Hace
unos días me he presentado a un casting para una obra nueva de
teatro. La prueba era en Madrid, con una directora de mucho
prestigio. También ha sido actriz desde muy joven hasta hace
poquitos años. Ahora a sus setenta años está perfecta como
directora. Todo ese tiempo que usó como interprete, sin duda alguna
le servirá a la hora de dirigir artísticamente a cualquier actor o
actriz.
Cuando
iba en el autocar repasaba la hoja que me pasaron a mi correo
electrónico. Con tan sólo diez minutos de texto ya me había hecho
la idea de cómo desarrollar mi trabajo. Utilizaría el método más
viejo, el de Stanislavski.
En
algún momento levanté la vista y localicé en unos asientos más
adelante de mi a tres o cuatro personas conocidas. Lo que menos
sospechaba yo es que se dirigiesen al mismo sitio. Allí, en el
teatro de la comedia, en el puñetero centro madrileño los volví a
ver.
Casualmente
la directora quería algo especifico, algo extraño y diferente.
Normalmente se habría hecho con un elenco de actores residentes en
Madrid, pero fue desechando a todos los que había por delante.
Cuando nos toca a los asturianos y nos mandan entrar al patio de
butacas por donde accedíamos al escenario en silencio, sólo con
indicaciones gestuales nos mandan ir sentándonos en la primera fila
hasta que nos llamasen y pudiésemos subir a las tablas. Antes de
acomodarme en mi butaca correspondiente, mi vista fue recorriendo el
mausoleo.
En
mi vida había estado allí dentro. Me pareció precioso, no tan
grande como el teatro Español, pero era muy coqueto, así al estilo
Palacio Valdés que tienen en Avilés, pero algo más pequeño
también. Sus asientos tapizados en un color rojo. Sus paredes y
palcos decorados con motivos árabes y ya situada en mi asiento
observé el escenario. Bastante más pequeño de lo que esperaba.
Desde
un lateral y escondida tras una de las patas de tela vi la cara de
una afamada actriz, una mujer que siempre trabaja en la compañía
nacional. Observándola vi que mostraba preocupación, pero yo me
concentré en lo mio y dejé a un lado imaginaciones que despistasen
mi preparación.
Llegó
el turno de que Ernesto y María subiesen al escenario. Les tocaba
hacer la prueba juntos y yo desde abajo no les quité ojo. Estuvieron
espléndidos. Todos les aplaudimos con verdadero entusiasmo.
Cuando
llegó mi momento me costó subir por los seis escalones que daban
acceso a la plataforma, pero finalmente llegué y comencé a
quitarme la bufanda enorme que me ahogaba, como una boa constrictor
alrededor del cuello. Luego me desabroché el enorme abrigo tipo
anorak y me lo quité tirándolo todo ello desde arriba a la butaca
de la primera fila. La directora me miraba impaciente y yo aún no
estaba cómoda, todavía me sobraba una capa más y me dispuse a
liberarme. Mientras lo hacía oí las risitas de la actriz famosa que
se ocultaba entre cajas y me entraron ganas de darle dos buenas
tortas, una a cada lado, para no dejarla descompensada.
Me
dediqué a preparar la voz, a calentar las articulaciones y a hacer
pequeños aspavientos que todos pensamos que sirven para relajarse,
pero realmente no sirven de nada. Luego solté el monólogo. Yo creí
que con enorme credibilidad, después de haberme abrigado por demás
para tener la sensación de estar en el desierto, donde transcurría
mi pequeña escena. Había preparado mi interpretación en casa y
llevé más capas que una cebolla. También pensé en el calor de los
focos, en que eso ayudaría a meterme en el personaje, a sentirme
con tanto calor que casi estaba a punto de desmayarme. La autocrítica
no tardó en aparecer por las risas que oí de fondo aunque el
resultado de mi prueba fue positiva.
Ahora
mismo, pasado un mes de ensayos me encuentro en el camerino,
maquillada, preparada y mentalizada con el recuerdo de aquel calor
excesivo que mi personaje siente, mientras se haya perdido en el
desierto, provista de una cantimplora que contiene tan solo un trago
de agua.
Acaba
de sonar el primer timbre. Estoy prevenida para salir a escena.
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