La bombilla del techo parpadeaba
de vez en cuando, la fuerza de la electricidad era escasa, pero era
lo normal en esa zona agreste. Cené y me fui a dormir.
Por la mañana, la claridad que
traspasaba las cortinas me despertó y antes de ir a desayunar me
lavé y dí un pequeño paseo por los alrededores. Tan sólo había
llegado a aquél lugar recóndito, para pasar un mes y ya el segundo
día me estaba agobiando.
Después de un buen desayuno,
alimentada como si fuese a destripar terrones, me senté frente al
PC a intentar crear una historia. Yerma de ideas volví a levantarme
a pasear por la zona de casas viejas y entré en una casina que hacía
las veces de tienda de ultramarinos. Todo era antiguo, menos los
artículos a la venta. Me compré medio kg de uvas que fueron pesadas
en una balanza romana. Por un momento quedé tonta mirándola
y el recuerdo me llevó a mi más tierna infancia. Al rato me
espabilé de mi ensoñación y regresé a mi bungalow a escribir como
una posesa. Los escritores en momentos desesperados recurrimos a
historias del pasado mezcladas con ficción. Las experiencias y la
documentación son fundamentales. También el tener claro como
empezar y comencé mi nueva novela que transcurriría en un pueblo de
los años setenta pero que se había quedado anclado en los
cincuenta.
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