Al decir Navidad, pensamos en familia, celebraciones, regalos, adornos y nieve, mucha nieve. En mi caso la comida ha resultado ser el detonante de un efecto post navideño no deseado.
Mi
madre siempre ha sido maniática de la alimentación, comiamos
variado pero poco, vamos a llamarlo frugal, desde que tengo recuerdos
ha estado obsesionada con el peso y ese problema lo desplaza tanto a
mi padre como a mí, su única hija. En toda mi existencia no he
acudido a ninguna celebración de colegio o instituto, cumpleaños de
compañeras de clase, vecinas o amigas, o cualquier reunión que
conllevara comer algo, ya fuera un banquete o una pequeña merienda.
Mientras en el recreo observaba con envidia como algunos llevaban
bocatas, bollería o chuches, tenía que conformarme con mi mísera
pieza de fruta (no muy grande) y un yogur natural. Cuando salía el
fin de semana a divertirme al centro comercial, en el burguer de
turno era la única que tomaba ensalada, mientras el resto comían
apetitosas hamburguesas súper grandes o helados gigantes.
Nuestra
Navidad exteriormente era como la de cualquiera, la casa adornada con
un gran árbol, un pequeño nacimiento y mucho espumillón en las
ventanas, pero en nuestra mesa nunca hubo turrón, mazapán o
polvorones, si acaso algún fruto seco para distinguir las fechas.
Si
me quejaba, me recordaba que su madre, mi abuela, había sido una
mujer gorda y por eso murió joven, algo que no quería nos pasara a
nosotras, ya que nuestra genética era esa. Papá no estaba muy de
acuerdo, pero tampoco se enfrentaba a ella por dicha cuestión, ya
que ante una información tan contundente no podía presentar
batalla.
Una
semana antes de mi decimoséptima navidad, mamá cayó enferma,
llevaba tiempo aguantando un dolor de barriga, y cuando los síntomas
empeoraron ya tenía una peritonitis importante, la trasladaron el 23
de diciembre al hospital central, a unos 30 kilómetros de casa,
operándola de urgencia y con severos problemas debido a su extrema
delgadez. Papá estuvo con ella en todo momento y a través del
teléfono me contaba continuamente la evolución del postoperatorio.
Estaba sola en casa, era suficientemente mayor para apañármelas.
Quienes no estaban tan seguras eran los madres de mis amigas, que al
verme tan triste en fechas tan señaladas no pensaban dejarme sola.
La cena de Nochebuena la pasé en casa de Merce, y la comida de
Navidad en la de Tere. Para colmo me llevaron toda la semana
recipientes con platos cocinados por ellas, en fin, que se sintieron
obligadas a ejercer de madres conmigo. Lo que no sabían era que me
empaché. Nunca en mi vida me había sentado a la mesa y comer
entremeses, primer plato, segundo plato, postre más los turrones,
polvorones y mazapanes navideños.
Otro
tanto ocurrió en Nochevieja y Año Nuevo, mamá seguía
hospitalizada y yo sola en casa. Bueno lo de sola es un decir, mis
amigas se turnaban para acompañarme o invitarme a sus hogares, donde
me ofrecían opíparas meriendas o cenas, porque las comidas las
rechazaba, al no poder tragar tanto alimento.
A
consecuencia de ello empecé a engordar, yo que era una chica
larguirucha y finita, comenzaron a apretarme los pantalones y las
faldas, por lo que tuve que invertir mis ahorros en comprarme ropa
más grande. Menos mal que debido a la cercanía de las compras de
Reyes, muchas tiendas ofrecían rebajas y descuentos en sus
artículos, y pude apañarme algunas prendas sin mucho gasto.
Parecía
que mamá comenzaba a mejorar, pero hasta después de las fiestas no
volvería. Me puse muy contenta, porque al menos cuando volviera ya
habría tenido tiempo de adelgazar, o eso pensaba yo.
El
día de Reyes Marita me invitó a su casa a compartir un trozo de
Roscón, que estaba buenísimo, y tras pasar una tarde divertida su
padre nos hizo fotos de recuerdo, es marino mercante y las iba a
llevar en su nueva singladura, de seis meses en un barco pesquero.
En esas fotos yo estaba desconocida, bueno la verdad es que hacía
días que no me reconocía en el espejo. Mis pómulos habían
desaparecido y mi cara alargada había dado paso a una redondez
inusitada. Apenas destacaban mis ojos, y una incipiente papada me
estaba apareciendo. En mi mente continuamente oía la voz de mi
madre diciendo: “tu abuela era gorda y murió joven por ello”.
No quería estar así, pero haber probado todos aquellos platos,
dulces y frutas en una cantidad superior a la normal en mí, me había
descubierto unos sabores y placeres desconocidos a los que no quería
resistirme.
Hice
acopio de todas mis fuerzas y dejé de engullir, volví a la comida
frugal, frutas y yogures de antes, me propuse no defraudar a mi
madre, a sabiendas de que no sólo la causaría un gran disgusto,
sino que eso la haría retrasarse en la recuperación de su
enfermedad.
Me
costó lo mío y casi lo consigo, aún tenía algo de sobrepeso que
quitarme de encima, por lo que disimulaba tapándome la cara con el
pelo o vistiendo chándal para que no lo notara. La casa estaba
impecable en su regreso y como ansiaba olvidar lo pasado, la noté
algo cambiada en sus maneras y forma de mirar, se ve que lo vivido la
había marcado para mejor.
En
carnavales ya volví a ser la misma de siempre, delgaducha y
escuálida, con poco apetito, la rutina se había instaurado de nuevo
en nuestras vidas, hasta que la policía llamó a nuestra puerta.
Traían
una orden judicial para tomarme una muestra de ADN. No entendíamos
nada, tanto papá como yo estábamos sorprendidos, pero mamá no
paraba de llorar, algo malo se temía y no se nos ocurría que podía
ser.
Pasaron
los meses y ya se acercaba el fin de curso, debía decidir qué hacer
con mi vida, si ir a la universidad o estudiar otra cosa. Mamá se
empecinó en que no me fuera de la ciudad, había módulos de
formación profesional muy interesantes y con muchas salidas y una
carrera suponía irme lejos de casa, viviendo con gente extraña y
comiendo ¡a saber qué!. Aún estábamos discutiendo sobre mi
futuro, cuando un día al abrir la puerta de la calle, se presentaron
del juzgado para llevar a mis padres a prestar declaración. Nos
mirábamos con incredulidad, nadie decía cual era el problema, hasta
que por fin el psicólogo del juzgado me lo explicó.
Mi
madre no lo era, me había robado del hospital al nacer. Mi madre
biológica nunca dejó de buscarme. Mi padre biológico y el padre
de Marita eran compañeros en el barco, y al enseñarle éste último
las fotos de navidad tomadas en su casa, salía yo en ellas. Como en
esos días había engordado, era clavadita a su mujer, mi madre
biológica, y aquella foto le dio motivos para seguir con mi búsqueda
y averiguar datos sobre mí.
Mi
verdadera madre es gordita, por eso mamá me quería delgada, para no
parecerme a ella. Pero ya se ve los estragos que pueden hacer las
fiestas de navidad por culpa de la comida. Tanto banquete, tanto
ágape, tanta celebración termina por notarse en el cuerpo y
provocando un cambio de semblante.
Ahora
estoy en una encrucijada, porque tengo curiosidad por conocer a mi
verdadera madre, aunque mis sentimientos me dicen que la verdadera es
la que siempre me ha matado de hambre.
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