Ande yo caliente, ríase la gente - Cristina Muñiz Martín


                                              


Desde pequeño, siempre seguí los convencionalismos sociales, sometiéndome a la opinión de los demás. Era mi manera de ser, supongo. Ya de mayor, cuando comencé a trabajar daba todo el sueldo en casa, salvo una pequeña cantidad para mis gastos. Era lo normal en aquella época y yo lo asumí sin cuestionarlo. Poco después, pasados apenas cinco años, cuando mi hermano comenzó a trabajar decidió entregar en casa solo una mínima parte de su salario. Mis padres no dijeron nada. Yo tampoco, pues acababa de casarme y no consideré prudente decir lo que pensaba. Al fin y al cabo era cosa de mis padres. Al año siguiente mi hermana pequeña también encontró trabajo. Ella se negó a dar nada en casa, alegando que iba a ahorrar para dar la entrada de un piso. Mis padres tampoco dijeron nada. Yo lo veía todo desde lejos, juzgando a mis hermanos, creyéndolos unos egoístas, pero sin decir ni una sola palabra.
Mi vida de casado transcurría plácidamente. Yo trabajaba y mi mujer administraba mi sueldo. No tardó en llegar nuestra única hija, la niña de mis ojos. Diez años duró mi matrimonio, pues mi mujer se enamoró de otro hombre. Hube de abandonar mi casa, no así mis obligaciones: una paga para la niña, la hipoteca y otra paga compensatoria para mi mujer que, aunque trabajaba, lo hacía en negro. Callé una vez más y acepté mi suerte. Volví a casa de mis padres, donde ya solo vivía mi madre tras la independencia de mis hermanos y la muerte de mi padre. A mi madre no le hizo demasiada gracia, pues ya estaba acostumbrada a vivir sin más preocupación que cuidar de si misma y disfrutar de viajes y salidas con las amigas. Busqué un trabajo extra en mis horas libres para darle a mi madre dinero suficiente para pagar mi manutención y participar en los gastos de la casa. Dejé de salir, el dinero no me alcanzaba para diversiones. Estuve cinco años con la misma ropa, salvo unos zapatos que compré por pura necesidad. Mi madre que gozaba de una economía saneada, no dudaba en coger el dinero que le ofrecía mensualmente. Yo lo veía normal, no estaba obligada a mantenerme. Pero un día la vi darle un sobre a mi hermano medio a escondidas. Él lo metió en la chaqueta y los dos disimularon al verme aparecer. Aproveché, cuando mi madre fue a la cocina a preparar café y mi hermano al baño, para husmear en su chaqueta. Quinientos euros en efectivo. Pensé que quizá mi hermano tuviera problemas económicos y mi madre lo estuviera ayudando en una situación apurada. Nada más lejos. Mientras tomábamos el café hablaron alegremente del viaje en crucero que haría mi hermano con su mujer y sus dos hijos. Ese dinero era, sin duda, para que disfrutaran más del viaje. Me sentí mal, como un estúpido, por primera vez en mi vida. Mi madre a mí nunca me había dado nada y desde que vivía en su casa nunca me había preguntado si me arreglaba bien a pesar de verme siempre con la misma ropa. Un mes más tarde, mi hermana pequeña anunció a bombo y platillo su embarazo de gemelos. Mi madre empezó a llegar a casa cargada de paquetes: trajes, chaquetas, patucos, biberones, mantas...y dijo que también compraría las cunas y los cochecitos. Intenté recordar qué había regalado a mi niña. No debió de ser algo importante, pues no conseguí acordarme. Mi niña, la única alegría de mi vida, se estaba convirtiendo ya en una adolescente risueña, cariñosa y sensata. Nunca me pedía nada, pero trabajé más horas extras para darle un móvil, una tablet, ropa o dinero. Todo era poco para mi pequeña. Mientras tanto mi cuerpo se iba agotando y ya no tenía ni tarjetas bancarias ni cuenta de ahorros. Simplemente, todos los meses, hacía una transferencia a la cuenta de mi ex-mujer y pagaba la mitad de la hipoteca de la casa en la que vivía un hombre que no era yo y no pagaba nada, como me contó mi hija. Según ella, mamá lo pagaba todo, pues había encontrado un trabajo estupendo en el que ganaba bastante dinero, pero sin asegurar, para no perder la pensión compensatoria que yo le abonaba. Decidí reaccionar. Acudí a los servicios sociales a pedir información para dejar de pasarle la pensión compensatoria. Me lo pusieron muy difícil, mirándome como si fuera un mal hombre. Salí de allí desanimado, preguntándome a dónde más podía ir. Un asesor podría guiarme en ese difícil camino burocrático, pero costaba dinero. Estaba en un callejón sin salida y aún quedaban siete años de hipoteca. No me veía capaz de resistirlo. Lo hablé con mi madre que me dijo que no diera vueltas, que era complicado, que lo dejara estar. En ningún momento me ofreció ayuda y yo tampoco se la pedí. Lo hablé con mi hermano que apenas me escuchó y no respondió más que con palabras sin sentido, para escurrir el bulto. Con mi hermana ni intentarlo, no fuera a romper su maravilloso mundo de Yupi con la espera de los gemelos. Un día, caminando por una calle gris y triste, me dio por probar suerte con los dos únicos euros que me quedaban en mi bolsillo. Eché la Primitiva. Me tocó. Cinco millones de euros. Apenas podía creerlo. No dije nada a nadie, primero quería consultar con un asesor.. Podía ya elegir al mejor. Y lo hice. Mientras solucionaba las cosas, decidí probar abiertamente a mis parientes y a mi ex, pidiéndoles ayuda por primera vez en la vida. Le pedí dinero a mi madre, a mi hermano y a mi hermana. Llamé a mi exmujer rogándole un aplazamiento de mis pagos, alegando haberme quedado sin trabajo y que ella, según sabía, vivía con holgura. No me defraudó ninguno de ellos. Mi ex no quiso saber nada de mis problemas y mi familia tampoco. Cobré el premio. Compré un piso amplio y céntrico y otro a nombre de mi niña. Compré un buen coche, una moto, ropa y todo cuanto me apeteció. Pedí tres años de excedencia para descansar de tanto trabajo y para pensar en mi futuro. Mis familiares no tardaron en preguntarme de dónde había sacado tanto dinero. Cuando se lo dije, dejaron su cara en expresión de espera, creyendo que les iba a caer algo. Mi ex me llamó para felicitarme y hablarme de los planes que tenía para mi niña: un selecto internado. No me extrañó, ya sabía que mi hija molestaba en su nueva relación, sobre todo después de tener otro niño. Llegué a un trato con ella a cambio de dinero y ahora tengo yo la custodia. Mi familia sigue esperando, como un perro cuando saca la lengua ante la expectativa de una recompensa. Que sigan esperando. He dejado de pensar en que hay que hacer esto o lo otro, en qué dirán los demás o en qué será lo correcto. Lo único que me importa en este mundo es mi niña, con la que vivo feliz. Precisamente el otro día estaba estudiando a Luis de Góngora, leyendo uno de sus poemas y me pidió ayuda pues no acababa de comprenderlo. Yo lo leí, me reí y lo hice mío: Ande yo caliente, ríase la gente, es su título.





Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario