Supriman del calendario el mes de diciembre - Gloria Losada



 
Nunca me gustaron las Navidades, bueno, cuando niña sí, como a todos los niños, pero desde que fui mayor comencé a odiarlas y en ello estoy. Y las de este año van camino de ser las más memorables de todos los tiempos, tanto que no sé cómo se va a arreglar el desaguisado, o igual será mejor que ni se arregle, que así se acabaron los problemas, el próximo año cada uno en su casa y a tomar por saco. Pero voy a explicarme. Mi familia y yo pasamos todas las nochebuenas en casa de mis padres. Mi familia son mi marido Ricardo y mis hijos Aurora y Cristóbal. Tengo una hermana, Soledad, que tiene su marido, Manolo y su hija Mariona. Mi hermana con sus defectos y virtudes, es mi hermana, pero su marido es una auténtico gilipollas, siempre lo fue, no esperó a ahora para serlo, por eso lo evito todo lo que puedo. Además la repelencia es mutua, ni yo lo soporto a él ni él me soporta a mí, así que ¿para qué vamos a pasarlo mal uno con la presencia del otro? Nos evitamos en la medida de lo posible y el único evento familiar en el que estamos cerca es la cena de nochebuena en casa de nuestros padres, cita ineludible desde tiempos inmemoriables. Así que cuando comienza el mes de diciembre yo ya me empiezo a poner nerviosa nada más de pensar que voy a estar frente a frente con ese imbécil unas cuantas horas. No puedo dormir, no me lo saco de la cabeza y como no pienso en lo que tengo que pensar sino en él, que ni que estuviera enamorada, nada me sale a derechas. Todas las Navidades lo mismo, todos los meses de diciembre lo mismo, ya estoy harta.
Antes de contarles lo que ocurrió me gustaría ponerles en antecedentes. Mi marido es mecánico y trabaja en un taller desde que era casi un chaval. Yo estudié mi carrera, aprobé unas oposiciones y soy funcionaria de justicia. Nuestro hijo no quiso estudiar y al terminar el bachiller se puso a trabajar en lo que le saliera. Nuestra hija estudió un módulo de educación infantil y ahora prepara oposiciones.
Mi hermana no trabajó en su vida. Lo extraño es que su marido tampoco lo hizo con demasiada frecuencia. O al menos eso parece. Él dice que se dedica a sus negocios, yo no pregunto qué clase de negocios, no me interesa, el caso es que tienen dinero, o al menos eso parece. Su hija, una maleducada de tomo y lomo, estudió ingeniería informática, tardó no sé cuantos años en sacar su carrera y ahora está haciendo un master en Alemania que les cuesta no sé cuanto dinero. Que le aproveche, que les aproveche a todos ellos, no envidio nada su vida, estoy contenta con la mía.
Pero mi querido cuñado no debe sentir lo mismo. Todas las cenas de nochebuena , una vez que se ha bebido una o dos copas de más, empieza a hacer comentarios inoportunos. Odia a los funcionarios, a las mujeres que trabajan fuera de casa, a los jóvenes que no hacen una carrera universitaria, o a los que se dedican a buscarse la vida de la manera que buenamente puedan, vamos, que odia todo lo que representa mi propia familia.
Capeo el evento de Nochebuena como puedo. Luego por fin de año cada uno por su lado, menos esta vez, que a mi querida hermana se le dio por celebrar una maravillosa fiesta para inaugurar su preciosa nueva cocina en su fantástica casa de campo y no se le ocurrió mejor manera para ello que organizar la cena de fin de año e invitarnos a todos. La maldita casualidad quiso que mi casa se encontrara en obras y que a mi madre días antes, se le incendiara la campana extractora, así que hala, todos para la casa de mi hermana, a aguantar de nuevo a mi querido cuñado.
Dos días antes fui a unas clases de relajación, no me veía con fuerzas para enfrentarme yo sola a la guerra dialéctica que se avecinaba con aquel mamarracho. No me sirvió de nada. En cuanto comenzamos los postres, ya medio achispado por el vino, empezó con lo de siempre, su tema preferido, los funcionarios, lo poco que trabajamos y lo bien que vivimos. Yo respiro hondo y me muerdo la lengua. Mi marido trata que quitarle hierro al asunto con argumentos estúpidos, y esta vez, al principio todo fue igual. Pero como la cena de nochebuena estaba demasiado reciente, Manolito no se conformó con picarme a mí con los argumentos de siempre sino que fue más allá. Después de relatar los maravillosos progresos de su hija en los estudios, su fantástico máster, carísimo, que le iba a abrir las puertas de los mejores empleos del mundo para que se llenara los bolsillos de dinero; después de alabar las virtudes de su mujercita, gracias a la cual él vivía como un rey y no le faltaba de nada, tenía la casa atendida, limpia, la comida hecha a su hora y la ropa planchada; después de jactarse de lo bien que le iban los negocios inmobiliarios que se traía entre manos, que por cierto, todos ignorábamos, comenzó a meterse con nuestros hijo:
-Qué Cristóbal, este año qué toca ¿trabajar limpiando alcantarillas? Aunque bueno, si te contrata el Ayuntamiento, a lo mejor no es mala idea, mira tú, igual pasas a formar parte del elenco de funcionarios chupatintas que hacen que este país funcione, como tu madre... y como tu hermana me parece, que según me he enterado se ha puesto a preparar oposiciones, claro, quién no vale para otra cosa, hala a chupar del estado.
Me calentó, me calentó tanto que no pude callarme, ni reírle las gracias, como en aquel instante estaba haciendo su querida esposa, tratando que quitar hierro al asunto.
-Bueno, mejor recibir un sueldo del estado que dedicarse al contrabando de tabaco y a descargar fardos de droga en la playa.
No sé por qué solté aquella lindeza. Años atrás se había rumoreado por el pueblo que Manolito se dedicaba a ello. Yo ni lo creí ni lo dejé de creer, y procuré borrarlo de mi mente, pero aquella noche reventé. Mi adorado cuñado se puso pálido y con gesto enfurecido me dijo que cómo me atrevía, que él era un hombre respetable y me puso de vuelta y media, llamándome de todo, cosas tan fuertes que no quiero repetir.
Ante semejantes improperios que soltaba por aquella boca, mi marido, que siempre fue la tranquilidad personificada, se levantó con calma, tomó su copa de vino y se la tiró a la cara.
-La próxima vez, te daré dos hostias bien dadas, que es lo que te mereces.
Se hizo el silencio. Nosotros cogimos nuestros abrigos y nos largamos. Al día siguiente mi madre me llamó para contarme que la cena había seguido tensa y que en cuanto pasaron las doce papá y ella regresaron a casa. Trató de convencerme de que tenía que hacer las paces, que ya sabía cómo era Manolito y bla, bla, bla. Pero creo que no, que no las voy a hacer. Magnífica consecuencia de estas malditas Navidades, nunca más tendré que soportarle y además, me he pesado y no he engordado más que trescientos gramos, los nervios han actuado de devoragrasas. Si al final casi voy a tener que darle las gracias a ese gilipollas.







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