Todo había ocurrido hacía tanto tiempo que ni los más viejos del lugar habían nacido por entonces. Pero sí recordaban haber escuchado a sus mayores la historia de aquel viejo y rico comerciante.
Algunos
suponen que se fue siguiendo a Marco Polo, por la Ruta de la Seda. Y
volvió cargado de preciosas telas y especias exóticas, con las que
comerció e hizo su fortuna.
Otros
cuentan que se embarcó en Portugal, rumbo a las ‘Indias’, cruzó
el ancho mar, compró tierras y esclavos y cultivó maíz y tabaco en
grandes plantaciones. Y que, cuando se sintió cansado y viejo,
decidió regresar al hogar. A morir en paz.
Las
historias y leyendas acerca de este hombre brotaban como champiñones
en un bosque umbrío. Nadie supo la verdad.
Lo
que sí estaba claro es que tenía mucho dinero. Muchísimo. Con él
compró su mansión, joyas y ricos ropajes. Viajó y conoció a
grandes personalidades. Pero, por más que lo intentó, no pudo crear
una familia. No había en el mundo dinero para comprar eso. Así que
el rico y poderoso pronto se vio solo y asustado por su cercana
vejez.
Se
contaba que cuando salía de casa se detenía en la Plaza Mayor para
observar los juegos de los niños, y se veía a sí mismo, como en
nebulosa: montando en su caballo de madera, corriendo detrás de un
aro más grande que él mismo o jugando a las canicas. Pero aquello
era un espejismo. Su niñez era ya lejana. A pesar de que su memoria
guardaba un rincón especial para aquellos recuerdos.
Muchos
buhoneros y alquimistas que llegaban a la ciudad proclamaban haber
dado con un elixir de juventud, que a él le ilusionaba. Pero toda
aquella palabrería ocultaba siempre patrañas engañosas. Aquel
tónico mágico nunca le devolvería a aquellos años en los que aún
podía saltar y brincar por las murallas, correr tan rápido como una
bala, subido en zancos o sin ellos, dejando a todos sus amigos atrás,
o incluso hacer carreras en el río. Contaban que se estremecía
imaginando lo fría que debía estar el agua para sus viejos huesos.
La
historia dice que, jugueteando con unos viejos dados, herencia de su
padre, se le ocurrió que, aunque no pudiera volver atrás a su
infancia, quizás sí podría recrearla. Y que, preguntando a
amistades y conocidos, recopiló información acerca de muchos y
buenos pintores. Todos coincidían en el nombre de uno, cuyos cuadros
mostraban la realidad con el más exacto detalle. Los personajes de
las telas casi podrían salir del cuadro y cobrar vida a tu lado, le
decían asombrados y admirados de aquella técnica.
Decidido
con su plan, envió cartas y recados a todos los talleres de pintura
de la zona. Esperaba respuesta pero el tiempo seguía pasando y
pareciera que aquel pintor jugaba al escondite con él, burlándose
de su deseo. Mientras, los niños seguían jugando en la Plaza donde
él había jugado tanto. Las niñas cantaban, jugaban a la gallinita
ciega y a las adivinanzas. O corrían para capturar el pañuelo. Y
los niños seguían entrenándose para ser fieros soldados, luchando
con palos o cabalgando sobre viejos barriles vacíos. La vida pasaba
pero el mundo seguía más o menos igual.
Tal
vez el pintor no estuviera interesado en su idea o ya hubiera muerto
o...
Los
pensamientos sobre la muerte eran recurrentes en su vejez solitaria,
acompañada por los gritos de los niños que siempre jugaban en la
Plaza, recorriéndola de un lado a otro haciendo trenecitos, dando
saltos o mil y un cabriolas.
Un
día, mientras dormitaba esperando su final, alguien llamó a su
puerta con gran estruendo. Sobresaltado, abrió los ojos, se tocó de
arriba a abajo, se puso de pie trabajosamente y se miró al espejo.
Sigo
aquí, entonces... ¿Qué sucede...?, se dijo.
– ¡Señor!
¡Señor! ¡Abra su puerta!- voces infantiles y cantarinas le
llegaron desde abajo, en la Plaza, donde los niños siempre jugaban.
Volviendo
a la realidad, llegó hasta la puerta, la abrió y se encontró con
aquel al que ya pensaba que nunca conocería: El Pintor, cuyo nombre
le había sido recomendado por tantos y tantos, estaba allí, en
carne y hueso. Cargando con sus bártulos de trabajo y con una
sonrisa enigmática en su rostro.
–Pues
bien, Señor mío. Aquí me tenéis, por fin. He recorrido el país,
dispuesto a realizar el encargo que deseáis. Que por lo que ha
llegado a mis oídos, no es tarea sencilla.
El
comerciante le hizo una reverencia y le dejó entrar en su mansión.
No podía articular palabra; de la emoción, de la impresión o por
haberse despertado tan sobresaltado.
El
Pintor dio una vuelta por la mansión. Husmeó, tocó, admiró, miró
por las ventanas que daban a la Plaza y volvió a sonreír, viendo a
los niños jugar.
Dejó
sus cosas encima de una gran mesa y, dirigiéndose al comerciante,
preguntó:
–Y
bien... ¿Cuándo queréis que empecemos?
–Ahora
mismo, si lo deseáis.- respondió el viejo comerciante, cuando la
sorpresa y la modorra hubieron pasado.
Y,
cada mañana, durante muchas a lo largo de un año, el viejo
comerciante y el viejo pintor abrían las ventanas de aquella
mansión, disfrutaban del sol y de la algarabía de las gentes que la
cruzaban. Y, sobre todo, se inspiraban en los juegos de los niños
para aquel cuadro. Encargo caprichoso de un viejo que conoció el
mundo entero y lo tuvo todo. Pero que nunca pudo recuperar lo que le
era más preciado: los juegos de su infancia.
A
todos los que escuchen esta historia tal vez pueda parecerles una
locura. Pero, a todos ellos les digo que los juegos de niños siempre
han sido algo muy serio.
NOTA: Relato
inspirado en el cuadro Juego de Niños (c. 1560) de Peter Brueghel El
Viejo (1525
– 1569)
La
última frase está tomada de ‘La puerta entreabierta’, relato de
fantasía escrito por Cristina Fernández Cubas.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
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