Efecto post-navideño - Marian Muñoz

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Al decir Navidad, pensamos en familia, celebraciones, regalos, adornos y nieve, mucha nieve. En mi caso la comida ha resultado ser el detonante de un efecto post navideño no deseado.
Mi madre siempre ha sido maniática de la alimentación, comiamos variado pero poco, vamos a llamarlo frugal, desde que tengo recuerdos ha estado obsesionada con el peso y ese problema lo desplaza tanto a mi padre como a mí, su única hija. En toda mi existencia no he acudido a ninguna celebración de colegio o instituto, cumpleaños de compañeras de clase, vecinas o amigas, o cualquier reunión que conllevara comer algo, ya fuera un banquete o una pequeña merienda. Mientras en el recreo observaba con envidia como algunos llevaban bocatas, bollería o chuches, tenía que conformarme con mi mísera pieza de fruta (no muy grande) y un yogur natural. Cuando salía el fin de semana a divertirme al centro comercial, en el burguer de turno era la única que tomaba ensalada, mientras el resto comían apetitosas hamburguesas súper grandes o helados gigantes.
Nuestra Navidad exteriormente era como la de cualquiera, la casa adornada con un gran árbol, un pequeño nacimiento y mucho espumillón en las ventanas, pero en nuestra mesa nunca hubo turrón, mazapán o polvorones, si acaso algún fruto seco para distinguir las fechas.
Si me quejaba, me recordaba que su madre, mi abuela, había sido una mujer gorda y por eso murió joven, algo que no quería nos pasara a nosotras, ya que nuestra genética era esa. Papá no estaba muy de acuerdo, pero tampoco se enfrentaba a ella por dicha cuestión, ya que ante una información tan contundente no podía presentar batalla.
Una semana antes de mi decimoséptima navidad, mamá cayó enferma, llevaba tiempo aguantando un dolor de barriga, y cuando los síntomas empeoraron ya tenía una peritonitis importante, la trasladaron el 23 de diciembre al hospital central, a unos 30 kilómetros de casa, operándola de urgencia y con severos problemas debido a su extrema delgadez. Papá estuvo con ella en todo momento y a través del teléfono me contaba continuamente la evolución del postoperatorio. Estaba sola en casa, era suficientemente mayor para apañármelas. Quienes no estaban tan seguras eran los madres de mis amigas, que al verme tan triste en fechas tan señaladas no pensaban dejarme sola. La cena de Nochebuena la pasé en casa de Merce, y la comida de Navidad en la de Tere. Para colmo me llevaron toda la semana recipientes con platos cocinados por ellas, en fin, que se sintieron obligadas a ejercer de madres conmigo. Lo que no sabían era que me empaché. Nunca en mi vida me había sentado a la mesa y comer entremeses, primer plato, segundo plato, postre más los turrones, polvorones y mazapanes navideños.
Otro tanto ocurrió en Nochevieja y Año Nuevo, mamá seguía hospitalizada y yo sola en casa. Bueno lo de sola es un decir, mis amigas se turnaban para acompañarme o invitarme a sus hogares, donde me ofrecían opíparas meriendas o cenas, porque las comidas las rechazaba, al no poder tragar tanto alimento.
A consecuencia de ello empecé a engordar, yo que era una chica larguirucha y finita, comenzaron a apretarme los pantalones y las faldas, por lo que tuve que invertir mis ahorros en comprarme ropa más grande. Menos mal que debido a la cercanía de las compras de Reyes, muchas tiendas ofrecían rebajas y descuentos en sus artículos, y pude apañarme algunas prendas sin mucho gasto.
Parecía que mamá comenzaba a mejorar, pero hasta después de las fiestas no volvería. Me puse muy contenta, porque al menos cuando volviera ya habría tenido tiempo de adelgazar, o eso pensaba yo.
El día de Reyes Marita me invitó a su casa a compartir un trozo de Roscón, que estaba buenísimo, y tras pasar una tarde divertida su padre nos hizo fotos de recuerdo, es marino mercante y las iba a llevar en su nueva singladura, de seis meses en un barco pesquero. En esas fotos yo estaba desconocida, bueno la verdad es que hacía días que no me reconocía en el espejo. Mis pómulos habían desaparecido y mi cara alargada había dado paso a una redondez inusitada. Apenas destacaban mis ojos, y una incipiente papada me estaba apareciendo. En mi mente continuamente oía la voz de mi madre diciendo: “tu abuela era gorda y murió joven por ello”. No quería estar así, pero haber probado todos aquellos platos, dulces y frutas en una cantidad superior a la normal en mí, me había descubierto unos sabores y placeres desconocidos a los que no quería resistirme.
Hice acopio de todas mis fuerzas y dejé de engullir, volví a la comida frugal, frutas y yogures de antes, me propuse no defraudar a mi madre, a sabiendas de que no sólo la causaría un gran disgusto, sino que eso la haría retrasarse en la recuperación de su enfermedad.
Me costó lo mío y casi lo consigo, aún tenía algo de sobrepeso que quitarme de encima, por lo que disimulaba tapándome la cara con el pelo o vistiendo chándal para que no lo notara. La casa estaba impecable en su regreso y como ansiaba olvidar lo pasado, la noté algo cambiada en sus maneras y forma de mirar, se ve que lo vivido la había marcado para mejor.
En carnavales ya volví a ser la misma de siempre, delgaducha y escuálida, con poco apetito, la rutina se había instaurado de nuevo en nuestras vidas, hasta que la policía llamó a nuestra puerta.
Traían una orden judicial para tomarme una muestra de ADN. No entendíamos nada, tanto papá como yo estábamos sorprendidos, pero mamá no paraba de llorar, algo malo se temía y no se nos ocurría que podía ser.
Pasaron los meses y ya se acercaba el fin de curso, debía decidir qué hacer con mi vida, si ir a la universidad o estudiar otra cosa. Mamá se empecinó en que no me fuera de la ciudad, había módulos de formación profesional muy interesantes y con muchas salidas y una carrera suponía irme lejos de casa, viviendo con gente extraña y comiendo ¡a saber qué!. Aún estábamos discutiendo sobre mi futuro, cuando un día al abrir la puerta de la calle, se presentaron del juzgado para llevar a mis padres a prestar declaración. Nos mirábamos con incredulidad, nadie decía cual era el problema, hasta que por fin el psicólogo del juzgado me lo explicó.
Mi madre no lo era, me había robado del hospital al nacer. Mi madre biológica nunca dejó de buscarme. Mi padre biológico y el padre de Marita eran compañeros en el barco, y al enseñarle éste último las fotos de navidad tomadas en su casa, salía yo en ellas. Como en esos días había engordado, era clavadita a su mujer, mi madre biológica, y aquella foto le dio motivos para seguir con mi búsqueda y averiguar datos sobre mí.
Mi verdadera madre es gordita, por eso mamá me quería delgada, para no parecerme a ella. Pero ya se ve los estragos que pueden hacer las fiestas de navidad por culpa de la comida. Tanto banquete, tanto ágape, tanta celebración termina por notarse en el cuerpo y provocando un cambio de semblante.
Ahora estoy en una encrucijada, porque tengo curiosidad por conocer a mi verdadera madre, aunque mis sentimientos me dicen que la verdadera es la que siempre me ha matado de hambre.






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