o lo mal que empezaron.
Ya sabéis que suelo ir casi siempre con Elena, mi mejor amiga a pesar de ser tan diferentes, quizás ahí es donde radique nuestra fuerte amistad. Mientras ella es un terremoto de actividad, alegría y enrollarse con cualquiera, yo soy más bien tímida, silenciosa y temerosa de meter la pata. Cuando estoy con ella me olvido de mí misma y consigo divertirme como nunca.
En esta ocasión nuestro viaje veraniego comenzó un poco mal, por no decir fatal. Decidimos irnos a Rumanía, pagamos la mitad del viaje y a una semana escasa del mismo, nos dice la agencia que no iremos por falta de viajeros. Vuelta a repasar las revistas de viajes, decidirnos a la carrera un nuevo destino al que ir, buscar hotel, en fin, un agobio tremendo, menos mal que Elena es muy echada p’alante y se decidió enseguida, ¡nos vamos a Cuba! No me apetecía mucho cruzar el Atlántico, pero antes de quedarme en casa, me iría a cualquier sitio, y porqué no Cuba, ¡ale a conocer el Caribe! Sol, playa, más sol, más playa, y seguro que habría mucha historia que ver.
Una vez sacados los visados, pasaportes y permisos necesarios embarcamos en avión rumbo a Madrid, desde donde salía nuestro vuelo internacional. Lo escogimos bien temprano para darnos una vuelta por la capital antes de volver a tomar el siguiente vuelo, pero ¡qué va!, la niebla se opuso a nuestros planes y tras tenernos en la zona de embarque unas cinco horas, por fin comenzamos nuestro viaje. Tomamos tierra en Barajas, y para seguir con contratiempos, no funcionaba la ruleta de los equipajes, otra horita más de espera, hasta que por fin fueron apareciendo las maletas.
La mía llegó la última, con un buen agujero por el que se escapaba mi ropa ¡ay qué horror!, teníamos el tiempo justo para ir hasta la otra punta del aeropuerto y llegar a la terminal internacional. Ni caso hice al agujero, la até como pude con el cinturón que sujetaba mi pantalón, y a la carrera hasta el mostrador de facturación de la línea aérea cubana. Agitada, colorada por los nervios y el carrerón que nos pegamos, me dice la azafata de tierra que una maleta en esas condiciones no se puede facturar, puede ser un peligro y estallar en pleno vuelo. ¡Ay Dios mío quien me habrá mandado meterme en este berenjenal! Pensaba yo. ¿Dónde puedo comprar otra maleta? Le pregunto a la azafata, y me responde que no tiene ni idea y que en media hora cierra el mostrador y se va.
¡Qué hago, que no hago, me c…… en todo lo que se menea! Ya está, a grandes males, grandes remedios. Cuando viajo suelo llevar un bolso muy grande para que me quepa la máquina de fotos, los planos y callejeros, la documentación, la cartera, las gafas de sol, las pinturas de guerra, etc. vamos, lo que se dice grande. Poso la maleta en el suelo y la abro, delante de todo el mundo, un color se me iba y otro se me venía, ¡pero me daba igual!, comencé a meter las cosas del neceser, zapatos, mudas y cosas varias en el bolso, llenándolo hasta reventar, no cabía más, y comencé a ponerme la ropa, empecé por las prendas más ajustadas y luego las más holgadas, menos mal que era verano y suelo viajar con ropa ligera, pero acabé pareciendo una muñeca de Michelin.
Apenas podían mis codos y rodillas hacer su juego, asfixiada por el calor y por tanta prenda, pero me las iba a llevar todas, ¡ni una se quedaba en tierra! La azafata no tuvo más remedio que darme la tarjeta de embarque, eso sí, se rió un montón de mi aspecto. Me hicieron pasar tres veces bajo el arco de seguridad, sospechaban que mi gordura era el oportuno disfraz para llevar una bomba. ¡Qué bomba ni que leches, si por culpa de ustedes me he puesto así! Le contesté a la de seguridad, y casi me manda al cuartelillo si no es porque Elena media entre las dos. Ya dentro del avión, apenas quepo en el asiento, claro, cada vez los hacen más estrechos para aprovechar mejor el espacio y meter más viajeros.
No paraba de enfocar hacia mí el chorro del aire que tenía encima de mi cabeza, no hizo falta llegar al Caribe para tener calor, mis mejillas estaban bien encendidas, sobre todo por lo bochornoso de la situación. Por fin nos dan una bebida y unas bolsa de maní. ¡Dios mío con el hambre que tenía y vamos a hacer el viaje con unos pocos cacahuetes en el estomago!
La última vez, me oyes, le decía a Elena, esto sólo me puede pasar a mí, y claro, tú tan fresca, con tus tirantitos y tu rebequita, ligando a troche y moche, y yo qué, pasándolas canutas.
Tras unas horas interminables en aquel aparato, oímos por megafonía que hacemos escala en Terranova, por problemas eléctricos del aparato. Íbamos a pisar terreno canadiense sin haberlo previsto. Tras descender con alguna dificultad debido a lo abultado de mis ropas y el gran bolso de mano que llevaba, vemos que los relojes marcan las tres de la madrugada, de no sé cual día. Ni un alma por aquella terminal, salvo los pasajeros de nuestro vuelo, y un frío que pelaba, porque allí no era verano, sino invierno. La parada duró más de lo esperado, no había tiendas ni cafeterías abiertas, y debido a la baja temperatura y la poca ropa que llevaban, se veía a los viajeros saltando, dando palmadas para calentarse y algunos hasta abrazándose, Elena era uno de ellos, porque a pesar de toda la ropa que yo llevaba encima, no le dejé ni una prenda, por haberse reído tanto de mi aspecto, no me dio ni pizca de pena, y como habréis adivinado le dije ¡Ande yo caliente, ríase la gente!





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