Desde pequeño, siempre seguí los convencionalismos sociales,
sometiéndome a la opinión de los demás. Era mi manera de ser,
supongo. Ya de mayor, cuando comencé a trabajar daba todo el sueldo
en casa, salvo una pequeña cantidad para mis gastos. Era lo normal
en aquella época y yo lo asumí sin cuestionarlo. Poco después,
pasados apenas cinco años, cuando mi hermano comenzó a trabajar
decidió entregar en casa solo una mínima parte de su salario. Mis
padres no dijeron nada. Yo tampoco, pues acababa de casarme y no
consideré prudente decir lo que pensaba. Al fin y al cabo era cosa
de mis padres. Al año siguiente mi hermana pequeña también
encontró trabajo. Ella se negó a dar nada en casa, alegando que iba
a ahorrar para dar la entrada de un piso. Mis padres tampoco dijeron
nada. Yo lo veía todo desde lejos, juzgando a mis hermanos,
creyéndolos unos egoístas, pero sin decir ni una sola palabra.
Mi vida de casado transcurría plácidamente. Yo trabajaba y mi
mujer administraba mi sueldo. No tardó en llegar nuestra única
hija, la niña de mis ojos. Diez años duró mi matrimonio, pues mi
mujer se enamoró de otro hombre. Hube de abandonar mi casa, no así
mis obligaciones: una paga para la niña, la hipoteca y otra paga
compensatoria para mi mujer que, aunque trabajaba, lo hacía en
negro. Callé una vez más y acepté mi suerte. Volví a casa de mis
padres, donde ya solo vivía mi madre tras la independencia de mis
hermanos y la muerte de mi padre. A mi madre no le hizo demasiada
gracia, pues ya estaba acostumbrada a vivir sin más preocupación
que cuidar de si misma y disfrutar de viajes y salidas con las
amigas. Busqué un trabajo extra en mis horas libres para darle a mi
madre dinero suficiente para pagar mi manutención y participar en
los gastos de la casa. Dejé de salir, el dinero no me alcanzaba para
diversiones. Estuve cinco años con la misma ropa, salvo unos zapatos
que compré por pura necesidad. Mi madre que gozaba de una economía
saneada, no dudaba en coger el dinero que le ofrecía mensualmente.
Yo lo veía normal, no estaba obligada a mantenerme. Pero un día la
vi darle un sobre a mi hermano medio a escondidas. Él lo metió en
la chaqueta y los dos disimularon al verme aparecer. Aproveché,
cuando mi madre fue a la cocina a preparar café y mi hermano al
baño, para husmear en su chaqueta. Quinientos euros en efectivo.
Pensé que quizá mi hermano tuviera problemas económicos y mi madre
lo estuviera ayudando en una situación apurada. Nada más lejos.
Mientras tomábamos el café hablaron alegremente del viaje en
crucero que haría mi hermano con su mujer y sus dos hijos. Ese
dinero era, sin duda, para que disfrutaran más del viaje. Me sentí
mal, como un estúpido, por primera vez en mi vida. Mi madre a mí
nunca me había dado nada y desde que vivía en su casa nunca me
había preguntado si me arreglaba bien a pesar de verme siempre con
la misma ropa. Un mes más tarde, mi hermana pequeña anunció a
bombo y platillo su embarazo de gemelos. Mi madre empezó a llegar a
casa cargada de paquetes: trajes, chaquetas, patucos, biberones,
mantas...y dijo que también compraría las cunas y los cochecitos.
Intenté recordar qué había regalado a mi niña. No debió de ser
algo importante, pues no conseguí acordarme. Mi niña, la única
alegría de mi vida, se estaba convirtiendo ya en una adolescente
risueña, cariñosa y sensata. Nunca me pedía nada, pero trabajé
más horas extras para darle un móvil, una tablet, ropa o dinero.
Todo era poco para mi pequeña. Mientras tanto mi cuerpo se iba
agotando y ya no tenía ni tarjetas bancarias ni cuenta de ahorros.
Simplemente, todos los meses, hacía una transferencia a la cuenta de
mi ex-mujer y pagaba la mitad de la hipoteca de la casa en la que
vivía un hombre que no era yo y no pagaba nada, como me contó mi
hija. Según ella, mamá lo pagaba todo, pues había encontrado un
trabajo estupendo en el que ganaba bastante dinero, pero sin
asegurar, para no perder la pensión compensatoria que yo le abonaba.
Decidí reaccionar. Acudí a los servicios sociales a pedir
información para dejar de pasarle la pensión compensatoria. Me lo
pusieron muy difícil, mirándome como si fuera un mal hombre. Salí
de allí desanimado, preguntándome a dónde más podía ir. Un
asesor podría guiarme en ese difícil camino burocrático, pero
costaba dinero. Estaba en un callejón sin salida y aún quedaban
siete años de hipoteca. No me veía capaz de resistirlo. Lo hablé
con mi madre que me dijo que no diera vueltas, que era complicado,
que lo dejara estar. En ningún momento me ofreció ayuda y yo
tampoco se la pedí. Lo hablé con mi hermano que apenas me escuchó
y no respondió más que con palabras sin sentido, para escurrir el
bulto. Con mi hermana ni intentarlo, no fuera a romper su maravilloso
mundo de Yupi con la espera de los gemelos. Un día, caminando por
una calle gris y triste, me dio por probar suerte con los dos únicos
euros que me quedaban en mi bolsillo. Eché la Primitiva. Me tocó.
Cinco millones de euros. Apenas podía creerlo. No dije nada a nadie,
primero quería consultar con un asesor.. Podía ya elegir al mejor.
Y lo hice. Mientras solucionaba las cosas, decidí probar
abiertamente a mis parientes y a mi ex, pidiéndoles ayuda por
primera vez en la vida. Le pedí dinero a mi madre, a mi hermano y a
mi hermana. Llamé a mi exmujer rogándole un aplazamiento de mis
pagos, alegando haberme quedado sin trabajo y que ella, según sabía,
vivía con holgura. No me defraudó ninguno de ellos. Mi ex no quiso
saber nada de mis problemas y mi familia tampoco. Cobré el premio.
Compré un piso amplio y céntrico y otro a nombre de mi niña.
Compré un buen coche, una moto, ropa y todo cuanto me apeteció.
Pedí tres años de excedencia para descansar de tanto trabajo y para
pensar en mi futuro. Mis familiares no tardaron en preguntarme de
dónde había sacado tanto dinero. Cuando se lo dije, dejaron su
cara en expresión de espera, creyendo que les iba a caer algo. Mi ex
me llamó para felicitarme y hablarme de los planes que tenía para
mi niña: un selecto internado. No me extrañó, ya sabía que mi
hija molestaba en su nueva relación, sobre todo después de tener
otro niño. Llegué a un trato con ella a cambio de dinero y ahora
tengo yo la custodia. Mi familia sigue esperando, como un perro
cuando saca la lengua ante la expectativa de una recompensa. Que
sigan esperando. He dejado de pensar en que hay que hacer esto o lo
otro, en qué dirán los demás o en qué será lo correcto. Lo único
que me importa en este mundo es mi niña, con la que vivo feliz.
Precisamente el otro día estaba estudiando a Luis de Góngora,
leyendo uno de sus poemas y me pidió ayuda pues no acababa de
comprenderlo. Yo lo leí, me reí y lo hice mío: Ande yo caliente,
ríase la gente, es su título.
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